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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (24 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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—No, Mr. Chitterwick, y no hay ninguna contradicción.

—Cuando un hombre no sospecha, respeta —dijo Mrs. Fielder-Flemming rápidamente, antes de que Alicia pudiese hablar.

—¡Ah, el horrible sepulcro bajo la inmaculada pintura blanca! —dijo Mr. Bradley, a quien le desagradaban las frases sentenciosas, aun en boca de autoras famosas—. Aparentemente nos estamos acercando al nudo del problema. ¿Es que existe tal sepulcro, Miss Dammers?

—En efecto —dijo Miss Dammers sin evidenciar la menor emoción—. Y como usted lo ha dicho, Mr. Bradley, nos estamos aproximando a él.

—¡Ah! —Mr. Chitterwick casi saltó de su asiento—. Si la carta y la envoltura pudieron haber sido destruidas por el asesino y Bendix no era el asesino… Y supongo que debemos eliminar al portero del club… ¡Ya comprendo!

—Me estaba preguntando cuándo alguno de ustedes caería en la realidad —dijo Miss Dammers.

CAPÍTULO XVI

—D
ESDE
el comienzo de esta investigación —prosiguió Miss Dammers, imperturbable como de costumbre— tuve la convicción de que el rastro más importante era de tal naturaleza que el asesino nunca tuvo conciencia de haberlo dejado. Me refiero a su psicología peculiar. Esto, tomando los hechos tales como aparecían, y no suponiendo de antemano la existencia de otros, como lo hizo Mr. Sheringham para probar su teoría sobre la mentalidad excepcional del asesino.

—¿Cree usted que yo señalé hechos que no podía verificar? —Roger se sintió obligado a sostener la mirada de Miss Dammers.

—Sin duda lo hizo usted. Por ejemplo, dio por establecido que la máquina de escribir en que se redactó la carta fue arrojada al Támesis. Esto no ocurrió en realidad, y con ello se corrobora mi propia interpretación. Tomando los hechos concretos, tales como yo los encontré en aquel punto, pude formarme sin dificultades la imagen del asesino que acabo de delinearles. Pero tuve cuidado de no buscar a alguien que se asemejase a mi imagen y luego construir el testimonio contra él. Me limité a colgar la imagen en mi mente, por así decirlo, a fin de compararla con cualquier persona que posteriormente cayese dentro de mis sospechas.

»Bien, una vez que hube establecido los motivos de la llegada de Mr. Bendix al club a una hora tan desusada, quedaba por aclarar un punto sin importancia aparente, pero hacia el cual nadie hasta entonces había llamado la atención. Me refiero al compromiso de Sir Eustace para la hora del almuerzo en el día del crimen, que posteriormente fuera cancelado. No sé cómo descubrió esto Mr. Bradley, pero estoy dispuesta a revelar cómo lo descubrí yo. Me lo dijo el mismo criado comedido que proporcionó otros datos a Mrs. Fielder-Flemming.

»Reconozco tener ciertas ventajas sobre el resto de ustedes en cuanto se refiere a investigar hechos relacionados con Sir Eustace, pues no solamente conozco bien a éste, sino también a su criado. Bien podrán imaginar ustedes que si Mrs. Fielder-Flemming logró obtener tanta información mediante el pago de una cantidad de dinero, yo, por este medio y aprovechando la ventaja de conocer al criado desde hace mucho tiempo, estaba en posición de obtener mucho más. De todas maneras, no transcurrió mucho tiempo antes de que el hombre mencionara, sin advertir la importancia de su revelación, que cuatro días antes del crimen Sir Eustace le había mandado que llamase al Hotel Fellows de la calle Jermyn y reservase una habitación para la hora del almuerzo del día en que tuvo lugar el crimen.

»Había aquí algunos puntos obscuros que me pareció conveniente investigar. ¿Con quién debía almorzar Sir Eustace aquel día? Evidentemente, con una mujer; pero, ¿cuál de sus innumerables amigas? El criado no supo informarme al respecto. Dentro de su conocimiento, Sir Eustace no tenía ninguna relación permanente en aquel momento, tan dedicado estaba al asedio de Miss Wildman, y, con el perdón de Sir Charles, de su mano y su fortuna. ¿Era tal vez Miss Wildman? Pronto pude establecer que no era ella.

»¿No advierten ustedes que el compromiso de Sir Eustace recuerda claramente otra cita cancelada? Yo no reparé en ello en un principio, pero la asociación no tardó en producirse. Aquel día, Mrs. Bendix había tenido a su vez un compromiso para el almuerzo que, por razones ignoradas, fue cancelado la tarde anterior.

—¡Mrs. Bendix! —dijo Mrs. Fielder-Flemming. Aquél era un triángulo jugoso.

Miss Dammers sonrió imperceptiblemente.

—Sí, no quiero tenerte sobre ascuas, Mabel. Por lo que nos dijo Sir Charles, yo sabía que por lo menos Mrs. Bendix y Sir Eustace no eran totalmente extraños entre sí, y por fin pude establecer la relación que los unía. Aquel día, Mrs. Bendix debía almorzar con Sir Eustace en una habitación privada del Hotel Fellows, cuya reputación ustedes conocen.

—¿Para discutir los defectos de su esposo, tal vez? —preguntó Mrs. Fielder-Flemming con un espíritu más caritativo que sus esperanzas.

—Posiblemente, entre otras cosas —dijo Miss Dammers sin inmutarse—. Pero la razón principal, sin duda, es que ella era su amante. —Miss Dammers dejó caer esta bomba con tanta impasibilidad como si hubiese hecho notar que en aquella oportunidad Mrs. Bendix llevaba un vestido verde.

—¿Puede usted probar esa… afirmación? —preguntó Sir Charles, que fue el primero en recobrarse.

Miss Dammers elevó los perfectos arcos de sus cejas.

—Por cierto. No acostumbro hacer afirmaciones que no pueda probar. Mrs. Bendix acostumbraba almorzar por lo menos dos veces por semana, y a veces a cenar con Sir Eustace en el Hotel Fellows, siempre en la misma habitación. Solían tomar grandes precauciones, y siempre llegaban separados, no sólo al hotel, sino a la habitación. Nunca se los vio juntos fuera de ella. Pero el camarero que los atendía, que también era siempre el mismo, ha firmado una declaración en la que reconoce a Mrs. Bendix, por las fotografías publicadas después de su muerte, como la mujer que acostumbraba frecuentar el hotel acompañada por Sir Eustace Pennefather.

—Firmó una declaración, ¿eh? —murmuró Mr. Bradley—. También usted ha de encontrar que la tarea de detective es una afición costosa, Miss Dammers.

—Creo poder costearme ese lujo, Mr. Bradley.

—Pero el hecho de que haya almorzado con él… —Una vez más Mrs. Fielder-Flemming habló impulsada por su espíritu tolerante—. ¡Quiero decir que ello no significa necesariamente que fuera su amante! No es que tenga peor opinión de ella si lo ha sido —agregó rápidamente, recordando la actitud oficial.

—Junto a la habitación donde comían hay un dormitorio —replicó Miss Dammers con voz helada—. Invariablemente, cuando habían partido, me informó el camarero, encontraba las ropas de la cama en desorden. Yo diría que esto es prueba suficiente de adulterio, ¿no lo cree usted, Sir Charles?

—Indudablemente, indudablemente —dijo Sir Charles, muy molesto por el giro de la exposición. Sir Charles siempre se sentía incómodo cuando una mujer utilizaba términos como «adulterio», «perversiones sexuales» y aun «amante» fuera de las horas de oficina. Sir Charles era lamentablemente anticuado.

—Sir Eustace, por su parte, no tenía nada que temer de otro juicio de divorcio —comentó secamente Miss Dammers.

Mientras todos trataban de acostumbrarse al inesperado giro de la investigación, Miss Dammers bebió otro sorbo de agua, y luego procedió a iluminarles con los poderosos rayos de su antorcha psicológica.

—Han de haber formado una curiosa pareja, ambos, con sus escalas de valores tan opuestas, el contraste de sus respectivas reacciones frente a las circunstancias que los habían unido, y la posibilidad de que aun dentro de la pasión que los dominaba nunca pudiesen coincidir en el plano espiritual. Deseo que examinen ustedes la situación tan detenidamente como puedan, porque el asesinato es fruto de la psicología oculta detrás de la situación.

»No sé qué puede haber inducido a Mrs. Bendix a convertirse en la amante de Sir Eustace. Pero no incurriré en el lugar común de decir que no puedo imaginarlo, pues soy capaz de imaginar infinidad de circunstancias en que ello puede haber sucedido. La maldad de un hombre como Sir Eustace puede ser una fuente de atracción poderosa para una mujer buena, pero estúpida. Si posee algunas de las características de los redentores, como la mayoría de las mujeres, muy pronto ha de haberse sentido obsesionada por el fútil deseo de salvarle de sí mismo. Y en siete casos de cada diez, el primer paso para ello consiste en descender al nivel de quien se aspira a salvar.

»No creo que en un principio haya creído que descendía en lo más mínimo; una mujer buena suele creer que, haga lo que haga, su tipo peculiar de honestidad nunca puede ser mancillado. Puede compartir el lecho de un réprobo, esperando llegar por este medio a influir sobre él espiritualmente y convencerle de abandonar su vida licenciosa: la crudeza de la relación inicial no disminuye nunca su propia pureza. Ésta es una observación harto conocida, pero debo insistir en ella una vez más: las mujeres honradas tienen una sorprendente capacidad para engañarse a sí mismas.

»En verdad considero que Mrs. Bendix era una mujer honesta antes de haber conocido a Sir Eustace. Su dificultad residió en que se creía mucho mejor de lo que era. Sus constantes alusiones al honor y a la lealtad, que citara Mr. Sheringham, son una prueba de ello. Estaba enamorada de su propia honestidad. También lo estaba Sir Eustace, que probablemente nunca había gozado antes de los favores de una mujer de esta clase. La seducción de Mrs. Bendix, probablemente muy difícil, ha de haberle divertido enormemente. Tiene que haber soportado, hora tras hora, sermones sobre honor, enmienda y espiritualidad, pero estoy segura de que todo lo soportó pensando en su exquisita recompensa. Las dos primeras citas en el Hotel Fellows tienen que haberle encantado.

»Pero después tiene que haber resultado menos divertido. Mrs. Bendix descubrió tal vez que su propia honra no estaba tan inmaculada como había imaginado. Puede que haya empezado a aburrirle con sus eternos reproches contra sí misma, y llevándole a un hastío total. Sir Eustace continuó encontrándose con ella en el hotel, porque para un hombre de su tipo, una mujer es siempre una mujer, y posteriormente ella ya no le dejó optar. Me imagino exactamente cómo sucedió lo inevitable. Mrs. Bendix comenzó a abrigar sentimientos morbosos de culpabilidad, perdiendo de vista su entusiasmo inicial por reformar a Sir Eustace.

»Continúan unidos porque el lugar donde se citan es propicio para ello, y parece una lástima no aprovecharlo; pero ella ha destruido el placer de ambos. Su lamentación eterna es que debe ponerse en paz con su conciencia, ya sea huyendo con él, o bien confesándole todo a su esposo, pidiéndole el divorcio, lo cual probablemente él nunca le perdonará, y casándose con Sir Eustace tan pronto como éste recupere su libertad. De cualquier manera, aunque ahora ella casi le aborrece, no puede contemplar otra solución que su unión definitiva con el seductor. ¡Conozco tan bien esa mentalidad!

»Naturalmente, para Sir Eustace, que está trabajando tan asiduamente para enmendar su fortuna mediante un matrimonio por dinero, este plan ofrece pocos atractivos. Comienza por maldecirse a sí mismo por haber seducido a esta mujer, y luego a ella por haberse dejado seducir. Y cuanto más insiste ella, más la odia. Por fin, es posible que Mrs. Bendix haya llevado las cosas a una crisis. Tal vez oyó hablar del asunto de Miss Wildman. Eso no debe seguir. Le anuncia a Sir Eustace que si él no interrumpe esa relación, lo hará ella. Sir Eustace imagina la publicidad de todo el asunto, su propia aparición en otro juicio de divorcio, y la desaparición de todas sus esperanzas respecto de Miss Wildman y su fortuna. Es necesario hacer algo. Pero ¿qué? Nada que no sea la muerte va a contener la lengua de esta malhadada mujer. Y ya es hora de que alguien la mate, de todos modos.

»Me encuentro aquí pisando terreno menos seguro, pero mis suposiciones me parecen lógicas, puesto que puedo presentar pruebas suficientes en su apoyo. Sir Eustace decide deshacerse de su amante. Lo piensa todo cuidadosamente, recuerda haber leído acerca de un caso, de varios casos, en alguna obra de criminología, cada uno de los cuales fracasó por un ínfimo error. Combinados los casos, suprimidos los errores y, sobre todo, merced al hecho de que sus relaciones con Mrs. Bendix son ignoradas por todos, no hay posibilidad de que nadie le descubra. Esto puede parecer una teoría arriesgada, pero presentaré mis pruebas.

»Cuando me dediqué a estudiarle, di a Sir Eustace todas las oportunidades para que desplegase todas sus artes de conquistador. Uno de sus métodos consiste en profesar un profundo interés por todo lo que agrada a la mujer que corteja en el momento. Es explicable, pues, que muy pronto descubriese en sí mismo un profundo interés, si bien latente hasta entonces, por la criminología. Le presté varios de mis libros y estoy segura de que los leyó. Entre los que tuvo en sus manos se encuentra una obra norteamericana sobre envenenamientos famosos. En ella aparecen todos los casos presentados como paralelos por miembros del Círculo, salvo los de Marie Lafarge y Christina Edmonds.

»Hace seis semanas, aproximadamente, cuando llegué a casa una noche, mi doncella me dijo que Sir Eustace había ido a visitarme, luego de una ausencia de meses; después de esperar unos minutos en la sala, se había marchado. Poco después del asesinato, al advertir la semejanza entre el caso Bendix y uno o dos de los norteamericanos, fui a mi biblioteca para consultar la obra que mencioné. El libro había desaparecido. Tampoco estaba allí el ejemplar de Taylor, Mr. Bradley. Pero el día que sostuve mi prolongada entrevista con el criado, vi ambos libros en la biblioteca de Sir Eustace.

Miss Dammers se detuvo, como a la espera de comentarios.

—Entonces, el hombre merece la suerte que le espera —dijo Bradley pausadamente.

—Ya les he dicho que este crimen no es obra de un genio —dijo Miss Dammers.

»Bien, completaré la reconstrucción del asesinato. Sir Eustace decide librarse de su carga, y planea lo que considera el método perfecto para lograr este fin. El nitrobenceno, que tanto parece preocupar a Mr. Bradley, tiene una explicación muy simple. Sir Eustace decide que el instrumento del crimen será una caja de bombones de chocolate, o mejor dicho, de bombones de licor, eligiendo instintivamente los de Mason, su marca favorita. Es un hecho significativo que recientemente haya comprado varias cajas de una libra. Luego busca un veneno cuyo sabor se mezcle bien con el de los licores. Es inevitable que pronto descubra el aceite de almendras amargas, ya que esta substancia es usada en la elaboración de golosinas, y del aceite pasa al nitrobenceno, que es más común, más fácil de obtener, y cuyo origen es prácticamente imposible de localizar.

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