Read El loro de Flaubert Online

Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (19 page)

BOOK: El loro de Flaubert
7.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A los treinta y un años le dice a Louise —un paréntesis en medio de una hipótesis— que si hubiese tenido un hijo, le hubiese divertido mucho proporcionarle mujeres.

También a los treinta y un años informa a Louise de un breve y poco característico desliz: el deseo de abandonar la literatura. Se irá a vivir con ella, dentro de ella, con la cabeza entre sus pechos; está harto, díce, de masturbar su cabeza para hacer que salgan las frases. Pero esta fantasía también es una tomadura de pelo que debió de dejar helada a Louise: todo está contado en pasado, como una cosa que Gustave, en un momento de debilidad, imaginó fugazmente que estaba haciendo. Pero lo normal es que prefiera tener su cabeza entre sus propias manos que entre los pechos de Louise.

A los treinta y dos años le confiesa a Louise cómo se ha pasado muchas horas de su vida: imaginando qué haría si tuviese una renta de un millón de francos al año. En esos sueños aparecen unos criados que introducen suavemente sus pies en unos zapatos con incrustaciones de diamantes; inclina la cabeza para escuchar mejor el relincho de los caballos que tiran de su coche, tan espléndidos que hasta Inglaterra palidecería de envidia; da banquetes de ostras, y hace que rodeen la mesa de su comedor de espalderas con aromáticos jazmines y de las que salen volando los jilgueros. Pero esto, con un millón de francos al año, es un sueño barato. Du Camp habla de los planes de Gustave para pasar «Un invierno en París», una extravagancia en la que habría todo el lujo del Imperio Romano, todo el refinamiento del Renacimiento, y el hechizo de las Mil y una noches. El coste de este invierno había sido calculado seriamente, y alcanzaba la suma de doce mil millones de francos, «como máximo». Du Camp añade además, hablando más en general, que «cuando se veía poseído por estos sueños se quedaba casi rígido y me recordaba a los comedores de opio cuando se hallan en trance. Era como si tuviera la cabeza en las nubes, como si viviera en un sueño dorado. Esta costumbre era uno de los motivos por los que le parecía tan difícil la constancia en el trabajo».

A los treinta y cinco años revela su «sueño particular»: comprar un pequeño
palazzo
del Gran Canal. Al cabo de unos meses añade a su lista mental de propiedades inmobiliarias un kiosco en el Bósforo. Unos cuantos meses más adelante, y ya le encontramos dispuesto a partir hacia Oriente, quedarse allí, morir allí. El pintor Camille Rogier, que vive en Beirut, le ha invitado. Podría ir. Así de fácil. Podría, pero no va.

Sin embargo, a los treinta y cinco años la vida apócrifa, la no-v.ida, empieza a desvanecerse. El motivo es claro: ha empezado la vida real. Gustave tiene treinta y cinco años cuando se publica Madame Bovary en forma de libro. Ya no necesita las fantasías; o, mejor dicho, ahora hacen falta unas fantasías diferentes; especiales, prácticas. De cara al mundo interpretará el papel del Ermitaño de Croisset; de cara a sus amigos de París, será el Idiota de los salones; de cara a George Sand hará el papel de reverendo padre Cruchard, un jesuita de moda que disfruta oyendo las confesiones de las damas de la alta sociedad; de cara al círculo de sus íntimos, será Saint Polycarpe, aquel oscuro obispo de Esmirna, martirizado en el último momento de su vida, a los noventa y cinco años, que fue un eco anticipado de Flaubert porque se tapó los oídos y gritó: «¡Señor! ¡En qué época me has hecho nacer!» Pero estas identidades ya no son extrañas excusas hacia las que se convence que podría huir; son juegos; vidas alternativas fabricadas bajo licencia del famoso escritor. No huye hacia Esmirna para ser allí un bandido; en lugar de eso, prefiere convocar a aquel útil obispo de Esmirna para darle nueva vida bajo su propia piel. Ha demostrado que no era un domador de fieras salvajes, sino un domador de vidas salvajes. La pacificación de los apócrifos es completa: ya puede comenzar la escritura.

10

LOS ARGUMENTOS EN CONTRA

¿Qué es lo que hace que sintamos deseos de conocer lo peor? ¿Quizá nos cansamos de querer enterarnos sólo de lo mejor? ¿La curiosidad es siempre un obstáculo que se opone a los propios intereses? O bien, más simplemente, ¿no será que nuestro deseo de conocer lo peor es la perversión favorita del amor?

Para algunos, esta curiosidad actúa como una fantasía funesta. Una vez tuve un paciente, un respetable oficinista al que en ningún otro sentido había jamás afectado la imaginación, que me confesó que mientras se acostaba con su esposa le gustaba verla mentalmente despatarrada felizmente bajo un montón de hidalgos hirsutos, de elegantes artilleros caribeños, de revoltosos enanos. Escandalízame, exige la fantasía, horrorízame. Para otros, se trata de una búsqueda real. He conocido parejas que se enorgullecían de la vergonzosa conducta del otro: cada uno de ellos seguía la pista de la locura del otro, de la vanidad del otro, de la debilidad del otro. ¿Qué era en realidad lo que buscaban? Alguna cosa, sin duda, que estaba más allá de lo que buscaban aparentemente. ¿Quizás una confirmación definitiva de que la humanidad misma está inevitablemente corrompida, de que la vida es ciertamente una chillona pesadilla soñada por un imbécil?

Yo amé a Ellen, y quise saber lo peor. Nunca la provoqué; actué cautelosa y defensivamente, según mi costumbre; ni siquiera le pregunté nada; pero quise saber lo peor. Ellen no me devolvió nunca esta caricia. Me apreciaba —siempre estaba automáticamente dispuesta a aceptar, como si fuese un asunto que no valiese la pena discutir, que me amaba— pero siempre pensaba, sin dudarlo, lo mejor de mí. Esa es la diferencia. Ni siquiera trató de buscar ese panel deslizante que da paso a la cámara secreta del corazón, la cámara en la que se guardan los recuerdos y los cadáveres. A veces uno encuentra el panel, pero no sabe cómo abrirlo; otras veces lo abre, pero la mirada sólo encuentra el esqueleto de una rata. Sin embargo, como mínimo le has echado una ojeada. Esa es la verdadera diferencia entre unas personas y otras: la que importa no es la que hay entre quienes tienen secretos y quienes no los tienen, sino la que separa a los que quieren saberlo todo y los que no. Yo afirmo que esta búsqueda es signo de amor.

Con los libros ocurre algo similar. No es exactamente lo mismo, claro (nunca hay nada que sea lo mismo); pero es similar. Si alguien disfruta la obra de un escritor, si vuelve la página aprobando lo que está leyendo pero no le importa que le interrumpan, significa que ese autor le gusta de un modo que no requiere reflexión. Seguro que es un buen hombre, da por supuesto el lector. Un tipo sano. ¿Y dicen que estranguló a toda una agrupación de lobatos y que tiró los cadáveres a un criadero de carpas para que se los comieran? Qué va, seguro que no es verdad: es un buen hombre, un tipo sano. Pero cuando sientes verdadero amor por un novelista, cuando tu vida depende del alimento que fluye gota a gota de su inteligencia, cuando quieres seguirle la pista y encontrarle —a pesar de los edictos que te conminan a hacer todo lo contrario—, nunca llegas a saber más de la cuenta. También buscas los vicios. ¿Conque una agrupación de lobatos, eh? ¿Cuántos fueron, veintisiete o veintiocho? ¿Y dicen que encargó que cosieran sus pañuelos del cuello para hacerse una colcha de retazos? ¿Y es verdad que cuando subía al cadalso iba citando versículos del Libro de Jonás? ¿Y que legó su estanque de carpas a la agrupación local de los Boy Scouts?

Ahí radica la diferencia. En el caso de un amante, de una esposa, cuando te enteras de lo peor —tanto si se trata de infidelidad como de falta de amor, de locura como de tendencias suicidas— casi te sientes aliviado. La vida es tal como yo me la imaginaba; ¿celebramos ahora esta decepción? Cuando amas a un escritor, el instinto te impulsa a defenderle. A eso me refería antes: es posible que la forma más pura y más constante de amor sea la del amor a un escritor. De modo que tu defensa comienza sin la menor dificultad. En todo este asunto, el dato más indudable es que la carpa es una especie en peligro de extinción, y todo el mundo sabe que el único alimento que las carpas están dispuestas a aceptar cuando el invierno ha sido especialmente crudo y la primavera empieza a ser lluviosa antes del día de St. Oursin es la carne de los lobatos. Desde luego que él estaba enterado de que por ese delito iban a ahorcarle, pero también sabía que la humanidad no es una especie en peligro de extinción, y de ahí sacó la conclusión de que veintisiete lobatos (¿o eran veintiocho?) más un autor de segunda fila (siempre fue un hombre ridículamente modesto en lo que se refiere a su propio talento) eran un precio trivial a cambio de lograr la supervivencia de toda una especie de peces. Hay que mirar las cosas con perspectiva: ¿necesitábamos tantos lobatos? Al fin y al cabo, se hubieran limitado a crecer y convertirse en Boy Scouts. Y por si alguien se encuentra todavía enfangado en el sentimentalismo, también se puede contemplar el asunto desde este otro punto de vista: el producto obtenido por la venta de entradas para visitar el estanque de carpas ya ha permitido a los Boy Scouts construir varios salones parroquiales en la comarca.

De modo que pueden seguir. Que me lean el memorial de agravios. Ya suponía que alguien lo haría, tarde o temprano. Pero que nadie olvide una cosa: no será la primera vez que Gustave se siente en el banquillo de los acusados. ¿De cuántos delitos se le acusa ahora?

1.
Que odiaba a la humanidad.

Sí, sí, claro. Siempre dicen lo mismo. Daré dos clases de respuestas. Primero, empecemos por lo esencial. Amaba a su madre: ¿no le basta a usted este dato para ablandar su tontorrón y sentimental corazón de hombre del siglo xx? Amaba a su padre. Amaba a su hermana. Amaba a su sobrina. Amaba a sus amigos. Admiraba a ciertos individuos. Pero sus afectos eran siempre específicos; no se los entregaba al primero que llegase. A mí me basta con eso. ¿Quiere usted más? ¿Quiere que «ame a la humanidad», que se folle a la raza humana? Pero si eso no significa nada. Amar a la humanidad significa tanto y tan poco como amar a las gotas de la lluvia o amar a la Vía Láctea. ¿Dice usted que ama a la humanidad? ¿Está seguro de que con eso no está intentando simplemente tranquilizar su conciencia por el método más sencillo, garantizarse a usted mismo que está al lado de los buenos?

En segundo lugar, aun suponiendo que odiase a la humanidad —o que se sintiera muy poco gratamente impresionado por ella, como preferiría expresarlo yo—, ¿se equivocaba? Es evidente que a usted sí que le impresiona gratamente la humanidad: la ve como una suma de ingeniosos sistemas de irrigación, pacientes esfuerzos de los misioneros y microelectrónica. Perdónele que él viese las cosas de otro modo. Es evidente que vamos a tener que discutir este asunto largo y tendido. Pero permítame primero, y brevemente, que cite las palabras de uno de sus sabios del siglo xx: Freud. Estará de acuerdo conmigo, supongo, en que no es un hombre que actuase de manera interesada. ¿Quiere que le diga cómo resumía él la opinión que le merecía la raza humana, diez años antes de su muerte? «En el fondo de mi corazón estoy irremediablemente convencido de que mis queridos prójimos, con unas pocas excepciones, son unos seres despreciables.» Esto dicho por alguien que según creencia de la mayoría de la gente, de la mayoría de los que hemos vivido durante este siglo, había comprendido mejor que nadie el corazón humano. ¿No resulta un poquitín turbador?

Pero, venga, ya es hora de que sea usted más concreto.

2.
Que odiaba la democracia
.

La
démocrasserie
, como la llamó él en una carta dirigida a Taine. ¿Qué prefiere usted, democrápula o democrasa? Es cierto que a Gustave le dejaba muy, pero que muy frío. Pero de eso no puede usted deducir que fuese partidario de la tiranía o de la monarquía absoluta o de la monarquía burguesa o del totalitarismo burocratizado o de la anarquía o de lo que sea. Su sistema referido de gobierno era el chino, el mandarinazgo; pero estaba perfectamente dispuesto a reconocer que las posibilidades de que este sistema fuese introducido en Francia eran remotísimas. ¿Cree usted que el mandarinazgo es un paso atrás? En cambio, le perdona a Voltaire que aceptara con tanto entusiasmo la monarquía ilustrada: ¿por qué no le perdona a Flaubert, un siglo después, que sintiera tanto entusiasmo por la oligarquía ilustrada? Como mínimo, no acarició esa infantil fantasía de algunos literatos: eso de que los escritores están mejor preparados que el resto de la gente para gobernar el mundo.

Esto es lo más importante: Flaubert creía que la democracia no era más que una fase en la historia de las formas de gobierno, y opinaba que el hecho de que diéramos por supuesto que era el mejor método para ejercer el dominio de unos hombres sobre los otros, no era más que una muestra de nuestra típica vanidad. Creía en —o, mejor dicho, pudo observar— la perpetua evolución de la humanidad, y en consecuencia la evolución de las formas sociales: «La democracia no es la última palabra de la humanidad, de la misma manera que tampoco lo fueron la esclavitud, el feudalismo o la monarquía.» La mejor forma de gobierno, aseguraba, es la que ya ha empezado a agonizar, porque significa que está cediéndole el paso a otra forma.

3.
Que no creía en el progreso
.

Cito al siglo xx en su defensa.

4.
Que no sentía el suficiente interés por la política
.

¿El
suficiente
interés? Entonces, usted admite al menos que la política le interesaba. Lo que está insinuando, con mucho tacto, es que no le gustaba lo que veía (correcto), y que si hubiese visto más cosas quizá hubiese terminado por pensar igual que usted en relación con esos asuntos (incorrecto). Quisiera decir dos cosas, la primera de las cuales la pondré en cursiva, ya que ésa parece ser su forma favorita de expresarse.
La literatura incluye a la política, pero no ocurre lo mismo al revés
. No es una opinión que esté muy de moda, ni entre escritores ni tampoco entre políticos, de modo que tendrá que disculparme. Los novelistas que piensan que sus escritos son un instrumento político degradan, me parece, la literatura y exaltan neciamente la política. No, no estoy diciendo que debería estarles prohibido que tuvieran opiniones políticas ni que hicieran declaraciones políticas. Sólo digo que a esa parte de su trabajo deberían llamarla periodismo. El escritor que imagina que la novela es la forma más eficaz de participar en política suele ser un mal novelista, un mal periodista y un mal político.

Du Camp seguía la política muy de cerca, Flaubert sólo lo hacía esporádicamente. ¿Cuál de los dos prefiere? El primero. ¿Y cuál de los dos era mejor escritor? El segundo. ¿Y cuáles eran sus ideas políticas? Du Camp acabó convirtiéndose en un aletargado reformista; Flaubert siguió siendo siempre un «liberal furioso». ¿Le sorprende? Es que aunque Flaubert hubiese dicho de sí mismo que era un reformista aletargado, yo estaría defendiéndole del mismo modo: qué vanidad tan curiosa es la que impulsa al presente a esperar que el pasado se amamante de él. EI presente vuelve la vista atrás para contemplar alguna figuras de un siglo anterior, y se pregunta, ¿estaba de nuestro lado? ¿Era de los buenos? Qué falta de confianza en uno mismo demuestra implícitamente esta actitud: el presente quiere, al mismo tiempo, adoptar una actitud paternalista con respecto al pasado adjudicándole sus propios criterios de aceptabilidad política, pero también sentirse adulado por ello, recibir unos golpecitos en la espalda, oír la voz del pasado diciéndole: «Sigue, muchacho, vas bien encaminado.» Si esto es lo que usted quiere decir cuando afirma que Monsieur Flaubert no tenía «el suficiente interés» por la política, sintiéndolo mucho tendré que decir que mi cliente se declara culpable.

BOOK: El loro de Flaubert
7.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Anarchist Book 3 by Jordan Silver
The House of the Laird by Susan Barrie
Gnomes of Suburbia by Viola Grace
Change of Plans by C.L. Blackwell
All Snug by B.G. Thomas
A Will and a Way by Maggie Wells