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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (6 page)

BOOK: El loro de Flaubert
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–No sé si me explico, pero es que me parece que en cierto sentido estamos en deuda con esa gente.

Quizá yo simpaticé menos de lo esperado con su triste suerte. Pero, ¿acaso puede alguien modificar el funcionamiento de la fortuna? Al fin y al cabo, y por una vez, la fortuna estaba de mi parte. Pedí mi cena apresuradamente, pues casi no me importaba comer una cosa u otra; Ed estudió la carta como si fuera Verlaine, el día en que alguien le invitaba a comer de verdad por vez primera en varias semanas. Escuchar los tediosos lamentos de Ed, y verle consumir al mismo tiempo aquel plato de salmonetes, terminó por agotar mi paciencia; pero no hizo disminuir en absoluto mi excitación.

–Bien —le dije cuando empezábamos el segundo plato—. Juliet Herbert.

–Oh —dijo—, sí. – Noté perfectamente que habría que empujarle—. Es una historia extraña.

–Era de esperar.

–Sí. – Ed parecía un poco dolorido, casi embarazado—. Bueno, estuve por aquí hace seis meses, buscando la pista de un lejano descendiente de Mr. Gosse. No es que tuviera esperanzas de encontrar algo. Era sólo que, hasta donde yo sabía, nadie había hablado nunca con una señora, y me pareció que…, que tenía el deber de ir a verla. A lo mejor le había sido transmitida alguna leyenda familiar cuya existencia yo no había podido ni siquiera imaginar.

–¿Y?

–¿Y? Ah, no. No era así. En realidad no me sirvió de nada. Pero hacía un buen día. Kent. – Volvió a poner una expresión afligida; era como si echase de menos la trenca que el camarero le había arrebatado con tremenda crueldad—. Ah, pero ya entiendo a qué te refieres. Lo que sí le había llegado a esa señora era el paquete de cartas. Bueno, veamos si lo entiendo bien. De lo contrario, corrígeme. ¿Verdad que Juliet Herbert murió más o menos en 1909? Sí. Tenía una prima. Sí. Bien, pues esa prima encontró las cartas y se las llevó a Mr. Gosse, para preguntarle si tenían, en su opinión, algún valor. Mr. Gosse creyó que estaban insinuándole que las comprase, de modo que dijo que, si bien eran interesantes, nadie pagaría un céntimo por ellas. Oído lo cual esta prima se limitó a entregárselas a él, diciendo, pues si no se les puede sacar dinero, quédeselas usted. Y él se las quedó.

–¿Cómo te has enterado de todo esto?

–Junto al paquete había una carta manuscrita del propio Mr. Gosse.

–¿Y?

–Y así fue como llegaron a manos de esta señora de Kent. Lamento decir que ella formuló la misma pregunta:

¿Cuánto valen? Y todavía lamento más tener que decir que me comporté de una forma bastante inmoral. Le dije que fueron valiosas en el momento en que Gosse las examinó, pero que ya no lo eran. Le dije que seguían siendo interesantes, pero que carecían de valor pecuniario porque la mitad de ellas estaban escritas en francés. Y a continuación se las compré por cincuenta libras.

–Santo Cielo. – No era de extrañar que me hubiese parecido que su actitud era un poco furtiva.

–Sí, estuvo bastante mal, ¿verdad? No encuentro excusas para mi comportamiento; pero el hecho de que también el propio Gosse mintiera cuando las obtuvo contribuía a confundir las cosas. ¿No te parece que este asunto plantea un interesante problema moral? La cuestión es que yo estaba bastante deprimido por el hecho de haberme quedado sin mi empleo, y pensé que podía llevármelas, venderlas y, con ese dinero, seguir con mi libro.

–¿Cuántas cartas hay?

–Unas setenta y cinco. Tres docenas aproximadamente de cada lado. Así fue como fijamos el precio. Una libra por cada una de las que estaban en inglés, y cincuenta peniques por las escritas en francés.

–Santo Dios. – Me pregunté qué fortuna podían valer. Quizá mil veces lo que él había pagado. O más.

–Sí.

–Bien, continúa, háblame de ellas.

–Ah. – Hizo una pausa y me lanzó una mirada que habría sido de picardía si no se hubiese tratado de un tipo tan mojigato y pedante. Seguro que, viéndome tan excitado, estaba divirtiéndose horrores—. Bueno, dispara. ¿Qué quieres saber?

–¿Las has leído?

–Sí, claro.

–Y, y… —No sabía qué preguntar. Ahora no cabía duda de que Ed estaba disfrutando la situación—. Y…, ¿fueron amantes? Lo fueron, ¿verdad que sí?

–Oh, sí. Desde luego.

–¿Y cuándo empezó? Poco después de que ella llegara a Croissete.

–Sí, muy poco después de su llegada.

Bueno, esto permitía comprender el acertijo de la carta dirigida a Bouilhet: Flaubert estaba tomándole el pelo cuando fingía que tenía tantas, o tan pocas, oportunidades como su amigo de liarse con la institutriz; cuando en realidad…

–¿Y siguieron siéndolo durante todo el tiempo que ella estuvo allí?

–Desde luego.

–¿Y cuando él vino a Inglaterra?

–Sí, también.

–¿Y llegó ella a ser su prometida?

–Es difícil asegurarlo. Yo diría que prácticamente sí. Hay algunas referencias por parte de ambos en las cartas, casi siempre en broma. Frases acerca de la pequeña institutriz inglesa que cazó al famoso escritor francés; acerca de lo que haría ella en caso de que a él le encarcelasen por haber provocado un nuevo escándalo moral; cosas así.

–Bien, bien, bien. ¿Y se puede averiguar cómo era ella?

–¿Cómo era ella? Ah, ¿te refieres a su aspecto?

–Sí. ¿No hay…, no hay… —Ed notó lo esperanzado que yo estaba—…, ninguna foto?

–¿Foto? Sí, de hecho hay varias; son de un estudio de Chelsea, unas copias pegadas a una cartulina muy gruesa. Seguramente él debió de pedirle a Juliet que se las remitiese. ¿Tienen algún interés?

–Bueno, esto es increíble. ¿Cómo era Juliet?

–Bastante bonita, aunque de un modo escasamente memorable. Morena, mentón pronunciado, buena nariz. No me fijé apenas. No era de mi tipo.

–Y qué tal se llevaban, ¿bien? – Ahora ya no sabía lo que quería preguntar.
La prometida inglesa de Flaubert
, pensaba. Por Geoffrey Braithwaite.

–Sí, parece que sí. Parecen muy encariñados el uno del otro. Al final él consiguió aprender unas cuantas frases afectuosas en inglés.

–¿Quieres decir que sabía escribir en inglés?

–Desde luego, hay varios pasajes largos de las cartas que están en inglés.

–¿Y qué le parecía Londres?

–Le gustaba. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Era la ciudad en donde residía su prometida.

Mi querido Gustave, murmuré en mi interior; sentí una gran ternura por él. Aquí, en esta misma ciudad, hace un siglo y pico estuvo él con una compatriota mía que consiguió atrapar su corazón.

–¿Se quejaba de la niebla?

–Claro. Escribió algo así, «¿cómo os las arregláis para vivir con esa niebla? Para cuando un caballero ha conseguido reconocer a una dama que se le acerca saliendo de la niebla, ya es demasiado tarde para quitarse el sombrero. Me sorprende que haya logrado sobrevivir una raza que vive en unas condiciones que impiden el normal desarrollo de la cortesía».

Sí, sí, era su tono: elegante, zumbón, levemente lúbrico.

–¿Y qué dice de la Great Exhibition? ¿Habla de ella con detalle? Apuesto a que le gustó mucho.

–Cierto. Eso ocurrió algunos años antes de que se conociesen, pero la menciona con un cierto tono sentimental, se pregunta si no es posible que se haya cruzado con ella sin saberlo en medio de aquellas multitudes. Le pareció una exposición un tanto horrible, pero también espléndida. Parece que miró todo lo que estaba expuesto como si se tratase de un gran despliegue de material para sus novelas.

–Y… Hmmm. – ¿Por qué no?—. Supongo que no visitó ningún burdel…

Ed me dirigió una mirada bastante ceñuda.

–¿No recuerdas que estas cartas se las escribía a su novia? Era difícil que se jactara precisamente de eso, ¿no crees?

–Claro, claro. – Tuve la sensación de que me habían castigado. Pero también estaba contentísimo. Mis cartas. Mis cartas. Seguro que Winterton tenía intención de dejármelas para que las publicase.

–Bien, ¿cuándo podré verlas? ¿Las has traído?

–Oh, no.

–¿No? – Bueno, lo más sensato era dejarlas en algún lugar seguro. Los viajes tienen sus peligros. A no ser…, a no ser que hubiese alguna cosa que yo no hubiera entendido del todo bien. Quizá…, ¿querría dinero? De repente comprendí que no sabía absolutamente nada de Ed Winterton, aparte de que era el dueño de mi ejemplar de las
Reminiscencias literarias
de Turgenev—. ¿No has traído ni una sola carta?

–Verás, las quemé.

–¿Qué?

–Sí, bueno, a eso me refería cuando te decía que era una historia extraña.

–Pues de momento parece más bien una historia criminal.

–Estaba seguro de que lo entenderías —dijo, sorprendiéndome profundamente; luego me sonrió—: Quiero decir que, nada menos tú. De hecho, al principio decidí no contárselo a nadie, pero luego me acordé de ti. Me pareció que había que decírselo al menos a una persona del oficio. Simplemente para que quedase constancia.

–Sigue. – Aquel tipo estaba loco; seguro. No era de extrañar que en su universidad hubiesen terminado por darle la patada. La pena fue que no lo hicieran antes, mucho antes.

–Mira, había montones de cosas fascinantes; en las cartas, claro. Muy largas, muchas eran muy largas, con abundantes reflexiones sobre otros escritores, la vida pública, todo. Eran incluso más sinceras que sus cartas normales. Quizá porque, como las enviaba al extranjero, se permitía más libertades que de costumbre. – ¿Sabía este criminal, este impostor, este asesino, este pirómano calvo, todo el daño que me estaba haciendo? Probablemente sí—. Y las cartas de ella también eran, a su modo, magníficas. Contaban toda la historia de su vida. Y eran muy reveladoras en lo que a Flaubert se refiere. Contenían muchas descripciones nostálgicas de la vida de Croisset. Es evidente que esa mujer era muy observadora. Notaba cosas que seguramente hubiesen pasado desapercibidas para la mayoría de la gente.

–Sigue. – Llamé sombríamente al camarero. Tenía la sensación de que no podría permanecer allí mucho más. Quería decirle a Winterton cuánto me satisfacía que los británicos hubiesen incendiado la Casa Blanca hasta dejarla arrasada.

–Seguro que te estarás preguntando por qué quemé las cartas. Te noto un poco inquieto. Bien, en la última carta, él le dice que en caso de que fallezca le serán devueltas las cartas a ella, y le ordena que queme toda esa correspondencia.

–¿Explica por qué razón?

–No.

Esto me pareció extraño, suponiendo que ese loco estuviese diciendo la verdad. Pero era cierto que Gustave quemó buena parte de su correspondencia con Du Camp. A lo mejor sintió temporalmente cierto orgullo relacionado con sus orígenes familiares, y no quiso que el mundo llegase a saber que había estado a punto de casarse con una institutriz inglesa. O a lo mejor no quiso que supiéramos que su famosa devoción por la soledad y el arte había estado a punto de esfumarse. Pero el mundo acabaría sabiéndolo. Fuera como fuese, yo lo contaría.

–De modo que, ya lo ves, no tenía alternativa. Me refiero a que cuando trabajas con escritores, tienes el deber de tratarles con integridad, ¿no te parece? Tienes que cumplir su voluntad, aunque haya otros que no la cumplan. – Menudo hijo de puta presumido y puritano era aquel tipo. Se ponía la ética como las prostitutas se ponen el maquillaje. Y además había conseguido mezclar en la misma expresión su gesto furtivo del principio con su posterior suficiencia—. En esta última carta a la que me refiero había también otro detalle. Además de pedirle a Miss Herbert que quemase toda la correspondencia, añadía otra orden. Le decía, Si alguna vez alguien te preguntara por el contenido de mis cartas, o por cuál era la clase de vida que yo llevaba, miéntele, por favor. O, mejor dicho, ya que no puedo pedirte, nada menos que a ti, que mientas, diles sencillamente aquello que tú creas que esperan oírte decir.

Me sentí igual que Villiers de l'Isle-A.dam: alguien me había prestado por unos días un abrigo de pieles y un reloj despertador, y luego me los arrebataba con la mayor crueldad. Menos mal que en este momento llegó el camarero. Además, Winterton no era tampoco tan tonto: había apartado su silla de la mesa y jugueteaba con sus uñas.

–Lo peor de todo esto —dijo, mientras yo volvía a guardarme mi tarjeta de crédito— es que no podré financiar mi libro sobre Mr. Gosse. Pero estoy seguro de que estarás de acuerdo conmigo en una cosa: ha sido una decisión moral muy interesante.

Creo que el comentario con que le respondí a continuación fue profundamente injusto para con Mr. Gosse, como escritor y como simple ser sexual: pero no sé de qué forma hubiese podido evitarlo.

4

EL BESTIARIO DE FLAUBERT

Atraigo a los locos y a los animales.

Carta a Alfred le Poitfevin, 26 de mayo de 1845

EL OSO

Gustave era el Oso. Su hermana Caroline era la Rata: «tu querida rata», «tu fiel rata» firma sus cartas; «ratita», «Ah, rata, buena rata, vieja rata», «vieja rata, vieja rata traviesa, buena rata, pobrecita rata», son expresiones que él utiliza para dirigirse a ella; pero Gustave era el Oso. Cuando tenía sólo veinte años, la gente le encontraba «un tipo raro, un oso, un joven poco corriente»; e incluso antes de su ataque epiléptico y su reclusión en Croisset, ya se había establecido la imagen: «Soy un oso y quiero seguir siendo un oso en mi guarida, en mi madriguera, en mi piel, en mi vieja piel de oso; quiero vivir tranquilo y lejos de los burgueses y las burguesas.» Después de su primer ataque, su carácter de fiera se confirmó: «Vivo solo, como un oso.» (La palabra «solo» que contiene la frase anterior debería glosarse de este modo: «solo, sin más compañía que la de mis padres, mi hermana, los criados, nuestro perro, la cabra de Caroline, y las visitas regulares de Alfred le Poittevin.»)

Luego se recobró, obtuvo autorización para viajar; en diciembre de 1850 le escribió desde Constantinopla a su madre, ampliando la imagen del Oso, que ahora no solamente explicaba su carácter sino también su estrategia literaria:

Cuando te mezclas con la vida no la ves bien, la sufres o la disfrutas más de la cuenta. El artista, en mi opinión, es una monstruosidad, una cosa que escapa a la naturaleza. Todas las desgracias con que le abruma la Providencia son consecuencia de la testarudez con que niega ese axioma… De modo que (tal es la conclusión), estoy resignado a vivir tal como he vivido, solo, con mi muchedumbre de grandes hombres como compañeros, con mi piel de oso como única compañía.

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