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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (17 page)

BOOK: El loro de Flaubert
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Ya se ve que tenía un día observador. Un billete de ida cuesta 35 francos. El viaje dura una hora menos un par de minutos; la mitad que en tiempos de Flaubert. La primera estación es la de Oissel; luego Le Vaudreil,
ville nouvelle
; Gaillon (Aubevoye) con su almacén de Grand Marnier. Musgrave insinuó que el paisaje de este tramo del Sena le recordaba el de Norfolk: «es más parecido al paisaje inglés que ningún otro rincón de Europa». El revisor golpea la jamba de la puerta con su taladro: metal contra metal, una orden que todo el mundo obedece. Vernon; luego, a la izquierda, el ancho Sena te conduce hasta Mantes.

El número 6 de la Place de la République era un solar en el que estaban construyendo un bloque de pisos; y ya exhibía la confiada inocencia del usurpador. ¿El Grand Cerf? Sí, claro, me han dicho en el tabac, aquel viejo edificio había estado en pie hasta hacía apenas un par de años. He vuelto a ese lugar para mirarlo otra vez. Todo lo que quedaba del Hôtel eran los dos altos postes de la puerta, separados unos diez metros más o menos. Los he mirado con desesperación. En el tren había sido incapaz de imaginarme a Flaubert (¿aullando como un perro impaciente? ¿gruñendo? ¿ardiente?) cuando hacía ese mismo viaje; ahora, en este punto de la peregrinación, los dos postes no ayudaban a que mi imaginación se introdujese en las acaloradas reuniones de Gustave y Louise. ¿Y por qué iba a ser de otro modo? Somos demasiado impertinentes con el pasado cuando contamos con él para que nos ayude a sentir un
frisson
. ¿Por qué tendría que jugar a lo que nosotros queremos?

He paseado malhumoradamente por la iglesia (Michelin, una estrella), he comprado un periódico, he tomado una taza de café, he leído la noticia del charcutero
fou d'amour
, y he decidido regresar en el primer tren. La calle que conduce a la estación se llama Avenue Franklin Roosevelt, aunque la realidad es bastante menos grandiosa que su nombre. A cincuenta metros del final, a la izquierda, he encontrado un restaurante. Le Perroquet. Afuera, en la acera, un loro de madera calada con plumaje verde chillón sostenía la carta con el pico. El edificio tiene una de esas fachadas con adornos de madera que declaran más años de los que en realidad han cumplido. No sé si pudo haber existido en tiempos de Flaubert. Pero sí sé una cosa. A veces el pasado es como un cerdo engrasado; a veces, como un oso en su guarida; y a veces el simple vislumbre de un loro, un par de ojos guasones que te miran centelleantes desde el bosque.

9. Los trenes apenas aparecen en la narrativa de Flaubert. Esto no es una demostración de prejuicios, sino de precisión: la mayor parte de la acción de sus obras se desarrolla antes de que los peones y los ingenieros ingleses cayeran sobre Normandía.
Bouvard et Pécuchet
llega a entrar en la era del ferrocarril, pero, quizá sorprendentemente, ninguno de estos dos porfiados copistas llegó a ver publicada su opinión sobre el nuevo método de transporte.

Sólo hay trenes en
L'Education sentimentale
. Aparecen mencionados en primer lugar como tema de conversación no muy interesante en una velada de los Dambreuse. El primer tren de verdad, y el primer viaje de verdad, no llegan hasta la Segunda parte, Capítulo tercero, cuando Frédéric va a Creil con la esperanza de seducir a Mme. Arnoux. Dada la benevolente impaciencia de este viajero, Flaubert confiere a la excursión un aprobador lirismo: verdes llanuras, estaciones que se deslizan junto a las ventanillas como pequeños decorados de teatro, y el humo de la locomotora que lanza siempre hacia el mismo lado penachos de humo que primero bailan un rato sobre la hierba para después desaparecer. Hay varios viajes más en tren a lo largo de la novela, y los pasajeros parecen bastante contentos; como mínimo, no hay ninguno que aúlle de aburrimiento como un perro olvidado. Y aunque Flaubert tachó agresivamente el verso de La Paysanne en la que Mme. Colet hablaba del humo que se deslizaba sobre el horizonte, esto no borró de su propio paisaje (Tercera parte, Capítulo cuarto) «el humo de una locomotora se extendía horizontalmente, al pie de las colinas cubiertas de follaje, como una gigantesca pluma de avestruz cuya ligera punta se desvanecía continuamente».

Sólo en un lugar podemos detectar su opinión personal. Pellerin, el miembro del grupo de amigos de Frédéric que es artista, y que es una especialista en teorías completas y bocetos incompIetos, termina por fin uno de sus infrecuentes cuadros totalmente acabados. Flaubert se permite una broma personal: «Representaba a la República, al Progreso o la Civilización, en la figura de Jesucristo, conduciendo una locomotora a través de un bosque virgen.»

10. La penúltima frase pronunciada por Flaubert en su vida, en un momento en el que sentía vértigo pero no estaba en absoluto alarmado: «Me parece que voy a tener una especie de síncope. Es una suerte que me haya ocurrido hoy. Mañana, en el ferrocarril, hubiera sido horriblemente fastidioso.»

11. Hasta los topes. Croisset, hoy. La enorme fábrica de papel llevaba su vida agitada en el lugar que ocupó antaño la casa de Flaubert. Entré; me dijeron que estaban encantados de mostrarme las instalaciones. Estuve mirando los pistones, el vapor, las tinas y las cubetas descendentes: tantísima humedad para producir una cosa tan seca como el papel. Le pregunté a mi guía si fabricaban la clase de papel que se usa para los libros; ella me dijo que fabricaban papel de todas las clases. Comprendí que la visita no sería muy sentimental. Por encima de nuestras cabezas, un gran tambor de papel, de unos seis metros de anchura, avanzaba lentamente por una cinta transportadora. Parecía desproporcionado en aquel lugar, algo así como una escultura pop a una escala provocativamente enorme. Comenté que parecía un rollo gigante de papel higiénico; mi guía confirmó que era exactamente eso.

En el exterior de la estruendosa fábrica tampoco reinaba la quietud. Pasaban enormes los camiones por la carretera que antaño fue el camino para los caballos que remolcaban las barcazas; los martinetes repicaban a ambas orillas del río; cada barco que pasaba se sentía obligado a hacer sonar su sirena. Flaubert afirmaba que Pascal había visitado la casa de Croisset en una ocasión; y una tenaz leyenda local sostenía que el Abbé Prévost había escrito
Manon Lescaut
aqui. Hoy en día ya no queda nadie que repita esas ficciones; ni nadie tampoco que se las crea.

Caía una hosca lluvia de las típicas de Normandía. Pensé en la silueta del caballo en la orilla opuesta; en el chapoteo de los pescadores de anguilas. ¿Era posible que todavía viviesen anguilas en esta triste vía comercial? Si quedase alguna, lo más seguro es que supiera a diesel y detergente. Desvié la mirada río arriba, y de repente lo vi, achaparrado y tembloroso. Un tren. Ya había visto las vías con anterioridad, entre el agua y la carretera; con la lluvia, ahora estaban relucientes y satisfechas. Había supuesto, sin pensarlo casi, que servían para transportar de un lado a otro las grúas del muelle. Pero no: ni siquiera ha podido librarse de esto. EI tren de mercancías estaba detenido a unos doscientos metros, dispuesto a pasar junto al pabellón de Flaubert. Seguro que, cuando Ilegase a su altura, silbaría descaradamente; seguramente transportaba venenos, clisobombas y tartas
à la crème
. O bien material para químicos y matemáticos. No quise ver ese terrible momento (a veces, la ironía llega a ser cruel e implacable). Subí al coche y me fui de allí.

9

LOS APOCRIFOS DE FLAUBERT

No es lo que construyen. Sino lo gue derriban.

No son las casas. Sino los espacios entre las casas.

No son las calles existentes. Sino las calles que ya no existen.

JAMES FENTON

Pero también lo que no construyeron. Las casas que soñaron y esbozaron. Los bruscos bulevares de la imaginación; ese sendero que nunca fue recorrido, el que brinca por entre las casitas empingorrotadas; el
cul-d.e-s.ac trompe-l.'oeil
que te engaña haciéndote creer que entras en una elegante avenida.

¿Importan los libros que los escritores no llegan a escribir? Es fácil olvidarlos, dar por supuesto que la bibliografía apócrifa sólo puede contener ideas malas, proyectos justamente abandonados, embarazosas intuiciones iniciales. No tendría por qué ser así: las ideas iniciales suelen ser las mejores, y menos mal que luego son animosamente rehabilitadas por las terceras ideas tras haber sido estropeadas por las segundas. Además, una idea no siempre acaba siendo abandonada debido a que no ha podido pasar una prueba de calidad. La imaginación no produce de forma anual como los frutales. El escritor tiene que aprovechar todo lo que encuentra: a veces, más cosas de la cuenta; otras, poquita cosa; y otras, nada de nada. Y en los años de superabundancia siempre hay en algún frío y oscuro desván, algún cajón que el escritor visita de vez en cuando; y sí, vaya hombre, mientras él estaba trabajando con tesón en la planta baja, arriba en el desván siguen esas pieles arrugadas, esos avisos de alarma, un repentino hundimiento pardo y el retoñar de los copos de nieve. ¿Qué puede hacer el escritor con todo eso?

En el caso de Flaubert, los apócrifos proyectan una segunda sombra. Si el momento mejor de su vida fue una visita al burdel que terminó en fracaso, es posible que el mejor momento de su escritura fuese el de la llegada de esa idea para un libro que no llegó a escribir jamás, que nunca quedó mancillado con una forma definitíva, que jamás tuvo que ser expuesto a miradas menos cariñosas que la de su autor.

Naturalmente, ni siquiera las obras publicadas son inmutables: ahora podrían tener otro aspecto si Flaubert hubiese tenido el tiempo y el dinero suficientes como para ordenar su legado literario. Habría terminado
Bouvard et Pécuchet
;
Madame Bovary
podría haber sido suprimida (¿nos tomamos muy en serio la petulancia con que Gustave se refiere a la despótica fama del libro? Sí, un poco en serio); y
L'Education sentimentale
habría podido tener un final diferente. Du Camp registra la decepción que sintió su amigo ante la desgracia histórica que padeció esta novela: un año después de su publicación comenzó la guerra franco-p.rusiana, y a Gustave le pareció que la invasión y la
débâcle
de Sedan hubiesen proporcionado una conclusión grandiosa, pública e irrebatible para un libro que pretendía seguir la písta del fracaso moral de una generación.

«Imagina —afirma Du Camp que le dijo— el capital que habría podido extraerse de ciertos incidentes. He aquí, por ejemplo, uno de calibre excelente. Ya se ha firmado la capitulación, el ejército ha sido capturado, el Emperador, hundido en un rincón de su coche, tiene una expresión sombría; fuma un cigarrillo para disimular, y aunque en su interior ha estallado una tormenta, trata de parecer impasible. A su lado están sus ayudantes de campo y un general prusiano. Todos permanecen en silencio, todos bajan la vista; hay dolor en todos los corazones.

»La procesión queda detenida, en un lugar donde se cruzan dos carreteras, porque aparece una columna de prisioneros vigilados por unos ulanos, que llevan su chapska colgada sobre una oreja, y cabalgan con la lanza en ristre. Es necesario detener el coche ante esa marea humana, que avanza rodeada de una nube de polvo enrojecido por los rayos del sol. Los prisioneros caminan arrastrando los pies y con los hombros caídos. La mirada lánguida del Emperador contempla la muchedumbre. Qué forma tan extraña de pasar revista a sus tropas. Piensa en antiguas revistas, en el redoble de los tambores, en los estandartes que se inclinan para saludarle, en sus generales engalanados con oros y encajes, saludándole con sus sables, mientras la guardia grita, «Vive l'Empereur!"

»Un prisionero le reconoce y le saluda, y luego ocurre lo mismo con otro, y otro.

»De repente un zuavo abandona las filas, alza el puño y grita, «¡Ah! ¡Con que estás ahí, villano…! ¡Tú nos has conducido a la ruina!"

»A continuación diez mil soldados le insultan a gritos, agitan amenazadoramente los brazos, se encaraman al coche y pasan a su lado como un torbellino de maldiciones. El Emperador sigue permaneciendo inalterable, sin hacer ninguna señal ni pronunciar palabra, pero, por dentro, está pensando, «¡Y éstos son los hombres a los que antes llamaban mi Guardia Pretoriana!»

»Bien, ¿qué te parece esta situación? ¿No crees que tiene mucha fuerza? ¡Qué escena tan emocionante como punto final para mi
Education
! No logro consolarme por el hecho de no haber podido incluirla.»

¿Deberíamos lamentar que nos hayamos perdido un fin así? ¿Y cómo podríamos calibrarlo? Es probable que, al parafrasearlo, Du Camp lo empobreciera, y antes de la publicación se habrían producido numerosas alteraciones flaubertianas. Su atractivo no puede estar más claro: una culminación en tono
fortissimo
, una conclusión pública para el fracaso particular de una nación. Pero, ¿necesita el libro un final así? Después de 1848, ¿necesitamos además que nos cuenten lo ocurrido en 1870? Es mejor que la novela termine con el desencanto; es mejor tener los recuerdos en tono menor de los dos amigos que un arrebatador cuadro académico.

En cuanto a los apócrifos propiamente dichos, seamos sistemáticos:

1
Autobiografía
. «Un día, si llego a escribir mis memorias —lo único que seré capaz de llegar a escribir bien, si me pongo— tú ocuparás en ellas un lugar, ¡y qué lugar! Porque tú has abierto en mi existencia una anchísima brecha." Gustave escribe esta frase en una de sus primeras cartas a Louise Colet; y durante un período de siete años (1846–1.853) seguirá refiriéndose de vez en cuando a su proyecto de autobiografía. Luego anuncia oficialmente que abandona ese plan. Pero, ¿llegó alguna vez a ser algo más que el proyecto de un proyecto? Uno de los estereotipos más fáciles de usar en la seducción literaria es eso de «te sacaré en mis memorias». Archívese la frase junto a: «Te sacaré en mi película», «Te inmortalizaré sobre un lienzo», «Puedo ver perfectamente tu cuello en mármol», etc., etc.

2
Traducciones
. Más que apócrifos estrictamente hablando, obras perdidas; pero aquí deberíamos anotar: a) La traducción de
Madame Bovary
por Juliet Herbert, supervisada por el novelista, que la calificó de «obra maestra»; b) la traducción a la que se refiere en una carta de 1844: «He leído el
Candide
veinte veces. Lo he traducido al inglés…» Esto no suena a ejercicio de colegial: más bien a ejercicio de aprendizaje que se hubiese impuesto a sí mismo. A juzgar por la utilización que hace dispersamente del inglés en su correspondencia, la traducción añadía, de forma no intencionada, una capa más de humor a las intenciones del original. Ni siquiera era capaz de copiar con exactitud los nombres de los lugares: en 1866, cuando está tomando notas sobre los azulejos de Minton en el museo de South Kensington, convierte Stoke-u.pon-T.rent en «Stroke-u.pon-T.rend».

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