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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La formación de América del Norte (2 page)

BOOK: La formación de América del Norte
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Pero aunque restrinjamos el descubrimiento de América a la primera aparición de europeos en su suelo, aún quedan por responder algunas preguntas. ¿Cuándo se produjo esa primera aparición? La respuesta habitual es que se produjo con el viaje del osado navegante Cristóbal Colón, y, ciertamente, desde esa época, los europeos han estado continuamente en las Américas.

Pero, ¿hubo viajes antes de Colón? ¿Hubo descubrimientos que han sido olvidados?

Si nos remontamos hacia atrás en la historia de la civilización, hallamos leyendas que hablan de misteriosas tierras situadas en el lejano Oeste. Es posible imaginar que estas leyendas reflejan brumosos recuerdos de algún desembarco en América. Los antiguos griegos, por ejemplo, ya en época de Hesíodo, que vivió en el siglo VIII a.C., hablaban de las «Islas de los Bienaventurados». Estas eran descritas como una tierra de Utopía en las lejanas partes occidentales del océano, donde las almas de los héroes vivían eternamente.

Pero, sin duda, los griegos de la época de Hesíodo no pueden haber llegado a América. En verdad, estaban dedicados a aventuras de colonización, mas, para ellos, el horizonte del mundo conocido era el borde oriental del mar Negro, por una parte, y los tramos occidentales del mar Mediterráneo, por la otra.

Seguramente, había hombres que habían llegado mucho más allá del horizonte griego, muchos siglos antes de la época de Hesíodo. Hubo hombres que vivieron a lo largo de las costas atlánticas de Europa y de las costas del Pacífico en China. Pero ellos no cuentan, tampoco, y se ignoran sus descubrimientos de nuevas tierras. Cuando hablamos de un descubrimiento, habitualmente sólo cuentan los miembros de nuestra vieja civilización occidental.

Así, cuando hablamos del descubrimiento del océano Atlántico, no nos referimos a las primeras tribus de hombres que llegaron a la costa de lo que hoy es Francia, España y el África Occidental. Hablamos, en cambio, de barcos de alguna nación civilizada del Mediterráneo oriental que pasaron por primera vez por el estrecho de Gibraltar para entrar en el océano abierto.

De acuerdo con esta línea de razonamiento, el Atlántico fue descubierto, con toda probabilidad, por los fenicios
[3]
, quienes fueron los más osados marinos del mundo antiguo. En fecha tan temprana como el 1100 a.C., según la tradición, barcos fenicios cruzaron el estrecho y fundaron un puesto comercial en el sitio de la moderna ciudad de Cádiz, ochenta kilómetros más allá.

Los fenicios exploraron las costas atlánticas de Europa y África y, hacia el 900 a.C., quizá llegaron tan al Norte como la isla de Britania. La Península de Cornualles y las Islas Scilly, frente a la punta de esta península, quizá hayan sido las «Islas del Estaño» de la Antigüedad, y las fuentes del estaño, tan necesario para la elaboración del bronce.

Abriéndose camino por la costa africana hacia el Sur, los fenicios descubrieron las Islas Canarias, como se las llama ahora, a unos cien kilómetros frente a la costa de lo que es hoy el sur de Marruecos. Fue tal vez la existencia de las islas Canarias de la que oyeron hablar los griegos de tiempos de Hesíodo de un modo vago y brumoso, y quizás ellas dieron origen a la leyenda de las «Islas de los Bienaventurados».

Pero el viaje más notable de los fenicios tuvo lugar en el 600 a.C. Pagada por un monarca egipcio, una flota fenicia pasó tres años circunnavegando el continente africano. La única noticia que tenemos de este viaje proviene de un historiador griego, Heródoto, quien escribió su obra alrededor del 430 a.C.

Heródoto no creyó el relato de los viajeros fenicios porque éstos afirmaban que, en las regiones meridionales de África, el sol de mediodía aparecía en la región septentrional del cielo. Puesto que el sol de mediodía, cuando es contemplado desde cualquier tierra mediterránea, es visto siempre hacia el Sur, Heródoto pensó que esto debía ser una ley invariable de la naturaleza y afirmó enfáticamente que la historia del viaje fenicio era una fábula.

Pero el extremo meridional de África se halla en la Zona Templada Meridional, y desde allí el sol de mediodía se ve siempre, en verdad, hacia el Norte. La mera circunstancia de que los fenicios describiesen este hecho aparentemente imposible nos dice que realmente llegaron hasta allí, y probablemente circunnavegaron, en efecto, África.

Y puede ser que algunos fenicios hayan hecho algo más sorprendente aun. Se suponía que una vieja inscripción descubierta en Brasil en 1872 estaba escrita en fenicio y hablaba de un barco al que las tempestades habían apartado de su flota, que efectuaba un viaje de circunnavegación. ¿Puede haber ocurrido esto? La distancia entre la parte más occidental de África y la parte más oriental de Brasil es de sólo 2.600 kilómetros: es la parte más estrecha del Atlántico. La inscripción fue rápidamente descartada como un fraude, pero en 1968 Cyrus H. Gordon, de la Universidad Brandeis, afirmó que tal vez fuese genuina.

Si lo es, la inscripción es testimonio del primer descubrimiento de las Américas por hombres civilizados del Cercano Oriente, dos mil años antes de Colón. Pero el descubrimiento fue accidental; las noticias de él nunca llegaron al mundo mediterráneo, por lo que no constituye un descubrimiento efectivo. No dio origen a otros viajes ni a un comercio o una colonización sistemáticos.

El primer griego que se aventuró realmente por el océano Atlántico fue Piteas de Massalia. Alrededor del 300 a.C., navegó por el estrecho de Gibraltar y luego hizo proa al Norte. Sus relatos, que no han sobrevivido directamente, pero nos han llegado por referencias de autores posteriores, parecen indicar que exploró la isla de Gran Bretaña y luego navegó hacia el Noroeste, a una tierra llamada «Tule», que posiblemente era Islandia o Noruega. Allí, la bruma detuvo al intrépido navegante, que volvió para explorar las costas septentrionales de Europa y penetrar en el mar Báltico.

Si los griegos quedaron detrás de los fenicios en la práctica real de aventurarse en pleno océano, en cambio fueron más avanzados que ellos en la teoría. Los griegos fueron los primeros que tuvieron idea de la forma esférica de la Tierra, y uno de ellos, Eratóstenes de Cirene, hasta estimó su tamaño. Alrededor del 250 a.C., calculó que la circunferencia de la Tierra es de unos 40.000 kilómetros, cálculo muy correcto.

La idea de una Tierra esférica plantea automáticamente la posibilidad de navegar hacia el Oeste para llegar al Este (o a la inversa); en otras palabras, de circunnavegar el mundo.

Aunque la circunnavegación puede haber parecido teóricamente posible, quedaba en pie la cuestión de si era prácticamente posible. Podía haber inesperados peligros en las profundidades del océano. Las regiones tropicales podían ser demasiado cálidas para penetrar en ellas, y las regiones polares demasiado frías. Podía haber bajíos en los que quedasen varados los barcos que se aventurasen demasiado lejos, o corrientes que les impidieran retornar.

Además, estaba el mero hecho de la distancia. Si la Tierra tenía una circunferencia de 40.000 kilómetros y si la distancia desde España hasta las remotas regiones orientales de Asia era de 14.500 kilómetros (como es realmente), entonces, llegar al Asia Oriental navegando hacia el Oeste suponía atravesar 25.500 kilómetros, presumiblemente de océano ininterrumpido. Ningún barco de tiempos antiguos podía hacer ese viaje.

Claro que Eratóstenes podía estar equivocado. Otro geógrafo griego, Posidonio de Apamea, repitió el cálculo de Eratóstenes, alrededor del año 100 a.C., y llegó a la conclusión de que la Tierra sólo tenía 28.500 kilómetros de circunferencia. Estaba equivocado, pero su estimación fue más popular.

El más influyente geógrafo de la Antigüedad fue Claudio Tolomeo, quien en 130 d.C. escribió un libro que fue, durante quince siglos, la obra más importante sobre geografía y astronomía. Tolomeo adoptó para la circunferencia de la Tierra la cifra menor y la convirtió en «oficial». Más aun, calculó la extensión de tierra que había entre España y lo que hoy llamaríamos la costa de China en unos 19.000 kilómetros (cifra que contiene un exceso de 5.000 kilómetros).

Esto significa que la extensión de océano entre el oeste de Europa y el este de Asia quizás era sólo de unos 10.000 kilómetros. Aún era una distancia demasiado grande para que pudiese recorrerla cualquier barco de la época, pero sin duda brindaba más esperanzas que los 25.000 kilómetros anteriores.

Tal esperanza no sería puesta a prueba pronto. En tiempos de Tolomeo, las civilizaciones fenicia y griega habían decaído desde hacía siglos, y por mil años no volvería a haber marinos como los fenicios. En cambio, ahora el Imperio Romano dominaba todas las costas del Mediterráneo.

Los romanos se expandieron a lo largo y a lo ancho por tierra; surgieron ciudades romanas en África occidental, en España y en Britania. Pero no eran un pueblo marino y ningún romano pensó nunca en aventurarse muy lejos en el océano.

En verdad, después de que las provincias occidentales del Imperio Romano fueron ocupadas por tribus germánicas, en el siglo V, el conocimiento geográfico decayó en Europa Occidental. La nueva religión del Islam surgió en Arabia en el siglo VII y, en 730 d.C., todo el norte de África y hasta España estaban en manos de los musulmanes, como se llama a los creyentes del Islam. Los europeos occidentales quedaron aislados del Sur y el Este, y tanto África como Asia se perdieron en el mito y la leyenda.

Los irlandeses y los vikingos

Pero si quedaron aislados del Este y el Sur, nuevos horizontes apuntaron al Oeste y al Norte.

Irlanda, la isla que está al oeste de Gran Bretaña, nunca formó parte del Imperio Romano. Pero aunque el Imperio Romano decayó y los soldados romanos abandonaron Gran Bretaña para siempre, el cristianismo llegó a Irlanda. En el siglo VI, el cristianismo de Irlanda, algo aislado del continente, que estaba en el caos, empezó a adquirir formas distintivas y a crear fuertes comunidades de monjes que conservaron el saber en un nivel sorprendentemente elevado.

Buscando con ansia el aislamiento, quizás, para estar más cerca de Dios, los monjes viajaron por el océano en sus pequeñas barcas, hallando y colonizando las islas rocosas que se extienden por los tramos septentrionales de las Islas Británicas.

Uno de tales marinos fue San Brendan, quien, alrededor del 550, navegó hacia el Norte y exploró las islas de la costa escocesa, las Hébridas al Oeste y las Islas Shetland al Norte. Quizá llegó también a las Islas Feroe, que están a unos 400 kilómetros al norte del extremo de Gran Bretaña. Desde allí, otros 500 kilómetros al Noroeste le habrían llevado a Islandia, y tampoco esto se halla fuera del ámbito de lo posible.

Sus osados viajes fueron recordados mucho después de su muerte y, en la repetición, se aumentaron mucho sus hazañas. Alrededor del 800 se escribió una narración de sus viajes que era indudablemente ficticia, pero constituía un relato bien escrito e interesante que alcanzó popularidad. Por entonces, monjes irlandeses habían llegado a Islandia, y la existencia de ésta prestó plausibilidad a toda la narración.

De las aventuras imaginarias de los cuentos sobre San Brendan, surgió la creencia en que existía una isla maravillosa en el Atlántico que fue llamada «Isla de San Brendan». En siglos posteriores se dijo que San Brendan había llegado al continente americano y que éste era la Isla de San Brendan. Esto parece sumamente improbable; es casi seguro que la Isla de San Brendan sólo era una de una serie de islas inventadas y ubicadas en los tramos remotos del Atlántico.

Esas leyendas quizá debieron mucho a las fantasías griegas sobre las islas de los Bienaventurados, pues una de ellas era «Hy-Brasil», inventada por los irlandeses y cuyo nombre en gaélico significa «Islas de los Bienaventurados». Otra de tales islas era «Antilia», y había otras.

Por supuesto, había islas en el Atlántico, frente a las costas occidentales de Europa y África, pero estaban, por lo general, deshabitadas hasta que los europeos las descubrieron, y no tenían ninguna semejanza con las fantásticas utopías que los europeos habían imaginado, y luego se habían convencido de que realmente existían.

Pero las fantasías sirvieron a una finalidad. Los cuentos sobre tierras maravillosas en el océano occidental dieron a los exploradores un objetivo y mantuvieron vivo el interés entre aquellos que podían ser persuadidos a que financiaran los viajes.

La edad de oro de los monjes irlandeses no duró mucho. Aparecieron otros marinos en los mares, los más audaces y expertos desde los antiguos fenicios. Eran piratas escandinavos de Noruega y Dinamarca, los llamados vikingos.

Desde el 800 en adelante, sus barcos corsarios cayeron con plena furia sobre todas las costas de Europa occidental. Los vikingos ocuparon la mayor parte de Irlanda y Escocia, reduciéndolas al salvajismo. Saquearon cruelmente los reinos anglosajones que habían surgido en Gran Bretaña después de la retirada de los romanos y que formarían la nación inglesa. Sembraron el terror por las costas y los ríos de lo que es hoy Francia y Alemania. Hasta penetraron en el Mediterráneo.

Pero lo que más nos interesa aquí es que los vikingos navegaron por lo profundo de los océanos septentrionales. A veces fueron arrastrados al Oeste por las tormentas; a veces efectuaron una búsqueda deliberada de nuevas tierras porque las guerras interiores los habían llevado al exilio o porque buscaban nuevos lugares para saquear.

Un exiliado, un Jefe noruego llamado Ingolfur Arnarson, zarpó en 874 y desembarcó en Islandia, que está a mil kilómetros al oeste de Noruega. Por entonces, los monjes irlandeses que antaño habían habitado la isla se habían marchado, o quizá, si quedaban algunos, fueron muertos o expulsados por los vikingos. Sea como fuere, fueron los noruegos quienes fundaron la primera colonia
permanente
en Islandia
[4]
.

Durante los primeros siglos de su existencia, la Islandia vikinga mantuvo la religión nórdica pagana, aunque la madre patria se estaba cristianizando rápidamente. Hasta la actualidad, las «sagas» islandesas, cuentos escritos antes del 1300, son una fuente de conocimiento en lo concerniente a las creencias paganas nórdicas mejor que todo lo que pueda encontrarse en la misma Escandinavia.

Los islandeses descubrieron que el mar era su más fiable fuente de alimentos, y naturalmente exploraron las aguas que rodeaban a sus islas. Aparecieron relatos sobre una lejana isla situada al Oeste, y de hecho había una enorme isla a sólo 320 kilómetros al Noroeste.

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