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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (10 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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»Aparte de la acción y del horror del hecho en sí, siempre he creído que existen mayores posibilidades para el drama auténtico en el más vulgar y sórdido de los asesinatos que en cualquiera otra situación en que pueda encontrarse el hombre. Ibsenismo en la inevitable proyección de ciertas circunstancias yuxtapuestas, que llamamos hado, no menos que Edgar-Wallacismo en la
catarsis
sufrida por el espectador en la gradación de sus emociones.

»Ha sido natural, pues, que yo haya considerado no ya el hecho, sino también su solución, desde el punto de vista de mi profesión, y, en verdad, sería difícil hallar circunstancias más dramáticas que las que rodean este crimen. En fin, sea ello natural o no, esto es lo que he hecho, y los resultados han justificado ampliamente mi criterio de estudio. Decidí estudiar el caso en relación con una de las situaciones dramáticas más conocidas, y muy pronto todo me resultó claro como el día. Me refiero a la situación que los caballeros que hoy en día pasan entre nosotros como críticos teatrales, llaman el Eterno Triángulo.

»Debía comenzar, indudablemente, por uno de los «lados» del triángulo, Sir Eustace Pennefather. De los otros dos, uno debería ser una mujer, y el tercero podría ser tanto una mujer como un hombre. Recurrí en este punto a una máxima tan vieja como eficaz, y procedí a
chercher la femme
[3]
. Y —dijo Mrs. Fielder-Flemming solemnemente— la encontré.

Hasta aquel momento, es necesario admitirlo, su auditorio no se había mostrado muy impresionado. Ni siquiera la auspiciosa introducción había logrado despertar su interés, ya que era inevitable que Mrs. Fielder-Flemming considerase su deber expresar su repugnancia femenina ante la necesidad de entregar a un criminal a la justicia. Sus frases ampulosas, evidentemente aprendidas de memoria para la ocasión, disminuían, en lugar de aumentar, el interés de su exposición.

Pero cuando tomó nuevamente la palabra, luego de haber esperado en vano el homenaje verbal a su última declaración, la tensión artificiosa de su estilo fue reemplazada por una animación tan espontánea que resultaba mucho más amena para sus oyentes.

—Nunca pensé que el triángulo fuese el tradicional —prosiguió, con un último ataque a los restos exánimes de la teoría de Sir Charles—. En ningún momento pensé en Lady Pennefather. La sutileza del crimen debía de ser reflejo, estaba segura de ello, de una situación poco común. Después de todo, un triángulo no tiene por qué incluir necesariamente a ambos cónyuges. Tres personas, quienesquiera que sean, pueden formar un triángulo. Son las circunstancias, no los protagonistas, las que forman un determinado triángulo.

»Sir Charles señaló que este crimen le recordaba el caso de Marie Lafarge, y, en algunos aspectos, podría haber agregado el de Mary Ansell. Yo también pensé en otro caso análogo, pero no se trata de ninguno de los mencionados hasta ahora. El caso Molineux, de Nueva York, ofrece a mi juicio un paralelo mucho más fiel que los otros.

»Creo que todos recuerdan los detalles del hecho. Mr. Cornish, director del importante Knickerbocker Athletic Club, recibió entre su correspondencia una pequeña copa de plata y un tubo de aspirinas, ambos dirigidos al club. Pensó que se trataba de una broma alusiva a sus actividades, y guardó la envoltura a fin de identificar al humorista. Pocos días después, una mujer que vivía en la misma pensión que Mr. Cornish se quejó de dolor de cabeza, y Cornish le dio una tableta del referido tubo de aspirinas. Poco después la mujer había muerto, y Cornish, que bebió un sorbo del agua en que fuera disuelta la tableta, porque la mujer le halló un sabor excesivamente amargo, se sintió violentamente enfermo, aunque se recobró más tarde.

»Finalmente, un hombre llamado Molineux, miembro del mismo club, fue arrestado y juzgado. El testimonio era comprometedor, pues se sabía que odiaba a Cornish, a tal punto que en una oportunidad había llegado a agredirle. Además de eso, otro socio del club, llamado Barnet, había muerto a principios de año por haber tomado lo que parecía ser una muestra de un muy conocido analgésico, que le habían enviado al club. Por otra parte, poco antes del episodio de Cornish, Molineux se había casado con una muchacha que era novia de Barnet en la época de su muerte. Molineux siempre la había querido, pero ella había preferido a Barnet. Como ustedes recordarán, Molineux fue declarado culpable en su primer juicio, y absuelto en el segundo; algún tiempo después se volvió loco.

»La semejanza de este caso con el que nos ocupa me parece total. El caso Bendix es desde todo punto de vista una combinación Barnet-Cornish. Las analogías son extraordinarias. Tenemos un artículo envenenado enviado a un hombre en su club; tenemos, en el caso de Cornish, la muerte de una victima por error; tenemos la preservación de la víctima elegida; tenemos, en el caso Barnet, el elemento triángulo (y un triángulo, como ustedes saben, sin marido ni mujer). Es sorprendente; más que sorprendente yo diría que es significativo. las cosas no suceden así por simple casualidad.

Mrs. Fielder-Flemming se detuvo y se sonó la nariz con delicadeza, pero a la vez con emoción. Se sentía muy entusiasmada, y su entusiasmo se había comunicado a su auditorio. Si bien no se oyeron exclamaciones de interés, el tributo silencioso que recibió la estimuló a seguir hablando.

—He dicho que esta semejanza es no ya sorprendente, sino significativa. Más adelante me extenderé sobre este punto. Por el momento, baste decir que la he encontrado muy útil. Fue con una sensación de choque que advertí la increíble exactitud del paralelo entre ambos casos, pero, en cuanto la hice mía, tuve la extraña convicción de que en él se encontraba la clave de la solución del asesinato de Mrs. Bendix. Tan intensamente sentía esto, que era casi como si ya lo supiera. A veces tengo estos presentimientos. o como quiera que se les llame, y hasta ahora nunca me han defraudado. Tampoco me defraudó éste.

»Comencé a analizar nuestro caso a la luz del de Molineux. ¿Me ayudaría éste a encontrar lo que buscaba en aquél? ¿Cuáles eran los indicios, en lo que se refería a Barnet? Barnet recibió el paquete fatal porque tenía la intención de casarse con una mujer que el asesino pretendía para sí. Con tantas analogías en ambos casos, ¿habría —Mrs. Fielder-Flemming inclinó su sombrero en un ángulo ridículo, y miró deliberadamente en torno de la mesa con el aire de un mártir cristiano tratando de intimidar a las fieras con la mirada—,
habría, repito, otra mujer en el caso Bendix
?

Esta vez Mrs. Fielder-Flemming fue recompensada con un coro de exclamaciones de vivo interés, la de Sir Charles fue la más ruidosa, y tenía inflexiones de indignación; casi podría haber sido confundida con una interjección de incredulidad. Mr. Chitterwick lanzó su exclamación tímidamente, como si temiese un conflicto de hecho luego del violento cambio de miradas entre Sir Charles y Mrs. Fielder-Flemming: las del primero, amenazadoras en su advertencia muda; las de la segunda, casi vocales en su desafío.

Roger también dijo algo, mientras se preguntaba qué le correspondería hacer si dos miembros del Círculo, y de distinto sexo, para empeorar las cosas, se iban a las manos delante de sus propios ojos.

Mr. Bradley olvidó su supuesta impasibilidad para dejar escapar a su vez una exclamación de puro regocijo. Mrs. Fielder-Flemming estaba resultando más hábil aún que él en el oficio de torero, pero Mr. Bradley no le escatimaría este honor en tanto que él mismo pudiese permanecer sentado entre el auditorio, divirtiéndose a sus anchas. Jamás se hubiese atrevido, ni en sus momentos de más extravagante audacia, a insinuar que la propia hija de Sir Charles era la causa del asesinato. ¿Sería posible que esta sorprendente mujer presentase un caso basado en semejante hipótesis? ¿Y si resultase cierto? Después de todo, no dejaba de ser factible. Con harta frecuencia se han cometido asesinatos por culpa de mujeres hermosas, de modo que, ¿por qué no habría de haberse cometido éste por culpa de la hermosa hija del pomposo Sir Charles? ¡Oh, Dios!

Por último Mrs. Fielder-Flemming misma lanzó una exclamación de asombro ante su propia audacia.

La única que permaneció silenciosa fue Alicia Dammers, el rostro animado por un simple interés intelectual ante el desarrollo de la exposición de su amiga, pero manteniendo una actitud obstinadamente impersonal. Sospechamos que a Miss Dammers le era indiferente que su madre misma apareciese complicada en el crimen, siempre que su participación en él ofreciese oportunidades para aguzar el ingenio y estimular la inteligencia. Sin reconocer en modo alguno que la investigación presentaba ahora un elemento personal, Alicia logró dar a entender implícitamente que lo menos que podía sentir Sir Charles era un inmenso orgullo ante la posibilidad de que su hija fuese parte de semejante empresa.

Sir Charles, empero, distaba mucho de sentirse orgulloso. A juzgar por la aparición de tensas venas rojas en su frente, algo iba a estallar en él dentro de breves instantes. Mrs. Fielder-Flemming se lanzó por fin al ataque decisivo, como un ave asustada que corre hacia la única salida del gallinero.

—Hemos decidido no tener en cuenta la ley contra la calumnia —declaró con su voz estridente—. No deben existir para nosotros las susceptibilidades personales. Si surge la necesidad de mencionar el nombre de una persona que nos es conocida, lo haremos sin pestañear, en cualquier circunstancia que sea, como si fuese el de un extraño. Tal es el acuerdo a que llegamos anoche. ¿No es verdad, señor presidente? ¡Debemos cumplir con lo que entendemos es nuestro deber ante la sociedad, sin tener en cuenta consideraciones de orden personal!

Por un momento, Roger sintió miedo. No deseaba que su hermoso Círculo estallase y se convirtiese en una nube de polvo, para no reunirse nunca más. Pero, aunque no podía menos que admirar el valor de Mrs. Fielder-Flemming frente a Sir Charles, debía contentarse con envidiarlo, ya que, personalmente, no lo poseía. Por otra parte, ella estaba en todo su derecho de hablar libremente, de modo que, ¿qué puede hacer un presidente sino mantenerse imparcial?

—Exactamente, Mrs. Fielder-Flemming —admitió por fin, esperando que su voz fuese tan firme como lo había deseado.

El furioso resplandor de los ojos azules de Sir Charles por poco le fulminó. Luego, cuando Mrs. Fielder-Flemming, evidentemente animada por el apoyo oficial de Roger, se dispuso a arrojar la bomba, los rayos de la mirada se concentraron nuevamente en ella. Roger observaba aprensivamente, reflexionando que los rayos azules son cosas que no deben dirigirse nunca hacia un explosivo.

Mrs. Fielder-Flemming hacía espectaculares juegos malabares con su bomba. Más de una vez pareció que se le iba a escapar de entre las manos, pero nunca llegaba al suelo ni estallaba.

—Muy bien, proseguiré. Tengo ahora el segundo de los miembros del triángulo. Siguiendo la analogía con el caso Barnet, ¿existía el tercer miembro? Sí, con Molineux como prototipo, y en forma de alguien interesado en impedir que el primer miembro se casase con el segundo.

»Hasta ahora, como ustedes ven, no estoy en desacuerdo con las conclusiones que nos diera Sir Charles anoche, si bien mi método para llegar a ellas ha sido diferente. También él presentó su triángulo, sin definirlo expresamente como tal, y probablemente sin llegar a reconocerlo. Los primeros dos miembros del suyo son los mismos que en el mío.

En este punto Mrs. Fielder-Flemming hizo un esfuerzo sobrehumano por devolver la mirada de Sir Charles, como desafiándole a que le contradijese. Pero como se había limitado a establecer un hecho que Sir Charles no podía refutar sin explicar que no había sido su intención decir lo que había dicho, el desafío no fue aceptado. Al mismo tiempo, la mirada de Sir Charles perdió algo de su intensidad. A pesar de ello, la expresión de su rostro decía que un triángulo, cuando se tiene el buen gusto de darle otro nombre, no tiene implicaciones tan desagradables.

—Cuando llegamos al tercer miembro —prosiguió diciendo Mrs. Fielder-Flemming, ya completamente serena— estamos en desacuerdo. Sir Charles mencionó a Lady Pennefather. No tengo el honor de conocerla, pero Miss Dammers la conoce bien, y me dice que el retrato de su carácter presentado por Sir Charles es inexacto desde todo punto de vista. Lady Pennefather no es mezquina, ni egoísta, ni codiciosa, ni en modo alguno capaz de cometer el horrible crimen que le atribuye Sir Charles, me temo que algo precipitadamente. Lady Pennefather es, según me dicen, una mujer dulce y generosa, algo liberal, sin duda, pero ello no es muy grave. En verdad, yo diría que esta cualidad la realza.

Le agradaba creer a Mrs. Fielder-Flemming que no sólo se sentía indulgente ante una inmoralidad inofensiva, como ella decía, sino que hasta estaría dispuesta a propiciar un ejemplo concreto de ella. En verdad, a menudo solía apartarse de su camino habitual en el intento de convencer a sus amistades de su espíritu tolerante. Pero, desgraciadamente, sus amistades insistían en recordar que Mrs. Fielder-Flemming había cortado toda relación con una de sus sobrinas cuando ésta, enterada de que su esposo mantenía, por razones de conveniencia, una amante en cada uno de los cuatro puntos cardinales de Inglaterra, y, para mayor comodidad aún, otra en Escocia, había huido con un joven de quien ella estaba enamorada.

—Así como disiento con Sir Charles en cuanto a la identidad de la tercera persona del triángulo —siguió diciendo, totalmente ajena a la buena memoria de sus amistades—, tampoco estoy de acuerdo en cuanto a los medios por los cuales se ha de establecer la identidad. Diferimos totalmente en nuestras ideas respecto de la esencia misma del problema: me refiero al móvil. Sir Charles sostiene que se trata de un asesinato cometido con fines de lucro; yo estoy convencida, en cambio, de que el incentivo era menos innoble. El asesinato, como bien sabemos, nunca es justificable; pero existen ocasiones en que casi lo sería. Ésta es, en mi opinión, una de ellas.

»La clave de la identidad de la tercera persona debe ser buscada en el carácter del propio Sir Eustace. Detengámonos a examinarlo. Nuestros juicios no están restringidos por consideraciones relativas a la calumnia. Podemos afirmar, pues, que en ciertos sentidos Sir Eustace es un miembro indeseable de la sociedad. Desde el punto de vista de un hombre, por ejemplo, que esté enamorado de una joven, Sir Eustace tiene que ser la última persona con quien dicho joven permitiría alternar a su novia. No solamente es un hombre inmoral, sino que no tiene excusa alguna para su inmoralidad, lo cual es todavía más grave. Es un miserable, un dilapidador de fortunas, un hombre sin honor ni escrúpulos en su trato con las mujeres, y más todavía, es un hombre que ha malogrado su matrimonio con una mujer encantadora, tolerante, que hubiese estado dispuesta a perdonar con más generosidad que la habitual las escapadas y pecadillos de su marido. Como presunto esposo de cualquier muchacha joven, Sir Eustace es una tragedia.

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