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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (15 page)

BOOK: El loro de Flaubert
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6a. Prohibición para las escenas en las que ocurre una relación carnal entre un ser humano y un animal. La mujer y la marsopa, por ejemplo, cuya tierna cópula simboliza una ple reparación de los tenues hilos de telaraña que antiguamente vinculaban entre sí, de forma maravillosamente pacífica, a todos los seres vivos. De eso nada.

b. Nada de escenas en las que la relación carnal se desarrolla entre hombre y mujer (a la manera marsupial, podríamos decir) en la ducha. Lo digo por motivos en principio estéticos, pero también facultativos.

7. Prohibidas las novelas que traten de pequeñas, y hasta ahora olvidadas, guerras en los confines del Imperio Británico, a lo largo de cuyo detallado desarrollo nos enteramos de que, en primer lugar, el británico medio es un ser malvado; y, en segundo, que la guerra es un asunto verdaderamente horrible.

8. Prohibidas las novelas en las que el narrador, o cualquiera de los personajes, sea identificado simplemente por la letra inicial. ¡Todavía hay quien lo sigue haciendo!

9. No se permitirá que se escriban novelas que en realidad tratan de otras novelas. Se prohibirán las «versiones modernas», las reelaboraciones, las secuelas y precuelas. Quedarán prohibidos los finales imaginativos de las novelas que su autor dejó sin terminar a su muerte. En lugar de eso, se les proporcionará a todos los escritores un dechado en lanas de colores, para que lo cuelguen en la repisa de su chimenea. Y que dirá lo siguiente: Que cada cual teja su propia labor.

10. Habrá una prohibición de veinte años para el tema de Dios; mejor dicho, para toda utilización alegórica, metafórica, alusiva, entre bastidores, imprecisa y ambigua de Dios. El jardinero barbudo que se pasa el día cuidando el manzano; el sabio y el viejo lobo de mar que jamás se precipita a la hora de emitir juicios; el personaje al que se nos presenta sólo a medias, pero que a la altura del Capítulo cuarto ya nos empieza a dar escalofríos… Todos ellos tendrán que quedar encerrados en el armario. Sólo se permite la aparición de Dios en forma de una divinidad verificable que se enfada lo suyo ante las transgresiones humanas.

De modo que, ¿cómo cree el lector que captamos el pasado? ¿Queda mejor enfocado a medida que se aleja de nosotros? Hay quienes dicen que sí. Sabemos más cosas, descubrimos nuevos documentos, utilizamos luces infrarrojas para leer lo que está tachado en las cartas, y nos libramos de los prejuicios contemporáneos; y, de este modo, acabamos entendiéndolo mejor. ¿Es así? No lo sé. Por ejemplo, la vida sexual de Gustave. Durante muchos años se dio por supuesto que el oso de Croisset sólo quebrantaba su osez con Louise Colet: «el único episodio sentimental de importancia en toda la vida de Flaubert», como declaró Faguet. Pero luego se descubrió el caso de Elisa Schlesinger: la cámara real cerrada con una pared de ladrillos en el corazón de Flaubert, el fuego que arde lentamente, la pasión adolescente que nunca fue consumada. Luego aparecen más cartas, y los diarios egipcios. Es una vida que empieza a rezumar actrices por todas partes; se anuncia el desfloramiento de Bouilhet; el propio Flaubert admite que le gustaban los muchachos de las casas de baños que conoció en El Cairo. Finalmente vemos la forma completa de su carnalidad; es ambi-s.exual, omniexperimentado.

Pero no hay que ir tan aprisa. Sartre declara que Gustave no fue nunca homosexual; simplemente, un hombre de psicología pasiva y femenina. El aparte con Bouilhet no fue más que una chanza, el borde exterior de una amistad masculina muy intensa: Gustave no cometió en toda su vida ningún acto homosexual. El dice que lo cometió, pero eso no es más que una baladronada: Bouilhet le pidió que le contase anécdotas salaces de su estancia en El Cairo, y Flaubert se las proporcionó. (¿Nos convence este razonamiento? Sartre acusa a Flaubert de confundir sus deseos con la realidad. ¿No podríamos acusar a Sartre de lo mismo? ¿Acaso no prefería Sartre que Flaubert fuera un burgués tembloroso, que bromeaba en la frontera de un pecado que tenía miedo de cometer, en lugar de ser un hombre temerario, un subversivo que cedía a sus menores caprichos?) De pasada, también nos vemos animados a cambiar la opinión que nos habíamos formado de Mme. Schlesinger. Actualmente, los flauberistas creen en general que esa relación llegó a consumarse: o bien en 1848 o, con mayores probabilidades, durante los primeros meses de 1843.

El pasado es un horizonte costero que se va alejando paulatinamente, y todos vamos en el mismo barco. En la barandilla de popa hay una fila de telescopios; cada uno de ellos da una imagen enfocada de la costa desde determinada distancia. Si el mar está en calma, uno de los telescopios estará siempre en funcionamiento; y parecerá que cuenta toda la verdad, la verdad inmutable. Pero sólo se trata de una ilusión; y cuando el barco empieza a balancearse de nuevo, volvemos a nuestra actividad normal: corremos de un telescopio a otro, vemos como la imagen precisa se emborrona en uno de ellos, esperamos que la confusión que vemos por otro vaya disipándose. Y cuando se disipa la confusión, imaginamos que hemos sido nosotros mismos los que hemos conseguido el milagro.

¿No está el mar más en calma que el otro día? Y además el barco navega rumbo al norte, hacia la luz que vio Boudin. ¿Qué piensan de este viaje los que no son británicos, qué piensan ellos cuando navegan hacia el país del
embarrassment
y el
breakfast
? Hacen, nerviosos, chistes sobre la niebla y el
porridge
? A Flaubert le pareció que Londres era una ciudad que daba miedo; insalubre, declaró, y un lugar en el que no había modo de encontrar un
pot-a.u-f.eu
. Por otro lado, Gran Bretaña era la patria de Shakespeare, de las ideas claras y de la libertad política, el país que recibió a Voltaire y al que huiría Zola.

Y bien, ¿qué es este país? El primer barrio bajo de Europa, como dijo no hace mucho tiempo uno de nuestros poetas. Más bien habría que decir que es el primer hipermercado europeo. Voltaire alabó nuestra predisposición comercial, y la ausencia de esnobismo, que permitía que los hijos de los aristócratas campesinos se dedicasen a los negocios. Ahora llegan, para excursiones de un solo día, viajeros procedentes de Holanda y Bélgica, de Alemania y Francia, animados por la debilidad de la libra y ansiosos por entrar en Marks Spencer. EI comercio, declaró Voltaire, es la base sobre la que se construyó la grandeza de nuestra nación; y ahora es lo único que nos salva de la bancarrota.

Cuando salgo en mi coche del transbordador, siempre siento deseos de pasar por el sector rojo. Nunca llevo productos libres de impuestos en cantidades superiores a los límites establecidos; jamás he importado plantas, perros, drogas, carne sin cocinar ni armas de fuego; y, no obstante, siempre me sorprendo con deseos de girar el volante y dirigirme al sector rojo. Siempre me da la sensación de que lo que estoy haciendo es admitir que, a mi regreso del continente, no llevo encima ninguna cosa que sirva para demostrar que he estado allí. ¿Quiere leer esto, por favor? Sí. ¿Lo ha entendido? Sí. ¿Tienes algo que declarar? Sí, querría declarar que soy portador de una leve gripe francesa, una peligrosa afición a Flaubert, un gusto infantil por los rótulos de las carreteras francesas, y un apasionamiento por la luz que se ve cuando se mira hacia el norte. ¿Hay que pagar derechos de aduanas por alguna de esas cosas? Pues tendrían que cobrarlos.

Oh, y además llevo este queso. Un Brillat-S.avarin. El tipo que viene detrás de mí también trae uno. Ya le he dicho que siempre hay que declarar el queso cuando se pasa por la aduana. Le he dicho que diga
cheese
.

Espero que no esté pensando el lector que pretendo mostrarme enigmático, por cierto. Si resulto irritante, probablemente sea porque me siento turbado; ya he dicho que no me gusta la idea de mostrarme del todo. Pero la verdad es que estoy haciendo esfuerzos por facilitarle las cosas. Nada más fácil que confundir; nada más difícil que la claridad. Es más sencillo no escribir una canción que escribirla. No rimar es más fácil que rimar. No quiero decir con esto que el arte debería resultar tan claro como las instrucciones de un paquete de semillas; lo que quiero decir es que confiamos mucho más en el que nos confunde cuando sabemos que está tratando deliberadamente de no ser lúcido. Confiamos en Picasso desde el primer hasta el último momento porque sabemos que era capaz de dibujar como Ingres.

Pero, ¿cuáles son las cosas que nos resultan útiles? ¿Cuáles las que necesitamos saber? No todas. La totalidad confunde. También confunde lo que es demasiado directo. El retrato de frente que te mira a los ojos acaba por hipnotizarte. Flaubert mira generalmente, tanto en los retratos como en las fotografías, hacia un lado. Desvía la mirada para que no se la veamos; y también porque lo que ve por encima de nuestro hombro le interesa más qué nuestro hombro.

Las informaciones directas crean confusión. Ya he dicho mi nombre: Geoffrey Braithwaite. ¿Ha servido de algo? Un poco: como mínimo, siempre es mejor que «B» o «G» o «el hombre» o «el comedor de quesos». Y si usted no me hubiera visto, ¿qué habría deducido de mi nombre? Varón de clase media, que trabaja en alguna profesión liberal; quizá abogado; vecino de alguna región de pinos y brezos; traje de tweed blanco y negro; bigotillo que insinúa —quizá de forma fraudulenta— un pasado militar; esposa sensible; algún rato de vela los fines de semana; más partidario de la ginebra que del whisky; ¿y así sucesivamente?

Soy —fui— médico, miembro de la primera generación de la clase de los profesionales; ya lo ve, no hay bigote, aunque tengo un pasado militar que los hombres de mi edad no pudimos evitar; vivo en Essex, el condado con menos carácter, y por lo tanto el más grato, del sudeste de Inglaterra; no bebo ginebra, sino whisky; no uso trajes de tweed; y no me gusta la vela. Casi acierta, pero, tal como ha podido comprobar, no acertó del todo. En cuanto a mi esposa, no era una mujer sensata. Ese sería uno de los últimos calificativos que nadie podría utilizar para describirla. Ya he dicho que existe la costumbre de inyectar los quesos suaves a fin de evitar que maduren con demasiada rapidez. Pero siempre acaban madurando; su naturaleza es así. Los quesos duros resisten. Ambos enmohecen.

Tenía intención de poner una foto mía en la primera página del libro. No era por vanidad; simplemente, por ayudar un poco. Pero la verdad es que era una foto antigua, de hace diez años. No tengo ninguna más reciente. Esto es una cosa que el lector comprobará por sí mismo: a partir de cierta edad, la gente ya no te saca fotos. Mejor dicho, sólo te sacan fotos cuando se celebra algún acontecimiento: cumpleaños, bodas, Navidad. Un tipo sonrojado y alegre que alza la copa entre los amigos y parientes: ¿es real esa prueba, merece alguna confianza? ¿Qué hubieran revelado las fotos del vigésimo quinto aniversario de mi matrimonio? No habrían revelado la verdad, desde luego; de modo que lo mejor es, probablemente, que jamás llegaran a ser sacadas.

Caroline, la sobrina de Flaubert, dice que hacia el final de su vida Gustave se lamentaba de no haber tenido esposa y familia. Pero lo cierto es que cuenta la conversación de forma muy resumida. Estaban caminando los dos a la orilla del Sena, después de haber ido a visitar a unos amigos. «Ellos sí que han sabido hacer las cosas", me dijo, refiriéndose a esa familia, con sus hijos honestos y encantadores. "Sí —repitió gravemente para sí—, ellos han sabido hacer las cosas." En lugar de interrumpir sus pensamientos, permanecí silenciosa a su lado. Este fue uno de nuestros últimos paseos.»

A mí me hubiera gustado que Caroline hubiese interrumpido sus pensamientos. ¿Lo dijo en serio? ¿Deberíamos tomar esta frase como algo más que la simple perversidad refleja del hombre que soñaba en Egipto cuando estaba en Normandía, y en Normandía cuando estaba en Egipto? ¿Hacía algo más que elogiar sencillamente el encanto de la familia que acababa de visitar? Al fin y al cabo, si hubiese deseado elogiar la institución matrimonial en sí, hubiese podido volverse hacia su sobrina para lamentar la soledad de su vida diciendo algo así como: «Tú sí que has sabido hacer las cosas.» Pero no lo hizo, naturalmente; porque ella no había sabido hacer las cosas. Se casó con un cobarde que acabó en la quiebra, y cuando Caroline trató de salvar a su esposo acabó arruinando a su tío. El ejemplo de Caroline es sumamente instructivo: sombríamente instructivo para Flaubert.

El padre de Caroline había sido tan cobarde como luego lo fue su marido; Gustave tuvo que suplantarle. En sus
Souvenirs intimes
, Caroline recuerda el día en que su tío regresó de Egipto, cuando ella era una muchacha: aparece una noche de improviso, la despierta, la saca de la cama, estalla en una carcajada porque el camisón que lleva le parece muy largo, y le da un par de besazos en las mejillas. El acaba de entrar y tiene el bigote frío y húmedo del rocío. Ella se asusta, y siente un gran alivio cuando por fin la deja en el suelo. ¿Qué es esto sino una versión estereotipada del alarmante regreso a casa del padre ausente; el regreso de la guerra, de los negocios, del extranjero, de la amante, del peligro?

El la adoraba. En Londres la llevó a ver la Great Exhibition; esta vez a Caroline le gustó estar en sus brazos, que la protegían de la multitud atemorizadora. Él le enseñó historia: la historia de Pelopidas y Epaminondas; le enseñó geografía, sacando una pala y un balde lleno de agua al jardín, en donde construyó para ella instructivas penínsulas, islas, bahías y promontorios. A Caroline le encantó vivir su infancia a su lado, y el recuerdo de esa felicidad sobrevivió a pesar de los infortunios de su vida de adulta. En 1930, cuando Caroline contaba ochenta y cuatro años, conoció a Willa Carther en Aix-l.es-B.ains, y recordó ante ella las horas pasadas hacía ochenta años en una alfombra de un rincón del estudio de Gustave; él trabajaba, y ella leía, observando un silencio estricto del que, sin embargo, se sentía orgullosa. «Cuando estaba tendida en su rincón, a Caroline le gustaba pensar que estaba encerrada en una jaula con un animal salvaje y peligroso, un tigre, un león o un oso, que había devorado ya a su guardián y que estaba dispuesto a saltar sobre el primero que abriese la puerta pero con el que ella se sentía orgullosamente segura, según afirmó sonriente.»

Pero después se presentaron las necesidades de la madurez. Él le dio malos consejos, y Caroline se casó con un cobarde. Luego se convirtió en una esnob; sólo pensaba en el mundo de los elegantes; y por fin intentó echar a su tío de la mismísima casa en la que le habían sido introducidas en el cerebro las cosas más útiles que sabía.

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