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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (20 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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—Me temo que sí —repuso Roger, tratando de disimular una nota de triunfo en su voz. Es difícil mostrarse enteramente indiferente cuando se cree haber resuelto un complicado problema en forma brillante y definitiva.

»Lamento tener que decir —prosiguió, esperando que por lo menos su tono fuese más humilde que sus sentimientos—, lamento tener que decir, repito, que no me corresponde todo el crédito de este cambio de enfoque que decidió la solución del crimen. Seré sincero, reconociendo que ello se debió a mi buena suerte. Un encuentro casual con una mujer tonta en la calle Bond me puso en posesión de un dato que, trivial en sí mismo, ya que en ningún momento mi informante involuntaria advirtió su importancia, alteró inmediatamente el criterio con que inicié mi análisis del crimen. En un instante comprendí que había estado trabajando sobre premisas falsas. En otros términos, había cometido el error fundamental que el asesino había esperado que cometiesen la policía y todos quienes participasen en la investigación.

»Es muy curioso el factor suerte, cuando se trata de resolver misterios —reflexionó Roger—. Hace poco lo estuve comentando con Moresby, a propósito de este caso. Le señalé la cantidad de problemas intrincados que llega a resolver Scotland Yard merced a la buena suerte. Buena suerte en forma de algún dato trivial que aparece espontáneamente, por así decirlo, o bien aportado por alguna mujer despechada que siente que su marido le dio motivo de celos poco antes del crimen. Esto sucede diariamente. Recuerdo haber propuesto a Moresby el nombre para una película, si acaso desea hacerla algún día:
El azar vengador.

»Pues bien, una vez más intervino aquí el azar vengador. Merced a aquel encuentro feliz en la calle Bond, en un momento de inspiración descubrí quién había enviado los bombones a Sir Eustace Pennefather.

—¡Bien, bien, bien! —Mr. Bradley creyó oportuno expresar el beneplácito del Círculo.

—¿Quién fue? —preguntó Miss Dammers, que, desgraciadamente, carecía de todo instinto dramático. Dicho sea de paso, Miss Dammers se jactaba de carecer de todo sentido de la sintaxis, y de que ninguna de sus obras tenía argumento. Los novelistas que utilizan términos tales como «valores», «reflejos» y «complejo de Edipo», rechazan violentamente todos los estilos que presentan algo parecido a un vulgar argumento—. ¿Quién se le apareció a usted en esa interesante revelación? —insistió Miss Dammers.

—¡Por favor, permítame elaborar un poco mi exposición! —suplicó Roger.

Miss Dammers suspiró. Los relatos de hoy en día, como bien debía saberlo su colega Sheringham, nunca son tan frondosos. Pero la verdad es que los libros de Roger se vendían mucho, y en vista de ello había que disculparle.

Ajeno a las reflexiones de Miss Dammers, Roger se arrellanó en su asiento con aire de gran bienestar, meditando en silencio. Cuando volvió a hablar, su tono era menos solemne que el que había usado hasta entonces.

—Es un caso notable. Bradley y usted, Mrs. Fielder-Flemming, no hicieron justicia al criminal cuando describieron el crimen como una combinación de otros. Es posible que haya adaptado las características sobresalientes de otros casos. Pero, como dice Fielding en
Tom Jones
, el copiar de los clásicos, aun sin mencionar el origen de la cita, es totalmente lícito cuando se trata de crear una obra original. Y ésta es una obra original. Presenta una característica que no sólo la absuelve de cualquier cargo en sentido contrario, sino que la coloca muy por encima de todos los crímenes que la han precedido.

»Tengo la convicción de que se convertirá en uno de los crímenes clásicos. Y de no haber mediado un accidente, que, a pesar de todo su ingenio, el criminal nunca pudo haber previsto, creo que habría pasado a los anales como uno de los más sensacionales misterios. En conjunto, me inclino a considerarlo el asesinato más perfectamente planeado que he conocido. Digo esto porque, desde luego, nunca llegaremos a conocer los innumerables asesinatos, mejor planeados que éste, que nunca pasaron por tales. Éste es un crimen exacto, ingenioso, sencillo y casi perfecto.

—¡Hum! No tan perfecto, Sheringham —murmuró Sir Charles. Roger sonrió.

—El móvil es evidente, cuando sabemos dónde buscarlo. Pero ustedes no lo sabían. El método es significativo, una vez que advertimos sus elementos esenciales, pero nadie los advirtió. Los rastros han sido mal cubiertos, una vez que descubrimos qué factores los ocultaban; la verdad es que nadie los descubrió. Todo fue previsto. El asesino dejó algodón esparcido por todas partes, y todos nos apresuramos a cubrirnos los ojos con él. No es extraño que no hayamos visto nada con claridad, frente a un crimen tan perfectamente planeado. La policía, el público, la prensa, todos cayeron en la trampa. Yo diría que es una lástima tener que denunciar al asesino.

—¡Mr. Sheringham, se está usted poniendo lírico! —dijo Mrs. Fielder-Flemming.

—Un asesinato perfecto hace que me sienta lírico. Si yo fuese este criminal, me estaría escribiendo odas a mí mismo desde hace quince días.

—Pero la verdad es —observó Miss Dammers— que usted siente más bien ganas de escribirse odas a usted mismo por haber resuelto el misterio.

—Debo confesar que sí —repuso Roger.

»Bueno, comenzaré con las pruebas. No diré que tengo tantos datos como los reunidos por Bradley para probar su primera teoría, pero creo que convendrán conmigo en que los que presentaré son suficientes. Lo más conveniente es, a mi juicio, recorrer la lista de condiciones de Bradley, aunque, como verán ustedes, yo no estoy de acuerdo con todas ellas.

»Acepto y puedo probar las dos primeras, de que el asesino debe tener por lo menos nociones elementales de química y de criminología, pero no acepto los dos puntos de la tercera condición. No creo que una buena formación sea esencial, y de ninguna manera descarto la posibilidad de que el crimen sea obra de alguien que concurrió a internados particulares o a la universidad. Tampoco estoy de acuerdo con la cuarta condición, la que establece que el asesino haya poseído papel de la casa Mason o tenido acceso a él. Bradley tuvo una idea muy ingeniosa al suponer que la posesión del papel determinó el método del crimen, pero creo que está equivocado; un caso anterior señaló el método a seguir, se eligieron los bombones, por motivos muy fundados, como veremos más adelante, como instrumento del crimen, y luego a Mason por ser la firma más importante de fabricantes de bombones. Por consiguiente, fue necesario proveerse de una hoja de su papel de cartas, y creo que podré demostrar cómo se logró esto.

»Acepto la quinta condición, pero en parte. No creo que el criminal haya debido de tener una máquina Hamilton, pero sí que en este caso la tenía. En otros términos, pondría tal condición en tiempo pasado. Recordemos siempre que se trata de un criminal sumamente astuto y de un crimen cuidadosamente planeado. Me parece muy poco probable que una prueba tan comprometedora estuviese en posesión del asesino y a merced de la policía. Es mucho más factible que adquiriese una máquina especialmente para la ocasión. La carta indica que no se trata de una máquina nueva. Partiendo de ese indicio, pues, dediqué una tarde entera a recorrer comercios de artículos de escritorio, de segunda mano, hasta localizar el lugar donde fue adquirida la máquina. El vendedor identificó al asesino mediante una fotografía que le mostré.

—¿Y dónde está la máquina actualmente? —preguntó Mrs. Fielder-Flemming con ansiedad.

—Yo diría que en el fondo del Támesis. El criminal no dejó nada librado a la casualidad.

»Estoy de acuerdo con la sexta condición; el asesino tiene que haber estado cerca del buzón durante la hora crítica. Mi asesino tiene una coartada, pero no es muy buena. En cuanto a las dos condiciones siguientes, la estilográfica y la tinta, no he logrado establecer si se cumplen; y si bien reconozco que su corroboración me halagaría mucho, no les atribuyo mayor importancia. La estilográfica Onix es de uso casi universal, lo mismo la tinta Harfield, de modo que son pruebas muy relativas. Además, estaría dentro de la psicología del criminal, no utilizar una estilográfica ni tinta de su propiedad y pedir prestados ambos artículos sin despertar sospechas. Por último, acepto la condición sobre la posesión de una mentalidad creadora y sobre la destreza manual, y, en fin, sobre la idiosincrasia peculiar del criminal, pero no creo que deba tener necesariamente hábitos metódicos.

—Vamos, yo pensé que era una deducción muy sagaz —observó Mr. Bradley.

—Cuando yo la analicé, no se mantuvo en pie.

Bradley se encogió de hombros.

—Lo que me parece más interesante es el papel de cartas. En mi opinión, todo el caso descansa sobre esa prueba —dijo Sir Charles—. ¿Cómo prueba usted la posesión del papel de cartas por parte del asesino, Sheringham?

—El papel —respondió Roger— fue substraído hace unas tres semanas de uno de los muestrarios de la imprenta de Webster. Los rastros de una frase borrada corresponden, probablemente, a alguna observación, por ejemplo, el precio: «este modelo, cinco chelines y medio». Los otros muestrarios de la casa Webster tienen muestras idénticas. Dos tienen una muestra del papel de Mason. En el tercero, la hoja ha sido retirada. Puedo probar que el asesino tuvo el muestrario en sus manos hace tres semanas.

—¿Puede usted probarlo? —repitió Sir Charles—. Entonces tiene la prueba definitiva. ¿Cómo se le ocurrió examinar los muestrarios de Webster?

—Cuando recordé los bordes amarillentos de la hoja de papel —respondió Roger, altamente satisfecho de sí mismo—. No comprendía cómo una hoja guardada dentro de un taco podría haberse puesto tan amarillenta, de modo que llegué a la conclusión de que se trataba de una hoja suelta. Luego recordé que, caminando por la ciudad, uno suele ver muestras de papel en las vidrieras de las casas de imprenta. Pero esta hoja en particular no presentaba rastros de tachuelas ni de haber estado fijada a un tablero o una superficie cualquiera. Además, sería muy difícil despegar una hoja de un tablero. ¿Cuál era la alternativa? Evidentemente, un muestrario, como los que pueden encontrarse habitualmente en los comercios. De aquí que acudiese a los impresores de Mason, y, por así decir, «mi hoja» no estaba allí.

—Sí —murmuró Sir Charles—. Indudablemente tiene usted una prueba decisiva. —Dicho esto, dejó escapar un suspiro, que parecía indicar que estaba contemplando mentalmente la figura cada vez más borrosa de Lady Pennefather y del hermoso caso que había formulado contra ella. Pero luego se animó. De ello podemos deducir que ahora contemplaba la figura cada vez más borrosa de Sir Charles Wildman, así como veía esfumarse el hermoso caso formulado contra él.

—Ahora —dijo Roger, sintiendo que no podía mantener la expectativa por más tiempo— llegamos al error fundamental a que me referí hace un rato, a la trampa que nos preparó el asesino, y en la cual caímos todos.

Todos se enderezaron en sus asientos. Roger les miró con benevolencia.

—Usted estuvo muy cerca de la verdad, Bradley, cuando señaló anoche, sin atribuir mayor importancia a su afirmación, que era posible que Sir Eustace no fuese la víctima elegida. Tenía usted razón; pero yo fui mucho más lejos.

—¿De modo que yo también caí en la trampa? —dijo Mr. Bradley apesadumbrado—. Pues bien, ¿cuál es la trampa? ¿Cuál es el error fundamental en que caímos todos?

—Se lo diré —dijo por fin Roger—. ¡La creencia de que el plan se había malogrado, de que había sido asesinada otra persona, no la elegida!

Roger tuvo su recompensa.

—¿Qué? ¡Cielos! ¡Quiere usted insinuar que…! —Era imposible saber de quiénes partían las exclamaciones.

—Exactamente —dijo Roger—. Aquí reside la perfección del crimen. El plan no se malogró, sino que se cumplió con el éxito más rotundo. No fue muerta otra persona, sino la víctima elegida por el criminal.

—¿Cómo es eso? —dijo Sir Charles, boquiabierto—. Pero ¿cómo llegó usted a semejante conclusión?

—Mrs. Bendix era la víctima elegida desde un principio —dijo Roger tranquilamente.

»Por ello el plan resulta tanto más ingenioso. Todo fue planeado de antemano. Se previó que si era posible lograr que Bendix se reuniese espontáneamente con Sir Eustace en el momento en que éste abría el paquete, le serían entregados los bombones. Se previó que la policía buscaría al asesino entre las personas próximas a Sir Eustace, y no entre las allegadas a la muerta. Hasta creo que se previó, Bradley, que el crimen sería considerado obra de una mujer, mientras que, en realidad, se eligieron los bombones porque la víctima elegida era una mujer.

—¡Bien, bien, bien! —dijo Bradley una vez más.

—¿Entonces su teoría es que el asesino era una persona allegada a Mrs. Bendix, y que no tenía nada que ver con Sir Eustace? —Sir Charles habló como si la nueva teoría no le desagradase del todo.

—Así es —confirmó Roger—. Pero, primero, les diré cómo pude, por fin, descubrir la trampa. El dato que obtuve en la calle Bond me reveló que
Mrs. Bendix ya había visto la obra teatral: El cráneo crujiente.
No hay la menor duda de ello, puesto que la vio con mi informante. No les escapará a ustedes la extraordinaria importancia de este hecho. Significa que ella ya sabía el resultado de la apuesta que hizo con su esposo acerca de la identidad del villano.

Un murmullo sirvió para demostrar a Roger la estimación unánime con que fue acogida su revelación.

—¡Ah! ¡Qué ejemplo incomparable de ironía del destino! —Una vez más, Miss Dammers puso en práctica su costumbre de encarar las cosas desde un punto de vista impersonal—. Quiere decir que ella misma se acarreó su castigo. La apuesta que ganó le produjo la muerte.

—En efecto, la ironía no pasó inadvertida ni siquiera a mi informante. El castigo, como ella señaló, fue desproporcionado al crimen. Pero no creo —Roger hablaba muy suavemente, haciendo un intenso esfuerzo por contener su júbilo—, no creo que ni siquiera ahora comprendan ustedes lo que quiero decir.

Todos le miraron perplejos.

—Ustedes oyeron aquí una descripción muy completa de Mrs. Bendix. Es probable que todos tengan, pues, una imagen más o menos exacta de su personalidad. Era una mujer franca, honesta, que llegaba a la exageración en la exaltación de la honradez y la rectitud en el juego. Ahora, ¿creen ustedes que la apuesta que hizo, sabiendo de antemano que la ganaría, confirma ese cuadro?

—¡Ah! —Mr. Bradley hizo un gesto de aprobación—. ¡Qué ingenioso!

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