Read El caso de los bombones envenenados Online

Authors: Anthony Berkeley

Tags: #Policiaco

El caso de los bombones envenenados

BOOK: El caso de los bombones envenenados
10.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

 

El caso de los bombones envenenados
es una de las cumbres del policíaco a la inglesa, el
Who done it?
que domina en la etapa clásica de su desarrollo. Lo que hace única a esta narración (y a esta intriga) es el admirable procedimiento del autor. Se comete un crimen ante el que Scotland Yard se siente impotente y un grupo de aficionados, un Círculo del Crimen, se confabula para encontrar la solución al enigma. Se darán tantas soluciones como componentes hay del grupo y lo extraordinario es que todas ellas explican el enigma, mas sólo una es la verdadera. Pero hay más: el remate perfecto es que esta vez no se produce la acostumbrada reunión final en la que el agudo detective explica al fin el misterio a sus atónitos oyentes; por el contrario, los oyentes no son simples personajes sino auténticos detectives aficionados y, lo más admirable, es el lector quien tiene que deducir del soberbio y sugerente final quién es el asesino conjuntamente con ellos. Un prodigio de construcción novelesca de la intriga. Una obra maestra.

Anthony Berkeley

El caso de los bombones envenenados

ePUB v1.2

chungalitos
17.06.12

Título original:
The Poisoned Chocolates Case

Autor: Anthony Berkeley, 1929

Traducción: Lucrecia Moreno de Sáenz

EMECÉ EDITORES, S.A. – El Séptimo Círculo 59

Buenos Aires, 11 de agosto de 1949

Corrección de erratas: Montsuca y Doña Jacinta

ePub base v2.0

A

S. H. J. COX,

Por no haber acertado

en esta oportunidad.

CAPÍTULO PRIMERO

R
OGER
Sheringham bebió un sorbo del excelente coñac que tenía delante y se arrellanó en su sillón a la cabecera de la mesa.

Entre una espesa nube de humo de tabaco, oía las voces acaloradas de los comensales, que charlaban animadamente sobre asesinatos, envenenamientos y muertes repentinas. Por fin Roger veía realizado su sueño, su Círculo del Crimen, fundado, organizado, reunido y dirigido por él exclusivamente. Y cuando en la primera reunión, cinco meses atrás, fuera elegido presidente por unanimidad, se había sentido tan lleno de orgullo y complacencia como en aquel otro día inolvidable, del pasado ya lejano, en que un ángel disfrazado de editor le aceptara su primera novela.

El Inspector Jefe Moresby, de Scotland Yard, estaba sentado a la derecha de Roger, en calidad de invitado de honor, y se hallaba dedicado, con evidentes dificultades, a fumar un enorme cigarro.

—Sinceramente, Moresby —le dijo Roger—, sin pretender restar méritos a Scotland Yard, creo que en esta habitación hay más genio criminológico (me refiero al genio intuitivo, no a la simple capacidad ejecutiva) que en ninguna otra parte del mundo, fuera de la
Sûreté de Paris
.

—¿Cree usted, Mr. Sheringham? —repuso el Inspector con aire tolerante. Moresby siempre se mostraba generoso ante las opiniones de los demás—. ¡Bueno, bueno! —Y concentró su atención una vez más en el extremo encendido de su cigarro, tan distante de su boca, que se le hacía imposible saber, por simple succión, si estaba encendido o no.

Tenía Roger cierto fundamento para su afirmación, aparte de un justificable orgullo. La entrada a una de las selectas comidas del Círculo del Crimen no estaba al alcance de cualquiera, por el solo hecho de tener apetito
[1]
. No bastaba que el futuro miembro profesase una pasión verbal por la solución de crímenes y se contentase con ello; él, o ella, tenía que probar su capacidad de llenar con eficacia los requisitos que estipulaba el Círculo.

El candidato debía demostrar no sólo un intenso interés por esta ciencia en todos sus aspectos, tanto el de la investigación como el de la psicología criminológica, y conocer al dedillo todos los casos publicados, aun los de menor importancia, sino probar además su capacidad imaginativa. En otros términos, debía poseer una clara inteligencia y saber usarla. A este fin se le exigía un trabajo escrito sobre un tema elegido entre los propuestos por los miembros, el cual era sometido al presidente. Éste emitía su opinión sobre los trabajos que consideraba de valor en presencia de todos los miembros, quienes se pronunciaban al respecto. Un solo voto adverso significaba el rechazo.

Era objetivo del club llegar a reunir eventualmente trece miembros, pero hasta ahora sólo seis habían logrado aprobar el examen, y los seis estaban presentes la noche en que iniciamos este relato. Había un famoso abogado; una escritora teatral no menos famosa: una brillante novelista que no poseía toda la fama que merecía; el más inteligente, si no el más simpático de los escritores contemporáneos de novelas policiales: el mismo Roger Sheringham; y, por último Ambrose Chitterwick, que no era nada famoso. Chitterwick era un hombrecillo tranquilo, sin ningún rasgo de particular interés, cuya sorpresa al ser aceptado en este conjunto de celebridades había sido aún mayor que la de ellos al encontrarle en su medio.

Con la sola excepción de Chitterwick, se trataba, pues, de una asamblea que hubiera llenado de orgullo a cualquier organizador. Aquella noche Roger se sentía no sólo orgulloso, sino inquieto, pues les tenía preparada una sorpresa; siempre era divertido sorprender a personajes como éstos. Con la intención de hacerlo, se puso de pie.

—Señoras y señores —dijo, una vez que cesó el ruido de copas y cigarreras que eran golpeadas sobre la mesa a modo de aplauso—. Señoras y señores, en virtud de los poderes conferidos por ustedes, se permite al presidente de este Círculo cambiar el programa de cualquiera de las reuniones. Todos conocemos el programa preparado para esta noche. Al dar la bienvenida al Inspector Moresby, el primer funcionario de Scotland Yard que nos visita (más golpes de copas sobre la mesa), nuestro plan era adormecer su discreción con una buena comida y vinos aun mejores, hasta inducirlo a relatar experiencias que jamás llegarían a oídos de la prensa. (Golpes repetidos y prolongados.)

Luego de beber otro sorbo de coñac, Roger prosiguió.

—Pues bien, yo creo conocer muy bien al Inspector Moresby, y no son pocas las ocasiones en que he intentado, y con mucho empeño, llevarlo como hoy por los caminos de la indiscreción; hasta ahora no he tenido éxito. Tengo, pues, pocas esperanzas de que este Círculo, por tentadores que sean sus arrullos, logre obtener del Inspector relatos más interesantes que aquellos cuya publicación él permitiría en el
Daily Courier
de mañana. Mucho temo, señoras y señores, que el Inspector Moresby sea un hombre insobornable.

»En vista de ello, he asumido la responsabilidad de alterar el programa de esta noche, y la idea que se me ha ocurrido tendrá, según espero, un eco muy favorable entre ustedes. Puedo aventurarme a afirmar que, además de nueva, es apasionante.

Haciendo una pausa, Roger miró sonriente los rostros interesados que le rodeaban. El Inspector Moresby, algo sonrojado, seguía luchando con su cigarro.

—La idea que tengo —agregó Roger— se relaciona con Mr. Graham Bendix. —Se produjo un movimiento general de interés—. O mejor dicho —se corrigió, hablando ahora más pausadamente—, con la señora de Graham Bendix. —Al rumor de interés siguió un silencio casi absoluto.

Roger se detuvo, como buscando las palabras con gran cuidado.

—Mr. Bendix es conocido personalmente por uno o dos de los aquí presentes. En verdad; su nombre ha sido mencionado como el de una persona a quien podría interesarle pertenecer a este Círculo si fuera invitado a ello. Si mal no recuerdo, fue Sir Charles Wildman quien presentó su candidatura.

El abogado inclinó su maciza cabeza con dignidad.

—Sí, creo que mencioné su nombre alguna vez.

—La iniciativa nunca fue seguida, no recuerdo bien por qué. Creo que uno de nosotros opinaba que nunca llegaría a pasar todas las pruebas. De cualquier manera, el hecho de que su nombre haya sido mencionado una vez demuestra que Mr. Bendix es, hasta cierto punto al menos, un criminólogo. Ello significa que en nuestras simpatías hacia él, frente a la terrible tragedia que ha sufrido, hay algo de interés personal, aun en el caso de quienes, como yo, no le conocemos personalmente.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo una mujer alta y elegante sentada a la derecha de la mesa, con el tono terminante de quien está muy habituado a decir «¡Muy bien! ¡Muy bien» con aire trascendental en las pausas apropiadas de los discursos y cuando nadie más lo hace. Era Alicia Dammers, la novelista, que dirigía numerosos clubs femeninos por simple afición, escuchaba discursos con una fruición genuina y rayana en el altruismo; en la práctica, la más recalcitrante de las conservadoras, y en teoría, partidaria entusiasta de las doctrinas socialistas.

—Mi idea es —dijo Roger sin más preámbulos— que apliquemos esas simpatías a fines prácticos.

No había duda de que la atención del auditorio había sido definitivamente asegurada. Sir Charles levantó sus espesas cejas grises, debajo de las cuales solía fruncir el ceño con gesto amenazante cuando algún testigo de la acusación tenía la osadía de creer en la culpabilidad de alguno de sus clientes, Y agitó sus lentes de oro, que pendían de una ancha cinta negra. Del otro lado de la mesa, Mrs. Fielder-Flemming, una mujer baja, rechoncha y más bien fea, autora de comedias arriesgadas pero altamente exitosas, y cuyo aspecto recordaba el de una cocinera vestida de fiesta, rozó con el codo a Miss Dammers y murmuró algo a su oído, ocultando la boca con la mano. Ambrose Chitterwick parpadeó, y sus bondadosos ojos azules adquirieron la expresión de los de una cabra inteligente. Sólo el autor de novelas policiales se mantenía grave e inmóvil; en circunstancias de crisis acostumbraba imitar las actitudes de su detective favorito, quien invariablemente permanecía impasible en los momentos más decisivos.

—Esta mañana llevé mi iniciativa a Scotland Yard —continuó Roger—, y si bien ellos siempre acogen con reservas las ideas de esta clase, esta vez les fue imposible oponer objeciones. El resultado fue que salí de allí con la autorización oficial, aunque acordada de mala gana, para llevarla a cabo. Agregaré que el factor decisivo para obtener esta autorización fue el mismo que dio origen a mi idea —Roger se detuvo con aire de importancia y miró en torno de sí—: el hecho de que la policía ha abandonado toda esperanza de descubrir al asesino de Mrs. Bendix.

De todos lados partieron exclamaciones, algunas de disgusto, otras de consternación y otras de asombro. Todas las miradas se volvieron hacia Moresby. Este caballero, aparentemente ajeno a la mirada colectiva concentrada en su persona, acercó su cigarro al oído y escuchó atentamente, como si esperase recibir algún mensaje secreto desde sus profundidades.

Roger acudió en su ayuda.

—Este dato es absolutamente confidencial, dicho sea de paso, y sé que ninguno de ustedes lo divulgará fuera de esta habitación. Pero con todo, es un hecho irrefutable, las investigaciones serán interrumpidas, puesto que no han dado ningún resultado hasta ahora. Sin duda, existe siempre la posibilidad de que surja alguna nueva pista, pero en ausencia de ésta las autoridades han llegado a la conclusión de que no pueden seguir adelante. En consecuencia, mi proposición es que nuestro club tome el caso en sus manos en el punto en que lo ha dejado la policía.

BOOK: El caso de los bombones envenenados
10.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Quentin Tarantino and Philosophy by Richard Greene, K. Silem Mohammad
Seeing Is Believing by Kimber Davis
The Revolution by Ron Paul
The Fairest Beauty by Melanie Dickerson
A Summer in Paradise by Tianna Xander