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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (12 page)

BOOK: El loro de Flaubert
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Debajo de la ventana hay una papelera bilingüe con un error ortográfico. La línea superior dice PAPIERS (hay que ver lo oficial que suena el francés: ¡Permiso de conducir! Tarjeta de identidad!», parece ordenar). La traducción inglesa que se encuentra debajo dice LITTERS. ¡Qué diferencia supone a veces una sola consonante! La primera vez que Flaubert vio su nombre anunciado —como el del autor de
Madame Bovary
, novela que sería publicada próximamente por entregas en la
Revue de Paris
— estaba escrito Faubert. «Si algún día hago acto de aparición, será armado de los pies a la cabeza», había afirmado jactanciosamente; pero incluso con una armadura completa, las axilas y la ingle jamás quedan cubiertas del todo. Tal como el propio Flaubert le indicó a Bouilhet, la versión que de su nombre dio la Revue se quedó corta, por una sola letra, de ser un juego de palabras involuntario: Faubet era el nombre de una tienda de ultramarinos situada en la rue Richelieu, justo enfrente de la Comédie Française. «Antes de haber aparecido, ya me están despellejando vivo.»

Me gustan estas travesías del canal en la temporada baja. De jóvenes solemos preferir los meses vulgares, la plena temporada. A medida que envejecemos, vamos aprendiendo a gustar de las épocas intermedias, de los meses indecisos. Quizá sea una forma de reconocer que las cosas jamás volverán a tener su antigua certeza. O quizá no sea más que una forma de reconocer que nos gustan más los transbordadores que van medio vacíos.

Esta es la tercera vez que hago este mismo viaje en un solo año. Noviembre, marzo, noviembre. Sólo para permanecer un par de noches en Dieppe: aunque a veces me llevo el coche y voy hasta Rouen. Es una travesía corta, pero basta para provocar un cambio. Hay un cambio. La luz del Canal de la Mancha, por ejemplo, es muy diferente vista desde el lado francés: más clara, pero también más volátil. El cielo es un teatro de posibilidades. No estoy haciendo romanticismo. Si entra usted en las galerías de arte que se encuentran a lo largo de la costa de Normandía, comprobará qué es lo que les gustaba pintar a los artistas locales, una y otra vez: la vista hacia el norte. Una cinta de playa, el mar, y el accidentado cielo. Los pintores ingleses jamás se amontonaron en Hastings, Margate o Castbourne para mirar el gruñón y monótono Canal que se ve desde allí.

No voy solamente por la luz. Voy en busca de esas cosas que solemos olvidar hasta que volvemos a verlas. El modo especial que tienen de cortar la carne. La seriedad de sus
pharmacies
. El comportamiento de sus hijos en los restaurantes. Los indicadores de carretera (Francia es, de todos los países que conozco, el único en el cual se avisa a los conductores de la presencia de remolachas sobre el asfalto: una vez vi, en un triángulo rojo de precaución, la palabra BETTERAVES, con la imagen de un coche dando un patinazo. Artísticas casas consistoriales. Cata de vinos en aromáticas cuevas de creta al pie de la carretera. Podría seguir, pero creo que basta con esto. De lo contrario, pronto empezaría a decir tonterías sobre los tilos, y la
pétanque
, y lo delicioso que resulta comer pan untado en fuerte tintorno, lo que ellos llaman la
soupe à perroquet
, sopa de loro. Todo el mundo tiene su lista particular, y las de las demás personas en seguida nos parecen bobas y sentimentales. El otro día leí una lista titulada: «Mis gustos.» Decía así: «Ensaladas, canela, queso, pimiento, mazapán, el aroma del heno recién segado [¿hay alguien capaz de seguir leyendo?]…, las rosas, las peonías, el espliego, el champagne, las convicciones políticas que no sean demasiado firmes, Glenn Gould…» Esta lista, firmada por Roland Barthes, continúa, como suele ocurrir con todas las listas. A veces nos parece bien una de las cosas citadas, pero la siguiente nos provoca una tremenda irritación. Después del «vino de Médoc» y de «llevar suelto», Barthes dice que le gusta «
Bouvard et Pécuchet
». Bien; magnífico; seguiremos leyendo. ¿Y qué viene a continuación? «Caminar calzado con sandalias por las carreteras del sudoeste de Francia.» Me parece suficiente como para tomar el coche, irme hasta el sudoeste de Francia, y dejar las carreteras sembradas de remolacha.

Mi lista menciona las
pharmacies
. En Francia parecen menos dispersas. No venden pelotas de plástico para jugar en la playa ni carretes de color ni sistemas de alarma contra los cacos. Los dependientes saben lo que se hacen, y nunca tratan de venderte azúcar de cebada cuando ya estás a punto de irte. Suelo tratarles con la misma deferencia que si fuesen médicos especialistas.

En una ocasión mi mujer y yo entramos en una
pharmacie
de Montauban y pedimos un paquete de vendas. Para qué, nos preguntaron. Ellen señaló con el dedo sus sandalias, que eran nuevas. Le había salido una ampolla. El
pharmacien
salió de detrás del mostrador, le indicó que se sentara, le quitó la sandalia con la ternura de un fetichista de los zapatos, le examinó el talón, se lo limpió con un poquito de gasa, se puso en pie, se volvió muy serio hacia mí, como si fuese algún asunto grave que hubiera que ocultarle a mi esposa, y me explicó serenamente:

–Eso, señor, es una ampolla.

Todavía sigue reinando el espíritu de Homais, pensé, mientras el dependiente nos vendía un paquete de vendas.

El espíritu de Homais: progreso, racionalismo, ciencia, fraude. «¡Hay que ir con el siglo!» son casi sus primeras palabras; está avanzando constantemente hacia la
Légion d'honneur
. Cuando muere Emma Bovary, su cadáver es velado por dos personas: el cura, y Homais, el
pharmacien
. Los representantes de la antigua y la nueva ortodoxia. Es como si se tratara de una escultura alegórica del siglo XIX: la Religión y la Ciencia velando la una al lado de la otra el Cadáver del Pecado. A partir de un lienzo de G. F. Watts. Con la diferencia de que tanto el clérigo como el científico acaban durmiéndose junto al cadáver. Unidos al principio por la sola fuerza del error filosófico, establecen muy pronto la unidad más profunda del coro de roncadores.

Flaubert no creía en el progreso: especialmente en el progreso moral, que es el único que importa. La época en la que vivió era estúpida; la nueva época, consecuencia de la guerra franco-p.rusiana, sería más estúpida incluso. Algunas cosas cambiaron, desde luego: el espíritu de Homais acabó imponiéndose. Muy pronto, todos los que tuvieran un pie torcido tendrían derecho a que se les hiciera una mala operación de la que resultaran con una pierna amputada; pero, ¿qué significado tenía todo esto? «El mayor sueño de la democracia consiste en elevar al proletariado hasta el nivel de estupidez de la burguesía», escribió Flaubert.

Esta forma de pensar suele poner nerviosa a la gente. Pero, ¿no es un buen retrato de lo que ha ocurrido? Durante los últimos cien años el proletariado ha estado aprendiendo las pretensiones de la burguesía; mientras que la burguesía, menos segura de su dominio, se ha ido haciendo más taimada y fraudulenta. ¿Puede llamarse progreso a esto? Si él quiere ver una moderna nave de los locos, que estudie un transbordador del Canal de la Mancha, uno de esos días en que van atestados de gente. Ahí están todos: calculando unos lo que han ganado comprando en las tiendas libres de impuestos; tomando en el bar más copas de las que tienen ganas de tomar; jugando en las máquinas tragaperras; paseando aburridos por las cubiertas; decidiendo si van a ser más o menos honestos en la aduana; esperando a que la tripulación les dé nuevas órdenes, como si de ello dependiera la travesía del Mar Rojo. No estoy criticando; me limito a observar; y no estoy muy seguro de qué pensaría si todo el mundo se apoyara en la barandilla para admirar el juego de luces que se ve en la superficie de las aguas, y empezase luego a hablar de Boudin. Ni soy tampoco diferente, por cierto; hago acopio de artículos en las tiendas libres de impuestos y espero las órdenes como todos los demás. Lo que quiero decir es simplemente esto: Flaubert tenía razón.

El gordo conductor de camión que está sentado en el banco ronca como un pachá. He ido por otro whisky; espero que nadie se moleste. Simplemente, quiero reunir fuerzas para hablarle al lector de… ¿qué? ¿de quién? Tres historias se pelean entre sí en mi interior. Una sobre Flaubert, otra sobre Ellen, otra sobre mí. La mía es la más sencilla de las tres —apenas es otra cosa que una prueba convincente de mi existencia— y sin embargo, me costaría mucho más empezar por ésa que por las otras. La de mi esposa es más complicada, y más apremiante; pero también me resisto a contarla. ¿Reservándome lo mejor para el final, tal como decía antes? Me parece que no; más bien se trata de lo contrario. Pero quiero que, para cuando les cuente la historia de ella, se encuentren ustedes preparados: es decir, quiero que ya estén hartos de libros y de loros y de correspondencias perdidas y de osos y de las opiniones de la doctora Enid Starkie, y hasta de las opiniones del doctor Geoffrey Braithwaite. Por mucho que seguramente pudiésemos preferirlos si lo fuesen, los libros no son la vida. La historia de Ellen es una historia verdadera; quizá sea incluso la razón por la cual, en lugar de contarle la de ella, me dedico a contar la de Flaubert.

También espera el lector alguna cosa acerca de mí, ¿verdad? Actualmente las cosas son así. La gente da por supuesto que posee una parte de ti, por muy poquito que te conozca; ahora bien, si tienes la osadía de escribir un libro, bueno, entonces desde tu cuenta bancaria hasta tu historial médico, pasando por el estado actual de tu matrimonio, todo pasa a formar parte del dominio público. A Flaubert no le parecía bien. «El artista debe arreglárselas de modo que la posteridad acabe creyendo que jamás existió.» Para las mentalidades religiosas, la muerte destruye el cuerpo y libera el espíritu; para el artista, la muerte destruye la personalidad y libera la obra. Eso es, como mínimo, lo que dice la teoría. Naturalmente, a menudo las cosas no funcionan así. Por ejemplo, lo que le pasó a Flaubert: un siglo después de su muerte, Sartre, como un musculoso y desesperado salvavidas, se pasó diez años dándole golpes en el pecho e insuflando aire en su boca; diez años tratando de devolverle la conciencia a base de cascársela, para que pudiera sentarse con él en la arena y decirle qué era exactamente lo que pensaba de él.

¿Y qué piensa ahora la gente de él? ¿Cómo se lo imaginan? ¿Como un hombre bastante calvo y con unos mostachos que apuntan hacia abajo; como el ermitaño de Croisset, el hombre que dijo «Madame Bovary, c'est moi"; como el esteta incorregible, el burgués burguesófobo? Unas cuantas migajas de sabiduría en cápsulas, resúmenes prácticos para los que tiene prisa. A Flaubert no le hubiera sorprendido en absoluto este perezoso apresuramiento por entenderlo todo. A partir de este impulso construyó un libro entero (o al menos un apéndice entero): el
Dictionnaire des idées reçues
.

En su nivel más sencillo, su Diccionario es un catálogo de clichés (PERRO: Creado especialmente para salvar la vida de su amo. El perro es el mejor amigo del hombre) y de pseudodefiniciones (LANGOSTA: Hembra del bogavante). Aparte de esto, es un manual de falsos consejos, tanto sociales (LUZ: Decir siempre Fiat Lux! al encender una vela) como estéticos (ESTACIONES DE FERROCARRIL: Adoptar siempre actitudes de éxtasis; citarlas como modelos arquitectónicos). A veces el tono es taimado y burlón; otras, tan desafiantemente serio que el lector está a punto de creérselo (MACARRONES: Cuando se preparan al estilo italiano, hay que servirlos con los dedos). Es como un regalo de confirmación escrito especialmente por un tío malicioso y libertino para un adolescente que pretende escalar peldaños sociales. Si lo estudias con detenimiento, jamás harás un comentario que esté mal visto, pero tampoco darás nunca en el clavo (CHUZO: Al ver un nubarrón, hay que decir siempre: «Va a llover a chuzos.» En Suiza, todos los hombres llevan siempre un chuzo. ABSENTA: Un veneno extraordinariamente violento: un solo vaso, y te mueres. Es lo que beben siempre los periodistas cuando escriben sus artículos. Ha matado a más soldados que los beduinos).

El Diccionario de Flaubert es un curso de ironía: de definición en definición, se le ve aplicándola en más o menos capas, como un pintor del otro lado del Canal de la Mancha que oscurece el cielo con una nueva capa de óleo. Siento la tentación de escribir un Diccionario de tópicos sobre el propio Flaubert. Un diccionario cortito: una guía de bolsillo que oculte una bomba de relojería; un texto de aspecto serio pero al mismo tiempo engañoso. La erudición heredada, pero en forma de píldora; y con algunas de las píldoras envenenadas. Este es el atractivo, y también el peligro, de la ironía: la facilidad con que permite al escritor estar en apariencia ausente de su obra, pero, en realidad, presente con sus indirectas. No es imposible poseer el pastel y además comérselo; sólo hay un problema: que entonces te engordas.

¿Qué podría decir de Flaubert en este nuevo Diccionario? Podría decir de él, quizá, que fue un «individualista burgués»; sí, eso suena bastante engreído, bastante deshonesto. Es un tipo de caracterización que se mantiene firme por mucho que Flaubert fuese además una persona que detestaba a la burguesía. ¿Y qué hay respecto a lo de «individualista», u otras expresiones equivalentes? «De acuerdo con mi ideal del Arte, creo que no hay que mostrar ninguna idea propia, y que el artista debe aparecer tan poco en su obra como Dios en la naturaleza. ¡El hombre no es nada, la obra lo es todo! Me resultaría muy agradable decir lo que pienso y aliviar a Monsieur Gustave Flaubert por medio de frases; pero ¿qué importancia tiene el susodicho caballero?

Esta exigencia de ausencia del autor llegaba a ser incluso más profunda. Algunos escritores están de acuerdo con ese principio, pero se cuelan por la puerta de atrás y le dan al lector en la cabeza con la cachiporra de su estilo personalísimo. Es un asesinato ejecutado a la perfección, en el que hay un solo fallo: el bate de béisbol que queda en la escena del crimen está lleno de huellas digitales. Flaubert es diferente. Creía en el estilo; más que nadie. Trabajó afanosamente por lograr belleza, sonoridad, exactitud; perfección: pero jamás la perfección de monograma típica de los escritores como Wilde. El estilo está en función del tema. No se le puede imponer el estilo al asunto, sino que debe surgir de él. El estilo es la fidelidad al pensamiento. La palabra correcta, la frase verdadera, la oración perfecta están siempre «ahí afuera», en algún lugar; la tarea del escritor consiste en focalizarlas por cualesquiera medios que estén a su alcance. Para algunos, esto significa solamente una excursión al supermercado, y una vez allí cargar el carrito hasta los topes; para otros, significa perderse en una llanura de Grecia, de noche, durante una nevisca, bajo la lluvia, hasta encontrar lo que buscas gracias a un truco raro, algo así como saber imitar los ladridos de un perro.

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