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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (21 page)

BOOK: El loro de Flaubert
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Me parece que se me ha metido alguna cosa en la oreja. Seguramente será un poco de cera. Permítame un momento, voy a apretarme la nariz con los dedos y soplaré un poco por los oídos.

14.
Que le obsesionaba el estilo
.

Empieza usted a chochear. ¿Aún cree que la novela se divide, como la Galia, en tres partes: Idea, Forma y Estilo? Si es así, me parece que todavía está usted dando sus primeros pasitos en el campo de la narrativa. ¿Quiere que le dé unas cuantas máximas que hay que aplicar a la escritura? Pues muy bien. La forma no es un sobretodo que se pone sobre la carne del pensamiento (una antigua comparación, que ya era vieja en tiempos de Flaubert), sino la carne del propio pensamiento. Es tan imposible imaginar una Idea sin Forma como una Forma sin Idea. En arte todo depende de la ejecución: la historia de un piojo puede ser más bella que la historia de Alejandro. Hay que escribir tal como se siente, asegurarse de que esos sentimientos son sinceros, y despreocuparse de todo lo demás. Cuando un verso es bueno, no pertenece a ninguna escuela. Una buena frase de prosa tiene que ser tan inmutable como un buen verso. Si tienes la suerte de escribir bien, siempre te acusan de que no tienes ideas.

Todas estas máximas son de Flaubert, con la excepción de una, que es de Bouilhet.

15.
Que no creía que el Arte tuviera una finalidad social
.

Pues no, no lo creía. Esto está empezando a resultarme agotador. “Tú provocarás la desolación —escribió George Sand—; yo, el consuelo.» A lo cual Flaubert contestó: «No puedo cambiar de ojos.» La obra de arte es una pirámide erigida en pleno desierto, inútilmente: los chacales se mean en su base, y los burgueses escalan su cúspide; desarrolle usted mismo esta comparación. ¿Quiére que el arte sirva para curar? Llame a la AMBULANCE GEORGE SAND. ¿Quiére que el arte diga la verdad? Llame a la AMBULANCE FLAUBERT: pero no se sorprenda si, al llegar, le pasa por encima de la pierna. Escuche lo que dice Auden: «La poesía no hace ocurrir nada.» No se imagine que el Arte es una cosa pensada para procurar a las personas un suave efecto estimulante, para darles un poco más de confianza en sí mismas. El Arte no es un
brassière
. Como mínimo, no lo es en el sentido que tiene esta palabra en inglés. Pero no olvide que, en francés,
brassière
significa chaleco salvavidas.

11

LA VERSION DE LOUISE COLET

Escuche ahora mi versión. Insisto. Mire, tómeme del brazo, así, y demos un paseo. Tengo muchas cosas que contarle; le gustarán. Seguiremos el
quai
, y cruzaremos ese puente —no, el otro y si le parece podríamos tomarnos un cognac en algún sitio, y no regresar hasta que se desvanezca la luz de las farolas de gas. ¿No me dirá que me tiene miedo, verdad? Entonces, ¿a qué viene esa expresión? ¿Cree que soy una mujer peligrosa? Bueno, en cierto modo podría decirse que su temor me adula; acepto el cumplido. Aunque quizá—…, ¿quizá sólo tiene miedo de lo que pueda contarle? Ah, pues en tal caso ya es un poco tarde para arrepentirse. Ya me ha tomado del brazo; no puede soltarlo. Al fin y al cabo, soy mucho mayor que usted. Tiene el deber de protegerme.

No me interesa la calumnia. Deje resbalar sus dedos hasta mi antebrazo, si así lo desea; sí, ahí está bien, ¿nota mi pulso? Esta noche no siento deseos de venganza. Algunos amigos me dicen, paga con la misma moneda, responde con mentiras a la mentira. Pero no siento deseos de hacerlo. Naturalmente, también yo he mentido; he —¿cuál es la palabra que más les gusta usar a los que son de su sexo?– intrigado. Pero las mujeres intrigan cuando son débiles, mienten por miedo. Los hombres intrigan cuando son fuertes, mienten por arrogancia. ¿No está usted de acuerdo? Hablo sólo por experiencia; quizá la suya sea diferente, lo admito. Pero, ¿se fija en lo tranquila que estoy? Estoy tranquila porque me siento fuerte. Y… ¿cómo? ¿Teme quizá que sí me siento fuerte pueda dedicarme a intrigar como haría un hombre en mi lugar? Por favor, las cosas no son tan complicadas.

Yo no tenía la menor necesidad de que Gustave hiciera acto de presencia en mi vida. Las cosas son como son. Yo tenía entonces treinta y cinco años, era guapa, tenía…, renombre. Había conquistado Aix primero, y luego París. Había ganado dos veces el premio de poesía de la Académie. Había traducido a Shakespeare. Víctor Hugo me llamaba hermana. Béranger me llamaba Muse. Y en mi vida privada: mi esposo era un hombre respetado en su profesión; mi…, protector era el filósofo más brillante de su época. ¿No ha leído a Víctor Cousin? Pues debería hacerlo. Era un pensador fascinante. El único que había comprendido de verdad a Platón. Y amigo de ese filósofo de ustedes, Mr. Mill. Y además, estaban —o estarían muy pronto— Musset, Vigny, Champfleury. No me jacto de mis conquistas; no me hace ninguna falta. Pero uted ya me entiende. Yo era la vela; él, la mariposa nocturna. La amante de Sócrates se dignó dirigir su mirada hacia este poeta desconocido. La presa atrapada no fue él, sino yo.

Nos conocimos en el estudio de Pradier. Yo supe comprender hasta qué punto era trivial esta circunstancia; él no, era incapaz. El estudio del escultor, la libertad de los comentarios, la modelo desnuda, la combinación del demi-m.onde con el tres-c.uartos-d.e monde. Para mí todo aquello era familiar (¡pero si muy pocos años antes había bailado allí mismo con un estudiante de medicina, un chico muy envarado que se llamaba Achille Flaubert!). Y, naturalmente, no había acudido allí como simple espectadora; tenía que posar para Pradier. ¿Y Gustave? No quiero parecer altiva, pero la primera vez que me fijé en él supe inmediatamente qué clase de sujeto era: un provinciano grandote y desgarbado, ansioso por penetrar en los círculos artísticos, y satisfecho de haberlo logrado. Conozco muy bien la forma de hablar propia de esa gente provinciana, esa mezcla de aplomo fingido y de miedo auténtico. «Ve al estudio de Pradier. Ya verás cómo te encuentras por allí con alguna actriz de segunda fila que estará dispuesta a ser tu amante y que, encima, hasta te estará agradecida.» Y el jovenzuelo de Toulouse, de Poitiers, de Burdeos o de Rouen, que todavía le tiene bastante miedo a lo que pueda ocurrirle en su proyectado viaje a la capital, empieza a sentirse imbuido de altanería y lujuria. Yo pude entenderlo, comprende, porque yo también nací en provincias. Yo había hecho el trayecto de Aix a París hacia doce años. Había recorrido un largo trecho; y me resultaba muy fácil reconocer en los demás las señales del viaje.

Gustave tenía veinticuatro años. La edad no me importa; lo único que me importa es el amor. No necesitaba que Gustave hiciera acto de presencia en mi vida. Si hubiese estado buscando un amante —reconozco que la fortuna de mi marido no estaba en su cénit, y que mi amistad con el Filósofo estaba atravesando una fase un poco turbulenta—, no habría elegido a Gustave. Pero los banqueros barrigudos se me atragantan. Además, ¿no es cierto que en este terreno nadie busca, nadie elige? Somos elegidos; un voto secreto e inapelable nos elige para el amor.

¿Que si no me sonrojo ante nuestra diferencia de edad? ¿Y por qué debería hacerlo? Ustedes, los hombres, son muy conformistas, muy provincianos, en los asuntos del amor; por eso nos vemos obligadas a adularles, a empujarles con nuestras mentirijillas. Y bien: yo tenía treinta y cinco años, y Gustave veinticuatro. Declaro que es así, y paso a otras cuestiones. Quizá usted no quiera cambiar de tema; en cuyo caso, contestaré esa pregunta que no se atreve a formularme. Si lo que desea es examinar la situación mental de una pareja que está dispuesta a comenzar unas relaciones de esa naturaleza, no hace ninguna falta que estudie mi actitud. Mire más bien la de Gustave. ¿Por qué? Le daré un par de fechas. Yo nací el día 15 de septiembre de 1810. ¿Se acuerda usted de aquella Madame Schlesinger de Gustave, la mujer que cicatrizó su joven corazón, la mujer con la cual todo proyecto estaba condenado al fracaso desde el primer momento, la mujer de cuyos inexistentes favores se jactaba él furtivamente, la mujer que fue la causa de que tapiara la cámara real de su corazón (¿se atreverá usted a acusar a las de nuestro sexo de imaginar vanos romances?)? Pues bien, esta Mme. Schlesinger también nació en septiembre de 1810. Ocho días después que yo. Es decir, el día 23. ¿Me comprende?

Me mira usted de una manera que me resulta familiar. ¿A que quiere preguntarme qué tal era Gustave como amante? Los hombres, bien lo sé, hablan de estas cosas con mucha vehemencia, con cierta actitud despectiva; como si estuviesen explicando cómo era el menú de su último banquete, como si lo describieran plato por plato. Fingiendo que adoptan la fría distancia del
gourmet
. Las mujeres son diferentes; como mínimo, los detalles, las debilidades en las que gustan de entretenerse cuando hablan de estas cosas, casi nunca son esos aspectos físicos que suelen deleitar a los hombres. Nosotras buscamos más bien los aspectos que nos hablan del carácter del varón, tanto si son buenos como si son malos. Los hombres buscan solamente los aspectos que les adulan. En la cama son muy vanidosos, mucho más que las mujeres. Fuera de la cama, tengo que reconocerlo, somos bastante más parecidos.

Porque es usted quién es, le voy a dar una respuesta más explícita; y también porque le estoy hablando de Gustave. El estaba siempre dando lecciones a los demás, hablándoles de la honradez del artista, de la necesidad de no hablar como los burgueses. De manera que, si ahora levantamos la sábana un poquitín, el único culpable es el.

Mi Gustave era apasionado, sí. No era nunca fácil —bien lo sabe Dios— convencerle para que nos viéramos; pero en cuanto estábamos juntos… Por numerosas que fueron las batallas en las que nos enzarzamos, jamás combatimos en el reino de la noche. En la noche, nos abrazábamos a la luz de los relámpagos; en la noche, se entrelazaban los fenómenos más violentos con la actitud más dulcemente juguetona. Un día trajo una botella de agua del Mississippi con la que, me dijo, tenía intención de bautizar mi pecho como señal de amor. Era un joven fuerte, y yo disfrutaba de esa fuerza: una vez firmó una de sus cartas: «Tu joven salvaje de Aveyron.»

Era víctima, naturalmente, de ese espejismo eterno de los jóvenes vigorosos, la creencia de que las mujeres miden la pasión por el número de veces que ellos son capaces de renovar su asalto en una sola noche. Bien, hasta cierto punto es así: ¿hay alguien que se atreva a negarlo? Resulta adulador, ¿no es cierto? Pero no es lo que más cuenta en último término. Y al cabo de un tiempo, esa actitud nos parece casi militar. Gustave tenía una forma especial de hablar de las mujeres con las que se lo había pasado bien. Recordaba por ejemplo a una prostituta de la Rue de la Cigogne a la que había frecuentado:

–A esa le disparé cinco veces —se jactó ante mí.

Así eran generalmente sus frases. A mí me parecían muy toscas, pero no me importaba: los dos éramos artistas, comprende. No obstante, me fijé en la metáfora. Cuantas más veces le disparas a alguien, más probable es que acabe muerto. ¿Es eso lo que buscan las mujeres? ¿Necesitan los hombres un cadáver como prueba de su virilidad? Sospecho que sí, y las mujeres, con la lógica de la adulación, se acuerdan de exclamar en el momento oportuno, «¡Me muero, me muero!», o algo parecido. Pero a menudo he comprobado que, después de un rato de amor, la inteligencia se me agudiza; que veo las cosas con más claridad; que me invade la poesía. De todos modos, ya sé que lo que menos me conviene es interrumpir a mi héroe con mis balbuceos; de modo que lo que hago es fingir que soy un cadáver satisfecho.

En el reino de la noche estábamos en armonía. Gustave no era tímido. Ni de gustos limitados. Yo era, sin la menor duda —no sé por qué tendría que fingir modestia—, la mujer más bella, la más renombrada, la más deseable de todas aquellas con las que se había acostado (si tuve alguna rival, fue una extraña fiera de la que le hablaré más adelante). Naturalmente, a veces él se ponía un poco nervioso ante mi belleza; en otras ocasiones se mostraba innecesariamente satisfecho de sí mismo. No me costaba entenderlo. Antes de mí sólo había habido prostitutas, claro,
grisettes
, y amigos. Ernest, Alfred, Louns, Max: la pandilla de estudiantes; así es como yo les veía. La fraternidad confirmada por la sodomía. No, quizá esto haya sido injusto; no sé exactamente quién, ni exactamente cuándo, ni exactamente qué; pero sí sé que Gustave jamás se cansaba de repetir
doubles ententes
en torno
a la pipe
. También sé que jamás se cansaba de mirarme cuando yo yacía tendida boca abajo.

Yo era diferente, comprende usted. Las prostitutas no eran nada complicadas; a las
grisettes
también se les tomaba el pelo fácilmente; los hombres eran diferentes: la amistad, por muy profunda que sea, tiene unos límites bien conocidos. ¿Y el amor? ¿Y la entrega? ¿Y la asociación, la igualdad? A Gustave le daban tanto miedo que no se atrevió a probar nada de todo eso. Yo era la única mujer por la que él sentía la suficiente atracción; y, por miedo, decidió humillarme. Creo que deberíamos compadecernos de Gustave.

Acostumbraba a enviarme flores. Flores especiales; el convencionalismo de un amante poco convencional. Una vez me mandó una rosa. La cogió una mañana en Croisset, de un seto de su jardín. «He depositado un beso en ella —me escribió—. Llévatela rápidamente a tus labios y luego ponla donde tú ya sabes… Adiós. Mil besos. Soy tuyo de la noche a la mañana, de la mañana a la noche.» ¿Quién hubiese podido resistirse ante tales sentimientos? Besé la rosa, y aquella noche, en la cama, la puse donde él deseaba que lo hiciese. Por la mañana, al despertar, los movimientos de la noche habían reducido la rosa a sus partes fragantes. Las sábanas olían a Croisset, ese lugar que yo no sabía aún que me sería prohibido; un pétalo se había metido entre dos dedos del pie, y tenía un leve arañazo en la cara interna de mi muslo derecho. Gustave, impulsado por su vehemencia y su torpeza, se olvidó de raspar el tallo de la rosa.

La siguiente flor no fue tan feliz. Gustave se fue a dar una vuelta a Bretaña. ¿Me equivoqué al armar tanto alboroto por aquello? ¡Tres meses! Nos conocíamos desde hacía menos de un año, todo París estaba al corriente de nuestra pasión, ¡y él decidió pasar tres meses en compañía de Du Camp! Hubiésemos podido ser, él y yo, como George Sand y Chopin; ¡aún más grandes! Pero Gustave se empeña en desaparecer durante tres meses con ese ambicioso ganimedes. ¿Hice mal armando todo aquel alboroto? ¿No era aquello un insulto directo, un intento de humillarme? Y sin embargo, cuando expresé en público mis sentimientos hacia él (no me avergüenzo de mi amor; ¿por qué iba a hacerlo? Era capaz de declararme en una estación de ferrocarril si me parecía necesario), fue él quien dijo que yo estaba humillándole. ¡Imagíneselo! Me arrojó lejos de sí. En la carta que me mandó antes de su partida, escribí sobre su hoja:
Ultima
.

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