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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (25 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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»Dispone encontrar a Mrs. Bendix a la hora del almuerzo, a fin de entregarle la caja de bombones que le llegaron por correo esa misma mañana, lo cual es perfectamente natural. Tendrá el testimonio del portero sobre la forma inocente en que los obtuvo. Pero en el último momento descubre una grave falla en su plan. Si le entrega los bombones personalmente, y en el hotel Fellows, se descubrirá su intimidad con ella. Rápidamente piensa en otro medio, y descubre uno mucho mejor. Comunicándose con Mrs. Bendix le cuenta un chisme relativo a su esposo y a Vera Delorme.

»Conforme con su psicología, Mrs. Bendix deja de ver su propia situación al enterarse de esta falta menor de su esposo, e inmediatamente acepta la idea de Sir Eustace de que llame por teléfono a Mr. Bendix, desfigurando su voz y haciéndose pasar por Miss Delorme, a fin de comprobar por sí misma si él acepta la oportunidad de un almuerzo íntimo con la actriz al día siguiente.

»Sir Eustace le aconseja que diga a su esposo que le telefoneará al Rainbow al día siguiente de diez y media a once. Si Bendix va al Rainbow, ella tendrá la comprobación de que éste está pendiente de Miss Delorme a cualquier hora del día. Ella sigue la iniciativa. Sir Eustace asegura así la presencia de Bendix en el club para el día siguiente a las diez y media. ¿Quién podrá afirmar que Bendix no estaba en el club por pura casualidad cuando Sir Eustace comenzó a abrir el paquete que acababa de recibir?

»En cuanto a la apuesta, el factor decisivo en la entrega de los bombones, no puedo creer que haya sido simplemente una circunstancia afortunada para Sir Eustace. Me parece demasiado perfecto para ser casual. De alguna manera, estoy segura, aunque no intentaré demostrar cómo, Sir Eustace planeó esta apuesta de antemano. Y si lo hizo, el hecho no está en contradicción con la deducción que yo hice en un principio de que Mrs. Bendix no era tan honesta como pretendía, pues haya sido planeada de antemano o no, siempre resta el hecho de que es deshonesto hacer una apuesta cuyo resultado ya se conoce.

»Por último, seguiré el precedente establecido por los oradores anteriores, y citaré el caso que constituye el paralelo perfecto de éste, según mi teoría. En mi opinión, es el caso de John Tawell, que administró ácido prúsico en una botella de cerveza a su amante, Sarah Hart, cuando se cansó de ella.

El Círculo miró a Miss Dammers con admiración. Todos sentían que por fin estaban llegando a la clave del misterio.

Sir Charles expresó el sentimiento general.

—Si usted tiene un testimonio concreto para probar su teoría, Miss Dammers… —Su tono dio a entender que, en caso afirmativo, la soga estaba ya rodeando el grueso cuello de Sir Eustace.

—¿Quiere usted decir que las pruebas que he presentado no son bastante sólidas desde el punto de vista legal? —preguntó Miss Dammers sin inmutarse.

—Las reconstrucciones psicológicas no tienen en verdad mucho peso para un jurado. —Sir Charles se refugió detrás del jurado en cuestión.

—Creo haber establecido la relación entre Sir Eustace y el papel de cartas —señaló Miss Dammers.

—Me temo que frente a ese único elemento de juicio, se acordaría a Sir Eustace el beneficio de la duda. —Aparentemente Sir Charles estaba tratando de justificar con su jerga jurídica el espíritu carente de toda intuición psicológica de su jurado imaginario.

—He demostrado la existencia de un móvil poderoso, y he establecido su relación con un libro sobre casos similares y con un libro sobre venenos.

—Sí, es verdad. Pero lo que quiero saber es si usted tiene pruebas concretas que establezcan en forma inequívoca una relación entre Sir Eustace, la carta, los bombones y la envoltura.

—Sir Eustace tiene una estilográfica Onix, y el tintero de su escritorio estaba siempre lleno de tinta Harfield —dijo Miss Dammers sonriendo—. Estoy segura de que todavía lo está. Se supone que estuvo en el Rainbow toda la tarde y la noche anteriores al crimen, pero he descubierto que hay un período de media hora durante el cual nadie lo vio en el club. Abandonó el comedor a las nueve, y a las nueve y media un camarero le llevó un whisky con soda al salón. Durante el intervalo nadie sabe dónde estuvo. No estaba en el salón. ¿Dónde estaba? El portero asegura que no le vio salir ni volver a entrar. Pero hay una puerta trasera que pudo haber utilizado sin ser visto, como sucedió en efecto. Yo misma se lo pregunté, pretendiendo bromear, y me dijo que después de comer había ido a la biblioteca a consultar una obra sobre caza mayor. No supo mencionar los nombres de ningún otro socio del club que hubiese estado en la biblioteca. Agregó que desde que era socio del Rainbow nunca había visto a nadie en la biblioteca.

»En otras palabras, Sir Eustace afirma que estuvo en la biblioteca, porque sabe que nunca hay allí nadie que pueda corroborar su afirmación. Lo que en realidad hizo durante esa media hora fue deslizarse por la puerta trasera, dirigirse apresuradamente al Strand a despachar el paquete, justamente cuando Mr. Sheringham vio a Mr. Bendix marchando en esa dirección, entrar nuevamente en el club, correr a la biblioteca a cerciorarse de que no había nadie allí, y, por último, volver al salón y pedir su whisky con soda para probar su presencia allí más tarde. ¿No cree usted que ésta es una versión más factible que la que usted dio sobre Mr. Bendix, Mr. Sheringham?

—Debo reconocer que lo es —repuso Roger.

—¿Entonces usted no tiene pruebas concretas de todo? —se lamentó Sir Charles—. ¿Nada que sirva para presentar ante un jurado?

—Sí, tengo pruebas —dijo Miss Dammers tranquilamente—. Las he estado reservando hasta el fin, porque deseaba probar mi teoría, como creo haberlo hecho, sin utilizarlas. Pero esta prueba es definitiva e irrefutable. Ruego a ustedes que la examinen.

Miss Dammers extrajo de su cartera un pequeño paquete envuelto en papel castaño. Lo desenvolvió y mostró una fotografía y una hoja de papel de tamaño mediano, que parecía una carta escrita a máquina.

—La fotografía —explicó— la obtuve del Inspector Moresby hace unos días, sin decirle para qué la necesitaba. Es una copia fotostática de la carta fraguada, en tamaño natural. Deseo que todos la comparen con esta copia escrita a máquina de la carta. Comencemos por usted, Mr. Sheringham. Sírvase pasarla a los demás. Observe particularmente la «ese» ligeramente inclinada y la pequeña rotura en la «hache» mayúscula.

En un silencio de muerte, Roger examinó detenidamente ambas copias. Los dos minutos que dedicó a ello se le antojaron dos horas a los demás. Luego las pasó a Sir Charles, sentado a su derecha.

—No hay la menor duda de que las dos fueron escritas en la misma máquina —dijo en voz baja.

Miss Dammers no evidenció ni más ni menos emoción que anteriormente. Su voz conservaba la misma inflexión impersonal. Podría haber estado anunciando el descubrimiento de una semejanza entre dos telas para vestidos. Por su voz, nadie habría imaginado que la vida de un hombre pendía de sus palabras, tanto o más que de la soga que habría de colgarlo.

—Encontrarán la máquina de escribir en las habitaciones de Sir Eustace —dijo por fin.

Hasta Mr. Bradley se mostró impresionado.

—Entonces, como dije, merece la suerte que le espera —dijo en un tono tan displicente, que hasta pareció ahogar un bostezo—. ¡Qué torpeza ha demostrado!

Sir Charles pasó las pruebas a su vecino.

—Miss Dammers —dijo solemnemente—, usted ha prestado un incalculable servicio a la sociedad. La felicito.

—Gracias, Sir Charles —replicó Miss Dammers tranquilamente—, mas la idea fue de Mr. Sheringham. ¡Mr. Sheringham sembró semillas cuyos frutos han sido mayores de lo que supuso!

Roger, que había esperado acrecentar su fama resolviendo el misterio él mismo, sonrió con un gesto algo forzado.

Mrs. Fielder-Flemming creyó necesario hacer su aporte al elogio unánime.

—Así se hace la historia —dijo con un gesto dramático—. Donde fracasó todo el mecanismo policial de una gran nación como la nuestra, una mujer ha descubierto el obscuro misterio. Alicia, este día pasará a la posteridad, no sólo para ti, sino para el Círculo y para la Mujer.

—Gracias, Mabel —dijo Miss Dammers lacónicamente.

Lentamente las pruebas recorrieron el trayecto en torno de la mesa y por fin volvieron a manos de Miss Dammers. Ésta entregó ambos papeles a Roger.

—Mr. Sheringham, creo conveniente que usted se haga cargo de estas pruebas. Dejo librado el asunto a su decisión. Usted sabe tanto como yo. Como se imaginará, me resultaría muy desagradable informar personalmente a la policía. Deseo que mi nombre sea omitido de toda comunicación que usted trasmita.

Roger se frotó la barbilla.

—Creo que es factible hacerlo. Puedo entregar estos artículos al Inspector Jefe, e informarle sobre la máquina de escribir, dejando que Scotland Yard se haga cargo de todos los trámites. Lo único que interesará a la policía son estas pruebas, el móvil y el testimonio del camarero del Hotel Fellows. ¡Hum! Es mejor que vea a Moresby esta misma noche. ¿Quiere usted acompañarme, Sir Charles? La cosa pesaría más así.

—Encantado, encantado —dijo Sir Charles rápidamente.

Todo el mundo adquirió una expresión solemne.

—Me imagino —dijo Mr. Chitterwick en medio de tanta solemnidad y en tono sumamente tímido—, me imagino que habría inconvenientes en postergar esta gestión durante veinticuatro horas, ¿verdad?

Roger le miró sorprendido.

—Pero ¿por qué?

—Pues… porque… —Mr. Chitterwick se movió en su asiento—, pues porque yo no he hablado todavía… Usted sabe.

Los otros cinco miembros del Círculo lo miraron sorprendidos.

Mr. Chitterwick se ruborizó intensamente.

—¡Es verdad! ¿Cómo no lo pensé antes? —dijo Roger, tratando de mostrar el mayor tacto posible—. Y… usted desea hablar, ¿no es eso?

—Tengo una teoría —dijo Mr. Chitterwick modestamente—. Yo…, yo… no quisiera hablar. Pero la verdad es que tengo mi teoría.

—Creo que no hay inconveniente en escucharla —dijo Roger, mirando a Sir Charles.

Sir Charles acudió a salvar la situación.

—Tenga la seguridad de que deseamos oír su teoría, Mr. Chitterwick —dijo Sir Charles—. Tenemos sumo interés en ello. Pero ¿por qué no escucharla ahora mismo, Mr. Chitterwick?

—Todavía no está completa —respondió Mr. Chitterwick, con una actitud tímida y a la vez resuelta—. Necesito veinticuatro horas para aclarar uno o dos puntos.

Sir Charles tuvo una inspiración.

—Sin duda, sin duda. Debemos reunirnos mañana y escuchar lo que va a decirnos Mr. Chitterwick. Entretanto, Mr. Sheringham y yo podemos ir a Scotland Yard.

—Preferiría que no lo hicieran —dijo Mr. Chitterwick—. Les ruego que me escuchen primero.

—Bien, supongo que veinticuatro horas no es mucho esperar, después de tanto tiempo —dijo Roger.

—No lo es, en verdad —insistió Mr. Chitterwick.

—No, no importa mucho —dijo Sir Charles, intrigado.

—Entonces, ¿cuento con su palabra, señor presidente? —preguntó Mr. Chitterwick, melancólicamente.

—Si usted lo desea —dijo Roger fríamente.

La sesión quedó levantada, y todos se retiraron algo perplejos.

CAPÍTULO XVII

M
R. CHITTERWICK
se resistía a hablar, no cabía la menor duda de ello. Cuando a la noche siguiente Roger le cedió el uso de la palabra, Chitterwick miró a todos con aire suplicante. Pero el Círculo en pleno mantuvo su expresión glacial. Mr. Chitterwick, parecía decir dicha expresión, se está portando como un viejo tonto.

Mr. Chitterwick tosió dos o tres veces, y, por fin, se decidió a hablar.

—Señor presidente, señoras y señores: comprendo muy bien lo que están pensando, y debo pedirles indulgencia. Lo único que puedo invocar como disculpa de lo que yo mismo considero testarudez de mi parte, es que, a pesar de la convincente exposición de Miss Dammers y de sus sólidas pruebas, no debemos olvidar los argumentos igualmente sólidos presentados con anterioridad en apoyo de otras teorías. En fin, que después de mucho reflexionar he llegado a la conclusión de que la teoría de Miss Dammers no es tan inatacable como podría parecer a primera vista.

Salvado aquel obstáculo enorme, Mr. Chitterwick abrió y cerró los ojos, y a continuación olvidó la segunda oración, tan cuidadosamente preparada.

—Soy la persona en quien ha recaído la responsabilidad, y a la vez la buena suerte de hablar en último término. Confío en que, por lo tanto, no considerarán una libertad de mi parte que resuma las diversas conclusiones formuladas aquí, tan diferentes en sus respectivos métodos y resultados. No deseo perder tiempo volviendo exclusivamente a un camino ya recorrido. Para evitarlo, he preparado un pequeño esquema en el que mostraré las diversas teorías, analogías y presuntos asesinos presentados por ustedes. Creo que les interesará examinarlo.

Con grandes vacilaciones, Mr. Chitterwick sacó el cuadro que había preparado con tanto cuidado, y lo entregó a Mr. Bradley, sentado a su derecha. Mr. Bradley lo tomó con un gesto condescendiente y hasta se dignó ponerlo sobre la mesa para examinarlo con Miss Dammers. Mr. Chitterwick se mostró ingenuamente halagado.

—Como verán ustedes —dijo, algo más seguro de sí mismo—, en términos concretos no hay dos miembros del Círculo que se hayan mostrado de acuerdo en ningún punto de importancia. La divergencia de opiniones y procedimientos es verdaderamente notable. Y a pesar de estas variantes, cada miembro ha sentido que la suya era la verdadera solución. Este cuadro les permitirá apreciar, más que mis propias palabras, la infinidad de posibilidades que presenta este caso, ilustrando además otra de las observaciones de Bradley, es decir, lo increíblemente sencillo que es probar lo que uno desee, mediante un proceso de selección, ya sea éste consciente o inconsciente.

»Miss Dammers, especialmente, encontrará, según creo, este cuadro de particular interés. Aun cuando no soy especialista en psicología, me llamó poderosamente la atención cada una de las soluciones propuestas, por cuanto todas reflejaban la psicología individual del expositor: Sir Charles, por ejemplo, cuya profesión le lleva naturalmente a conceder gran importancia a las pruebas materiales, no tendrá inconveniente en que señale que el ángulo desde el cual encaró el problema era el materialismo, basado en el
cui bono,
en tanto que la prueba igualmente concreta del papel de cartas era, a su juicio, la característica sobresaliente. En el otro extremo, Miss Dammers ha considerado casi exclusivamente los factores psicológicos, y, por lo tanto, la base de su teoría es el carácter revelado subconscientemente por el asesino.

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