Read El loro de Flaubert Online

Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (23 page)

BOOK: El loro de Flaubert
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Es cierto que amarle no era fácil. Tenía el corazón escondido, alejado; se avergonzaba de tenerlo, se hartaba de él. Una vez me dijo que el verdadero amor es capaz de soportar la ausencia, la muerte y la infidelidad; que los verdaderos amantes pueden pasar diez años sin verse. (Estas frases no me impresionaron; deduje simplemente que él se sentiría más a gusto si yo estaba lejos de él, si le era infiel o sí me moría.) Le gustaba envanecerse de que estaba enamorado de mí; pero jamás he conocido un amor tan poco impaciente. «La vida es como montar a caballo —me escribió una vez—. Antes me gustaba ir al galope; ahora prefiero ir al paso.» Cuando escribió eso no había cumplido aún los treinta años; había decidido ser viejo antes de hora. En cambio yo…, ¡yo prefería el galope, el galope! ¡El cabello al viento, la risa estallando en el fondo de los pulmones!

Su imaginación se sentía adulada cuando creía estar enamorado de mí; y creo que también le producía un placer no reconocido el anhelar constantemente mi carne y al mismo tiempo prohibirse siempre el obtenerla: negarse sus deseos le resultaba tan excitante como tolerárselos. Solía decirme que yo era menos mujer que las otras mujeres; que tenía carne de mujer y espíritu de hombre; que era un
hermaphrodite nouveau
, un tercer sexo. Me habló de esta necia teoría varias veces, pero en realidad sólo estaba diciéndosela a sí mismo: cuanto menos mujer me creyese, menos necesidad tendría de comportarse como un amante.

Al final acabé convencida de que lo que más buscaba en mí era un socio intelectual, una amante mental. Eran años en los que trabajaba denodadamente en su Bovary (aunque no tanto, quizá, como a él le gustaba decir) y al final de la jornada, como las liberaciones físicas le resultaban excesivamente complicadas podían traer consigo muchas cosas que no se sentía con fuerzas para dominar, prefería una liberación intelectual. Se sentaba a una mesa, tomaba unas cuantas hojas de papel de carta, y me utilizaba para descargarse. ¿No le parece aduladora esa imagen? No he pretendido que lo fuera. Ya han terminado los días en los que creía lealmente todas las falsedades que se contaban de Gustave. Por cierto, no me bautizó con agua del Mississippi; la única vez que nos enviamos una botella fue cuando yo le mandé un frasco de agua de Taburel para su calvicie.

Pero esto de ser amantes mentales no era fácil, se lo aseguro, tan poco fácil como nuestra relación sentimental. Gustave era tosco, difícil, matón y altanero; y a continuación era tierno, sentimental, entusiasta y amoroso. No conocía las reglas. No quiso conocer a fondo mis ideas, de la misma manera que tampoco quiso conocer a fondo mis sentimientos. Aunque, naturalmente, él lo sabía todo. Me informó de que mientras que él tenía mentalmente sesenta años, yo apenas si había cumplido los veinte. Me informó de que si bebía siempre agua y no probaba nunca el vino acabaría teniendo cáncer de estómago. Me informó de que debía casarme con Víctor Cousin. (Víctor Cousin, por su parte, opinaba que lo que debía hacer era casarme con Gustave Flaubert.)

Me envió sus obras. Me envió
Novembre
. Era flojo y mediocre; pero conseguí escribirle una carta de doce páginas hablándole de esa obra. Me envió la primera
Education sentimentale
; no me impresionó gran cosa, pero, ¿podía negarle mis alabanzas? Me regañó por haber dicho que me gustaba. Me envió su
Tentation de saint Antoine
; es una novela que admiré de verdad, y así se lo dije. El volvió a regañarme. Las partes de su obra que me habían gustado, me aseguró, eran las más fáciles de escribir; las alteraciones que le insinué cautelosísimamente no hubieran hecho, declaró, más que hacerle perder fuerza al libro. ¡Dijo estar «pasmado» ante «el excesivo entusiasmo» que demostré por la
Education!
Este es, pues, el modo en que un autor inédito y provinciano agradeció las palabras de alabanza que le dirigió una renombrada poetisa de París (de la que él decía estar enamorado). Mis comentarios sobre su obra sólo le sirvieron de pretexto para darme lecciones de Arte.

Naturalmente, yo sabía que era un genio. Siempre consideré que era un magnífico prosista. El subvaloró mi talento, pero eso no era motivo suficiente para que yo subvalorase el suyo. No soy como ese odioso Du Camp, que se enorgullecía afirmando que había sido amigo de Gustave durante muchísimos años, pero que siempre negó que fuera un genio. He estado en muchas cenas de esas en las que se discute sobre el talento de los contemporáneos, y en las que Du Camp, a medida que uno u otro mencionaba nuevos nombres, corregía con extrema cortesía la opinión generalizada. «Y bien, Du Camp —acababa sugiriendo alguno de los comensales, un poco impaciente—, ¿qué opinas entonces de nuestro querido Gustave?» Du Camp sonreía con aprobación y golpeaba las yemas de los cinco dedos de una mano contra las de la otra, a la manera de un juez mojigato. «Flaubert —contestaba, utilizando el apellido de Gustave de una forma que siempre me escandalizaba— es un escritor de méritos infrecuentes, pero la mala salud le impide ser un genio.» Cualquiera diría que estaba ensayando frases para sus memorias.

¡En cuanto a mi propia obra! Naturalmente, se lo mandaba todo a Gustave. Me dijo que tenía un estilo blando, descuidado, trivial. Se quejó de que usara títulos vagos y pretenciosos, y dijo que todo tenía un tufillo a marisabidilla. Me dio lecciones, como un maestro de escuela, sobre las diferencias que hay entre
saisir
y
s'en saisir
. La fórmula que utilizaba para alabarme era decir que escribía con la misma naturalidad con que una gallina pone huevos, o comentar, después de haber destruido una obra con sus críticas, «Todo lo que no he marcado me parece bueno o excelente». Me dijo que no escribiera con el corazón, sino con la cabeza. Me dijo que para que el cabello brillase hay que cepillarlo muchas veces, y que lo mismo puede decirse del estilo. Me dijo que no me metiera en mi obra, y que no poetizase las cosas (¡soy una poetisa!). Me dijo que yo amaba el Arte, pero que me faltaba la religión del Arte.

Lo que quería, claro está, era que escribiese de forma tan parecida a como escribía él como estuviera en mi mano. Es una vanidad que he notado a menudo en los escritores; cuanto más eminentes son, mayores probabilidades hay de que tengan una acentuada vanidad de este tipo. Creen que todo el mundo tendría que escribir como ellos: no tan bien como ellos, claro, pero sí de la misma forma. De la misma manera que las cordilleras quieren tener a su lado unas estribaciones.

Du Camp acostumbraba a decir que Gustave carecía por completo de sensibilidad para la poesía. No me satisface en lo más mínimo estar de acuerdo con él, pero lo estoy. Gustave nos daba lecciones de poesía a todos nosotros —aunque en general no siguiera sus propias ideas sino las de Bouilhet— pero no las entendía. Nunca escribió versos. Solía decir que quería que la prosa tuviese la misma fuerza y la misma altura que la poesía; pero de la sensación de que su proyecto tenía un requisito previo: cortarle las alas a la poesía. Quería que su prosa fuese objetiva, científica, desprovista de toda presencia personal, desprovista de opiniones; de manera que decidió que también había que escribir poesía de acuerdo con estos mismos principios. Ya me dirá usted cómo se puede escribir poesía amorosa de forma objetiva, científica e impersonal. Ya me lo dirá usted. Gustave desconfiaba de los sentimientos; le tenía miedo al amor; y elevó su neurosis a la categoría de credo artístico.

La vanidad de Gustave no era únicamente literaria. No sólo creía que los demás debían escribir como él, sino también que los demás debían vivir igual que él. Siempre me citaba aquella frase de Epícteto: Abstente, y Oculta tu Vida. ¡A mí! ¡Mujer,! poetisa, y poetisa del amor! Quería que todos los escritores llevasen oscuras vidas provincianas, que hiciesen caso omiso de los afectos naturales del corazón, que desdeñasen la fama, y que se pasaran horas y horas retirados, leyendo oscuros libros a la luz de una cansada vela. Pues bien, quizá sea ésta la forma más adecuada de cultivar la genialidad; pero también es el mejor modo de asfixiar el talento. Gustave no entendía que las cosas fueran así, no comprendía que mi talento necesitaba el momento fugaz, el sentimiento repentino, el encuentro inesperado; que se alimentaba, en una palabra, de la vida.

De haber sido capaz, Gustave me hubiese convertido en un ermitaña: la ermitaña de París. Siempre estaba aconsejándome que no viese a nadie; que no contestara la carta de Fulano; que no me tomase demasiado en serio a tal admirador; que no aceptara al conde X… como amante. Decía que con todo esto defendía mi obra, y que cada hora que me pasaba en sociedad era un hora que le robaba a mi trabajo. Pero mi método de trabajo era otro. No se puede ponerle un yugo a la libélula y pretender que haga girar la rueda del molino.

Naturalmente, Gustave negaba que fuese vanidoso. En uno de los libros de Du Camp —no recuerdo en cuál, siempre me parecieron demasiados— se habla de los efectos negativos que puede tener la excesiva soledad en el ser humano: decía de la soledad que era una mala consejera que cría con sus dos pechos a los gemelos del Egoísmo y la Vanidad. Como era de esperar, Gustave se lo tomó como si fuese un ataque personal. «¿Egoísmo? – me escribió en una carta—. Sea. Pero, ¿vanidad? No. El Orgullo es una fiera salvaje que vive en las cuevas y los desiertos; la Vanidad, en cambio, es como un loro que salta de rama en rama y parlotea a la vista de todos.» Gustave se imaginaba que era una fiera salvaje: le encantaba pensar que era un oso polar, remoto, silvestre y solitario. Yo acepté esta idea suya, y hasta le dije que era un búfalo salvaje de las praderas americanas; pero es posible que no fuera más que un loro.

¿Cree que soy demasiado severa con él? Yo le amé; y eso me da derecho a tratarle severamente. Escúcheme bien. Gustave despreciaba a Du Camp porque sabía que su amigo anhelaba obtener la
Légion d'honneur
. Pero unos cuantos años después se la otorgaron a él y la aceptó. Gustave menospreciaba el mundo de los salones. Hasta que la princesa Mathilde le invitó al suyo. ¿Había usted oído hablar de la factura de guantes que tuvo que pagar Gustave en la época en que se dedicaba a hacer cabriolas a la luz de los candelabros? Le debía dos mil francos a su sastre, y quinientos francos más por los guantes. ¡Quinientos francos! Pero, si por los derechos de su Bovary no cobró más que ochocientos francos… Para salvarle de sus acreedores, su madre no tuvo más remedio que vender algunas tierras. ¡Quinientos francos en guantes! ¿El oso blanco con guantes blancos? Qué va, qué va; más bien el loro enguantado.

Ya sé lo que se dice de mí; lo que han dicho los amigos de Gustave. Dicen que yo era lo suficientemente vanidosa como para creer que quizá llegaría a casarme con él. Pero lo cierto es que en sus cartas Gustave me describía cómo habría sido nuestra vida si nos hubiésemos casado. ¿Tanto me equivocaba al confiar en que podíamos llegar al matrimonio? También dicen que fui lo suficientemente vanidosa como para ir a Croisset y hacerle una escena en el umbral de su casa. Sin embargo, durante los primeros tiempos Gustave me decía muchas veces en sus cartas que pronto le visitaría en su casa. ¿Tanto me equivocaba al confiar en que podríamos llegar a casarnos? Dicen que fui lo suficientemente vanidosa como para suponer que algún día él y yo podíamos llegar a ser autores de alguna obra literaria conjunta. Y olvidan que una vez me dijo de una de mis historias que era una obra maestra, y que uno de mis poemas era capaz de conmover hasta a las piedras. ¿Tanto me equivocaba albergando esperanzas?

También sé perfectamente cuál será nuestro destino cuando ya nos hayamos muerto los dos. La posteridad se precipitará a sacar conclusiones: tal es su naturaleza. La gente se pondrá de parte de Gustave. A mí me entenderán demasiado aprisa; utilizarán mi generosidad en contra de mí misma y me despreciarán por haber tenido amantes; y dirán de mí que fui la mujer que, durante un breve período, estuvo a punto de impedir que fuesen escritos los libros que a ellos les gustan. Alguien —quizás el propio Gustave— quemará mis cartas; las de él (que he conservado con el mayor cuidado, aunque sea en contra de mis propios intereses) sobrevivirán, y servirán para confirmar los prejuicios de los que, debido a su pereza, son incapaces de entender nada. Soy una mujer, y también una escritora que ha gastado en vida todo el renombre que le había correspondido; y no espero apenas compasión ni comprensión por parte de la posteridad en esos dos terrenos. ¿Que si me importa? Naturalmente que sí. Pero esta noche no siento deseos de venganza. Baje otra vez los dedos hasta mi muñeca. Ahí; ya se lo había dicho.

12

DICCIONARIO DE TÓPICOS

por Geoffrey Braithwaite

ACHILLE

El hermano mayor de Gustave. Un hombre de aspecto taciturno, y largas barbas. Heredó su empleo y su nombre propio de su padre. Gracias a que Achille cargó con las expectativas familiares, Gustave quedó libre para entregarse al arte. Murió de un reblandecimiento del cerebro.

BOUILHET, LOUIS

La conciencia literaria de Gustave, y también su comadrona, su brújula, su testículo izquierdo, su doble. Su segundo nombre era Hyacinthe. Ese
Doppelgänger
de menor éxito que suelen necesitar todos los grandes hombres. Citar con leve desaprobación su galante observación ante una muchacha tímida: «Cuando se tiene el pecho plano, el corazón está más cerca.»

CARTAS

Imite a Gide, y diga que las cartas de Flaubert son una obra maestra. Imite a Sartre, y diga que constituyen un ejemplo perfecto de libre asociación desde un diván pre-f.reudiano. Luego, hágale caso a su propio olfato.

DU CAMP, MAXIME

Fotógrafo, viajero, ambicioso, historiador de París, académico. Escribía con plumilla de acero, mientras que Gustave siempre usaba plumas de ave. Hizo de censor de
Madame Bovary
para la
Revue de Paris
. Si Bouilhet es el alter ego literario de Gustave, Du Camp es su alter ego social. Después de haber mencionado en sus memorias la epilepsia de Gustave, se convirtió en proscrito del mundo literario.

EPILEPSIA

Estratagema que permitió a Flaubert el escritor sortear una carrera convencional, y a Flaubert el hombre sortear la vida. Lo importante es averiguar en qué nivel psicológico concibió esta táctica. ¿Eran sus síntomas un simple, aunque intenso, fenómeno psicosomático? Si se hubiese tratado sencillamente de epilepsia resultaría excesivamente trivial.

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