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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (7 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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»No me sorprendería, empero, descubrir que todos ustedes han llegado a la misma conclusión que yo. No pretendo poseer facultades extraordinarias al dejar que los hechos hablen por sí mismos; tampoco me jacto de una intuición sobrehumana, por haber podido ver más profundamente que los investigadores oficiales y desentrañadores de misterios tradicionales: la policía. Muy por el contrario, soy tan sólo un ser humano, dotado de las mismas facultades que mis semejantes. No podría sorprenderme, pues, que alguno de los presentes me informe que no he hecho más que seguir los pasos de otros investigadores del Círculo al señalar como culpable al individuo que cometió, como he de probarlo inmediatamente, este abominable crimen.

Mencionada la contingencia, muy poco probable, desde su punto de vista, de que algún otro miembro del Círculo fuese tan inteligente como él, Sir Charles dejó a un lado los preliminares para entrar en los hechos concretos.

—Comencé a estudiar el asunto con una pregunta, sólo una pregunta en la mente; una pregunta cuya respuesta ha sido la guía segura que me ha conducido hasta el culpable en casi todos los crímenes cometidos hasta el presente; una pregunta a la cual rara vez puede escapar un criminal; una pregunta cuya respuesta sirve invariablemente para condenarle:
Cui bono?
—Sir Charles hizo una pausa significativa—. ¿Quién fue el beneficiado? ¿Quién —repitió, ante la eventualidad de que hubiese algunos deficientes mentales en su auditorio— saldría ganando con la muerte de Sir Eustace Pennefather?

Por debajo de sus espesas cejas, dirigió rápidas miradas interrogantes a todos los presentes; éstos fingieron seguir su juego, y por lo tanto nadie intentó informarle prematuramente sobre este punto.

Sir Charles tenía demasiada experiencia como orador para informarles él mismo. Dejando la pregunta como un inmenso signo de interrogación en la mente de todos, se desvió por otro camino.

—Veamos ahora: el crimen ofrecía, a mi juicio, sólo tres pistas concretas —prosiguió diciendo con tono tranquilo—. Me refiero a la carta fraguada, a la envoltura y a los bombones. De estos tres artículos, la envoltura tenía utilidad sólo desde el punto de vista de su sello postal. Inmediatamente deseché como inútil la dirección manuscrita, ya que podía haber sido escrita por cualquiera y en cualquier momento. Desde un principio vi que no conduciría a nada. Tampoco veía qué utilidad podían tener como pruebas los bombones o la caja. Tal vez me equivoque, pero no lo creo. Se trata de artículos de marca conocida, de venta en centenares de comercios; sería, pues, infructuoso tratar de localizar a su comprador. Además, cualquier pista relacionada con ellos hubiera sido estudiada por la policía. Quedaban, en resumen, dos elementos de juicio concretos, la carta y el sello postal de la envoltura, sobre los cuales era necesario edificar toda la estructura de pruebas condenatorias.

Sir Charles hizo una pausa, a fin de dar a su auditorio una idea de la magnitud de la tarea; aparentemente, había olvidado el hecho de que el problema planteado no era ignorado por ninguno de los presentes. Roger, que se había mantenido silencioso con grandes dificultades hasta aquel momento, le interrumpió con una pregunta—:

—¿Había usted decidido ya quién era el criminal, Sir Charles?

—Había respondido a mi entera satisfacción a la pregunta que me había formulado, y de la cual hice mención hace unos minutos —repuso Sir Charles con dignidad.

—Comprendo. Entonces, ya había decidido quién era el criminal —insistió Roger—. Sería interesante aclarar este punto, a fin de que podamos seguir mejor su método de encarar la evidencia. ¿Utilizó usted el método inductivo?

—Es posible, es posible —replicó Sir Charles, algo incomodado. No le agradaba que le pusiesen en apuros con preguntas intempestivas.

Durante unos instantes permaneció silencioso, con el entrecejo fruncido, tratando de recobrarse.

—La tarea, como lo advertí inmediatamente —prosiguió diciendo con voz aún más grave—, no iba a ser fácil. El plazo de que disponía era sumamente breve, eran necesarias extensas pesquisas, y el tiempo que yo podía dedicar a ellas no me permitía hacerlo personalmente. Luego de reflexionar sobre el asunto, decidí que la única forma en que podría llegar a una conclusión sería considerando las circunstancias del hecho con suficiente detenimiento como para elaborar una teoría inatacable, haciendo luego una cuidadosa lista de hechos que, aunque fuera de mi conocimiento, debían existir si mi teoría era la correcta. Estos puntos podrían ser investigados por personas de mi confianza, y en caso de ser corroborados, mi hipótesis quedaría definitivamente probada.

Sir Charles se detuvo para cobrar aliento.

—En otros términos —susurró Roger con una sonrisa, dirigiéndose a Miss Dammers—, decidió aplicar el método inductivo. —Habló en voz tan baja que sólo Miss Dammers le oyó.

Miss Dammers sonrió apreciativamente. Es difícil reproducir por escrito el tono de la palabra oral.

—Elaboré mi teoría —anunció Sir Charles— con una simplicidad sorprendente. —Todavía no había recobrado el aliento—. Elaboré mi teoría. Necesariamente, gran parte de ella estaba basada en suposiciones. Me permitiré dar un ejemplo. El hecho de que el criminal poseyera una hoja de papel de la casa Mason e Hijos me había intrigado más que nada. No era un artículo que el individuo de quien sospechaba pudiera tener, ni mucho menos adquirir. No se me ocurría ningún método por el cual, una vez elegido el procedimiento para consumar el hecho, y establecida la necesidad de utilizar el papel, pudiera serle posible a este individuo obtenerlo sin despertar sospechas.

»Llegué a la inevitable conclusión de que el motivo por el cual se empleó papel de la casa Mason era la posibilidad para el criminal de obtener dicho papel con facilidad.

Sir Charles miró triunfante a su auditorio, como esperando algún comentario.

Roger fue quien lo formuló, no sin vacilar, pues suponía con razón que el punto señalado por Sir Charles era tan evidente para todos que no requería comentarios.

—Es una conclusión tan interesante como ingeniosa, Sir Charles.

Sir Charles hizo un gesto de complacencia.

—Reconozco que era simplemente una suposición, pero dicha suposición fue confirmada por los resultados obtenidos posteriormente. —Sir Charles estaba tan absorto en la admiración de su propia perspicacia, que comenzaba a olvidar su afición por las oraciones largas, intercaladas por innumerables frases subordinadas. Su maciza cabeza parecía querer saltar de sus hombros—. En primer término, reflexioné sobre la forma en que sería posible obtener una hoja del papel en cuestión, y, luego, si la posesión de la misma podría ser verificada más tarde. Se me ocurrió en seguida que muchas firmas comerciales acostumbran enviar adjunta al recibo de sus facturas, una hoja de papel con las palabras «Agradecen su atención» o algo por el estilo, escritas a máquina. De aquí surgieron otras tres preguntas. ¿Acostumbraba hacer esto la casa Mason e Hijos? ¿Tenía el individuo de quien sospechaba una cuenta corriente en Mason e Hijos, o, mejor dicho, para explicar los bordes amarillentos del papel, había tenido una cuenta corriente en el pasado? ¿Había rastros en el papel de que una frase escrita a máquina había sido borrada?

»Señoras y señores —dijo Sir Charles, rojo de entusiasmo—, estas tres preguntas tuvieron respuestas afirmativas.

La oratoria es un instrumento poderoso. Roger sabía perfectamente que Sir Charles, por simple fuerza de hábito, estaba aplicando sobre el Círculo todas las tretas habituales y trilladas en el medio forense. Roger sentía que sólo con grandes dificultades Sir Charles lograba abstenerse de agregar «del jurado» a la frase «señoras y señores». Pero todo ello no resultaba inesperado. Sir Charles tenía un buen relato que hacer, un relato en el cual creía firmemente, y lo desarrollaba en la forma en que, después de tantos años de experiencia, le resultaba más natural. No era esto lo que fastidiaba a Roger.

Lo que le hacía sentir aprensión era que él había estado siguiendo un rastro completamente distinto y que, a pesar de haber estado convencido en un principio de que era el correcto, había comenzado por sentirse ligeramente divertido cuando Sir Charles rondó su propia presa; pero gradualmente se había dejado influir por la dialéctica del abogado, a pesar de reconocerla de calidad inferior. Ahora llegaba a preguntarse si Sir Charles no tendría razón.

Pero, ¿era sólo la retórica lo que le había hecho comenzar a dudar? Sir Charles decía poseer datos muy concretos como apoyo de la frágil estructura de su teoría. Y, a pesar de ser un hombre presuntuoso y fatuo, no era tonto ni mucho menos. Roger se sentía muy inquieto, pues su propia pista, debía reconocerlo, era sumamente tenue.

Cuando Sir Charles procedió a desarrollar su hipótesis, la inquietud de Roger se convirtió en franca desazón.

—No hay la menor duda de ello. Por medio de un agente establecí que la casa Mason, una firma de procedimientos tradicionales, invariablemente agradece el pago de cuentas corrientes de su clientela particular, pues el noventa por ciento de sus transacciones es al por mayor, con una breve nota escrita en el centro de una hoja de papel de cartas. Establecí que la persona en quien pensaba había tenido cuenta corriente en la casa cinco meses atrás; es decir, que había cancelado su cuenta en aquella época mediante el envío de un cheque, y no había hecho otros pedidos desde entonces.

»Además, me hice de tiempo para concurrir personalmente a Scotland Yard, a fin de examinar nuevamente la carta. Observando el dorso, comprobé la existencia de rastros inequívocos, si bien indescifrables, de que habían sido escritas algunas palabras en el centro de la hoja. Estas palabras aparecían entre dos líneas de la carta actual, lo cual prueba que no fueron borradas al escribir dicha carta, sino con anterioridad; por su longitud, corresponden a la frase que yo mencioné; y, por último, presentan rastros de que se trató, por los medios más cuidadosos, como raspar, alisar, y volver a levantar la superficie del papel alisado, de hacer desaparecer no sólo la tinta, sino también las hendiduras causadas por los tipos de la máquina.

»Tenía con esto la prueba incontrovertible de que mi teoría era la correcta, de modo que inmediatamente me dediqué a aclarar otros puntos obscuros que se me planteaban. El tiempo era limitado, y debí recurrir a los servicios de no menos de cuatro agencias particulares de investigaciones, entre las cuales distribuí la tarea de obtener los datos que buscaba. Ello significó no sólo un considerable ahorro de tiempo, sino que tuvo la ventaja de no poner el conjunto de datos obtenidos en otras manos que las mías. En verdad, hice cuanto me fue posible para distribuir las gestiones en forma tal que ninguna de las agencias pudiese ni siquiera adivinar cuál era mi objetivo; en este sentido, creo poder afirmar que he tenido éxito.

»A continuación, me ocupé del sello postal. Para apoyar mi teoría era necesario probar que el sospechoso estuvo en las inmediaciones del Strand a la hora en cuestión. Ustedes dirán —dijo Sir Charles escudriñando los rostros interesados a su alrededor, y decidiendo aparentemente que Mr. Morton Harrogate Bradley iba a hacer la absurda objeción—, ustedes dirán —repitió severamente dirigiéndose a Bradley—, que ello no era necesario. El paquete podría haber sido despachado con la mayor inocencia por algún cómplice involuntario a quien le hubiese sido entregado, a fin de tener el criminal una perfecta coartada para cubrir este período. Luego, debemos considerar el hecho de que la persona a quien me refiero no estaba en el país. Hubiese sido fácil para esa persona encomendar el despacho del paquete a algún amigo que viajase a Inglaterra, a fin de ahorrar con ello el franqueo desde el extranjero, que nunca es elevado, de todos modos, para esta clase de encomiendas.

»Pues yo no estoy de acuerdo —dijo Sir Charles a Bradley con tono todavía más severo—. He considerado esta posibilidad, y no creo que la persona en quien pienso hubiese corrido tan grave riesgo, pues el amigo a quien recurriese inevitablemente recordaría el hecho al leer los periódicos más tarde.

»No —concluyó Sir Charles, dando el golpe decisivo a las supuestas objeciones de Bradley—. Estoy convencido de que el asesino comprendió desde un principio que la encomienda no debía salir de sus manos hasta ser entregada en el correo.

—Desde luego —dijo Mr. Bradley con tono displicente—, Lady Pennefather puede haber tenido un cómplice voluntario, ya que no involuntario. ¡Sin duda usted ha considerado esa posibilidad! ¿No es cierto?

Bradley logró insinuar en su tono que el asunto no tenía mayor importancia, pero que, como Sir Charles le había dirigido todas sus palabras, era un rasgo de cortesía hacer algún comentario apropiado.

Sir Charles enrojeció visiblemente. Se había estado vanagloriando mentalmente de la habilidad con que mantenía secreto el nombre del asesino, a fin de lanzarlo como una bomba al final de su exposición, tal como ocurre en las buenas novelas policiales. Y ahora aquel malhadado borroneador de folletines le había arruinado el juego.

—Caballero —dijo con tono pedante, digno de un enciclopedista de la talla de Samuel Johnson—, quisiera llamar su atención sobre el hecho de que yo no he mencionado nombre alguno. Haberlo hecho, sería una gran imprudencia. ¿Es posible que necesite recordarle que existe una ley contra las injurias?

Morton Harrogate sonrió con aquella exasperante sonrisa de superioridad que le caracterizaba. En realidad, era un joven bastante insufrible.

—¿Qué me dice usted, Sir Charles? —se mofó, acariciando el bigotillo casi invisible que adornaba su labio superior—. No tengo la menor intención de escribir una novela sobre la tentativa de asesinato de Lady Pennefather contra su esposo, si es eso lo que desea advertirme. ¿O será posible que haya querido referirse a la ley contra las calumnias?

Sir Charles, que se había propuesto esto último, fulminó a Bradley con una mirada iracunda.

Roger se apresuró a separar a los contrincantes. Le parecía estar frente a un toro y un tábano, y el tipo de lucha que suele entablarse en estos casos resulta sumamente regocijante. Pero el objeto del Círculo del Crimen era investigar crímenes cometidos fuera de él, y no crear oportunidades para que se realizasen otros nuevos. Roger no abrigaba especial simpatía por el toro, ni tampoco por el tábano, pero ambos le divertían en diferente forma; por otra parte, tampoco le resultaban antipáticos. Mr. Bradley, en cambio, sentía antipatía por Roger y por Sir Charles, especialmente por el primero, porque era un caballero y fingía no serlo, mientras que él, Bradley, no lo era y trataba de parecerlo. Esto suele ser motivo para no estimar a una persona.

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