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Authors: Anthony Berkeley

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El caso de los bombones envenenados (2 page)

BOOK: El caso de los bombones envenenados
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Dicho esto, Roger miró con aire de expectativa al círculo de rostros vueltos hacia él. En cada uno se leía una pregunta y, en su entusiasmo, Roger olvidó de inmediato el lenguaje del orador para caer en el familiar.

—Verán ustedes: los seis somos inteligentes, y, además de que no creo que haya ningún tonto entre nosotros, no estamos, con el perdón de mi amigo Moresby, atados a ningún método rígido de investigación. ¿Es mucho pedir, acaso, que, con nosotros seis en actividad y trabajando cada cual independientemente, uno pueda llegar a un resultado donde, hablando con franqueza, la policía ha fracasado? No creo que esto esté fuera de toda posibilidad. ¿Qué piensa usted, Sir Charles?

El famoso abogado rió con voz grave.

—La verdad es que me parece una idea excelente, Sheringham, pero prefiero reservar mi opinión hasta que usted haya delineado su proposición con mayores detalles.

—A mí me parece una idea magnífica, Mr. Sheringham —dijo Mrs. Fielder-Flemming, quien no tenía la desventaja de poseer una mentalidad jurídica—. Yo quisiera empezar esta misma noche. ¿Tú no, Alicia? —Sus mejillas abultadas temblaron de entusiasmo.

—A decir verdad —observó el autor de novelas policiales con tono objetivo—, yo ya había formulado una teoría propia. —Este novelista se llamaba Percy Robinson, pero escribía bajo el pseudónimo de Morton Harrogate Bradley, nombre que había impresionado tanto a los ciudadanos más ingenuos de los Estados Unidos, que ese solo atractivo había bastado para hacer agotar tres ediciones de su primer libro. Por algún obscuro motivo psicológico, los norteamericanos siempre se sienten deslumbrados por el uso de apellidos como nombres de pila, especialmente cuando uno de ellos, como Harrogate, es el de un balneario de aguas termales de Inglaterra.

Ambrose Chitterwick sonrió con expresión bondadosa, pero no dijo nada.

—Pues bien —prosiguió Roger—, los detalles están sujetos al debate, naturalmente, pero he pensado que si todos hemos de participar en la investigación, sería mucho más interesante que trabajásemos independientemente. Moresby nos presentará los hechos concretos, tal como los conoce la policía. Si bien no ha estado directamente a cargo del caso, ha debido realizar una o dos gestiones relacionadas con él y conoce muy bien todos los pormenores. Además, ha tenido la gentileza de pasar una tarde estudiando el legajo en Scotland Yard, a fin de no omitir nada esta noche. Cuando le hayamos escuchado, algunos de nosotros podremos formular una teoría inmediatamente, mientras a otros se les ocurrirán quizá posibles caminos de investigación que desearán explorar antes de formular una hipótesis. De todos modos, propongo una semana de plazo, durante la cual elaboraremos nuestras teorías, verificaremos nuestros datos y estableceremos nuestra interpretación individual de los elementos de juicio reunidos por Scotland Yard. Durante este tiempo, ningún miembro podrá discutir el caso con los demás. Tal vez no logremos nada, pero de cualquier manera será interesante como ejercicio criminológico, práctico para algunos, teórico para otros, según nuestras inclinaciones. Y lo que me parece más interesante es ver si todos llegamos a idénticas conclusiones. Señoras y señores, queda abierto el debate, como es de rigor decir en estos casos. En mis propios términos, ¿qué opinan ustedes?

Roger tomó asiento con alivio. No había acabado de sentarse, cuando le fue formulada la primera pregunta.

—En otros términos, Mr. Sheringham, ¿debemos salir y emprender nuestras propias investigaciones, o bien elaborar una hipótesis basada en los datos que nos dará el Inspector Moresby? —preguntó Alicia Dammers.

—Lo que cada uno de ustedes prefiera —respondió Roger—. Esto es lo que quise decir cuando señalé que este ejercicio sería práctico para algunos y teórico para otros.

—Pero usted tiene mucha más experiencia que nosotros en el aspecto práctico —objetó Mrs. Fielder-Flemming con un gesto de contrariedad.

—Y la policía tiene aún más que yo —replicó Roger.

—Todo dependerá, sin duda, de que apliquemos el método deductivo o el inductivo —observó Morton Harrogate Bradley—. Los que prefieran el primero, partirán de los datos suministrados por la policía y no necesitarán hacer investigaciones por cuenta propia, excepto, quizá, para verificar una o dos conclusiones. En cambio, el método inductivo exigirá extensas pesquisas.

—Exactamente —dijo Roger.

—En nuestro país, los datos aportados por la policía, más el método inductivo, han solucionado muchos misterios intrincados —recalcó Sir Charles Wildman—. Yo utilizaré este camino.

—Hay una característica especial en este caso —dijo Bradley, hablando consigo mismo—, que tiene que conducirnos directamente hasta el criminal. Siempre he abrigado esta convicción, de modo que la estudiaré detenidamente.

—Por mi parte, no tengo la más remota idea de cómo iniciar la investigación de un punto cuando ello es necesario —observó Mr. Chitterwick con aire de duda—. Pero nadie le oyó, y sus palabras pasaron inadvertidas.

—Lo único que me ha llamado la atención en este caso —dijo Alicia Dammers en voz alta—, considerado, quiero decir, en su aspecto esencial, es la ausencia de todo interés psicológico.

Y sin haberlo dicho expresamente, Miss Dammers dio a entender que, de ser así, el asunto no tenía mayor interés para ella.

—No creo que usted piense eso cuando haya oído lo que Moresby va a contarnos —dijo Roger con suavidad—. Estamos por enterarnos de muchas cosas más que las publicadas en los diarios.

—Pues hable usted, Inspector —interpuso Sir Charles con gran impaciencia.

—¿Estamos todos de acuerdo, entonces? —preguntó Roger, mirando a su alrededor con la expresión feliz de un niño a quien acaban de darle una golosina—. ¿Están todos dispuestos para la prueba?

En medio del consiguiente coro de entusiasmo, una persona permaneció silenciosa. Mr. Ambrose Chitterwick continuaba preguntándose con gran preocupación cómo debería «trabajar de detective» si ello se hacía imprescindible. Había estudiado las memorias de innumerables detectives de la vida real, verdaderos arquetipos de su profesión; pero lo único que recordaba en aquel momento de sus lecturas en gruesos volúmenes, comprados por dieciocho chelines y vendidos pocos meses después a un chelín y medio, era que el verdadero detective, el verdadero, nunca se pone bigotes postizos cuando aspira a obtener resultados, limitándose a afeitarse las cejas. Como fórmula para la solución de misterios, este recurso se le antojaba bastante inadecuado.

Por fortuna, en el rumor de la acalorada conversación que precedió al momento en que Moresby se dispuso a hablar, de muy mala gana, por cierto, nadie reparó en las angustias mentales de Mr. Chitterwick.

CAPÍTULO II

C
UANDO
el Inspector Jefe Moresby se hubo puesto de pie y recibido modestamente su tributo de aplausos se le invitó a dirigirse al Círculo desde su asiento, cosa que aceptó agradecido, como si hallase en él un refugio. Después de consultar los papeles que tenía entre las manos, Moresby comenzó a informar a un auditorio absorto acerca de las extrañas circunstancias que rodeaban la inesperada muerte de Mrs. Bendix. No citaremos las palabras textuales del Inspector, ni tampoco las numerosas preguntas aclaratorias que interrumpieron periódicamente su relato, pero la esencia de lo que dijo es lo siguiente:

El viernes quince de noviembre por la mañana, Graham Bendix entró a su club, el Rainbow, situado en el barrio de Piccadilly, y pidió su correspondencia. El portero le entregó una carta y un par de circulares, que Bendix llevó al salón para leer junto a la chimenea.

Mientras estaba leyendo llegó al club otro de los socios, Sir Eustace Pennefather, hombre de edad madura y miembro de la más rancia nobleza, que tenía su domicilio en la calle Berkeley, muy cerca del club, pero pasaba la mayor parte del tiempo en éste. El portero miró el reloj, como acostumbraba hacerlo cada vez que entraba Sir Eustace, y, como siempre, eran exactamente las diez y media. La hora está definitivamente establecida.

Había tres cartas y un pequeño paquete para Sir Eustace, quien se dirigió a su vez al salón e hizo un gesto de saludo a Bendix al encontrarle junto al fuego. Los dos se conocían poco, y probablemente nunca habían cambiado más de unas pocas palabras. Fuera de ellos, no había nadie en el salón en aquel momento.

Después de leer someramente sus cartas, Sir Eustace abrió el paquete y murmuró algo con disgusto. Bendix lo miró con aire interrogante, y con otro murmullo ininteligible Sir Eustace le extendió la carta incluida dentro del paquete, agregando un comentario poco amable sobre los procedimientos comerciales modernos. Disimulando una sonrisa, pues los hábitos y opiniones de Sir Eustace eran objeto de diversión entre los socios del club, Bendix leyó la carta. En ella, la firma de Mason e Hijos, importantes fabricantes de bombones, informaba que acababa de poner en circulación una nueva variedad de bombones de licor destinada especialmente a satisfacer el cultivado paladar del hombre de buen gusto. Aparentemente Sir Eustace se contaba entre estos hombres, de modo que se solicitaba tuviese a bien honrar a Mr. Mason y a sus hijos aceptando la caja de una libra adjunta, y formular luego cualquier opinión o crítica que le mereciesen las golosinas.

—¿Creerán estos señores que soy una corista cualquiera —rezongó Sir Eustace, que era hombre irascible—, y que les voy a mandar testimonios sobre sus malditos bombones? ¡Que los lleve el diablo! Me quejaré a la Comisión; esto no se puede permitir en nuestro club.

La verdad es que el club Rainbow es una entidad cerrada y aristocrática, descendiente directa del Café Rainbow, fundado en 1734. Ni siquiera una familia fundada por un bastardo real puede llegar a ser tan aristocrática hoy en día como un club cuyo origen es un café del siglo XVIII.

—Para mí, en cambio, el envío es providencial —dijo Bendix, tranquilizando a Sir Eustace—, pues me ha hecho recordar que tengo que comprar unos bombones para pagar una deuda de honor. Anoche mi mujer y yo estábamos en un palco del Teatro Imperial, y le aposté una caja de bombones contra cien cigarrillos a que no localizaría al villano antes de terminar el segundo acto. Ganó ella. No debo olvidar comprarlos. No es mala esa obra.
El Cráneo Crujiente.
¿La ha visto usted?

—No, ni pienso verla —respondió el otro, todavía de mal talante—. Tengo otras cosas que hacer en lugar de sentarme a ver a una pandilla de tontos embadurnados con pintura fosforescente y disparándose tiros. ¿Dijo usted que quería una caja de bombones? Llévese ésta.

La economía que significaba este ofrecimiento no tenía importancia para Bendix, que era un hombre muy rico, y probablemente tenía en aquel momento suficiente dinero en efectivo como para comprar cien cajas semejantes. Pero un esfuerzo ahorrado es otra cosa.

—¿En verdad no los quiere usted? —preguntó, por cumplir una fórmula social.

En la respuesta de Sir Eustace se oyó claramente sólo una palabra, un juramento, intercalado en abundancia. Pero como su significado era claro, Bendix le agradeció, y, para desgracia suya, aceptó el regalo.

Por una casualidad extraordinariamente feliz, el papel en que venía envuelta la caja no fue arrojado al fuego, ni por Sir Eustace, en medio de su indignación, ni por Bendix, cuando el paquete desenvuelto, caja, papel y cuerda fueron puestos en manos del segundo por el irascible Sir Eustace. Este hecho fue tanto más afortunado por cuanto ambos hombres habían arrojado antes a las llamas los sobres de sus respectivas cartas.

Bendix depositó todo en el pupitre del portero, pidiendo a éste que le guardase la caja. El portero la dejó a un lado y arrojó la envoltura en el canasto de papeles usados; poco después recogió la carta, que Bendix había dejado caer mientras cruzaba el salón. Junto con la envoltura, fue recobrada del canasto por la policía.

Estos dos artículos, dicho sea desde un principio, son dos de las tres pruebas concretas del hecho, siendo la tercera la caja de bombones.

De los tres protagonistas involuntarios de la tragedia que estaba por desarrollarse, Sir Eustace era sin duda el personaje más curioso. De unos cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años de edad, parecía, con su rostro inflamado y su figura rechoncha, un
gentleman
de la vieja escuela, y tanto sus modales como su lenguaje estaban de acuerdo con la tradición. La voz de los viejos caballeros tiende a enronquecer con la edad, pero no siempre es culpa de ello el whisky. Se dedican a la caza, lo que también hacía Sir Eustace con incansable entusiasmo; pero, mientras los
gentlemen
tradicionales limitaban su caza a los zorros, Sir Eustace era mucho más exigente en sus inclinaciones. En resumen, Sir Eustace era una mala persona. Sus vicios eran todos en gran escala, con el resultado lógico de que casi todos los hombres, buenos o malos, le apreciaban, salvo algún que otro marido o los padres de hijas casaderas, y las mujeres vivían pendientes de su voz ronca.

En comparación con Sir Eustace, Bendix era un hombre de aspecto común, alto, moreno, no mal parecido, de unos veintiocho años, tranquilo y más bien reservado, popular en cierto modo, pero no excesivamente sociable, ni inclinado a responder a la cordialidad ajena con algo más que una fría amabilidad.

A la muerte de su padre, ocurrida unos cinco años atrás, había heredado una cuantiosa fortuna hecha a base de transacciones en bienes raíces. El viejo Bendix había adquirido extensos terrenos en zonas poco pobladas, y con una visión casi milagrosa, los había vendido más tarde a más de diez veces su valor inicial, una vez que estuvieron rodeados de viviendas y fábricas levantadas con el dinero ajeno. Su lema había sido «Quedarse tranquilo y dejar que otros le hagan a uno rico», y la fórmula se había cumplido al pie de la letra. Su hijo, aunque poseedor de una renta que le eximía de toda necesidad de trabajar, parecía haber heredado las inclinaciones paternas, y tenía sus líneas tendidas sobre una serie de empresas lucrativas, simplemente, como decía a modo de disculpa, porque le atraían los negocios, el juego más apasionante del mundo.

El dinero atrae al dinero. Graham Bendix lo había heredado, lo había hecho, e inevitablemente hizo un casamiento con una heredera. Mrs. Bendix era la única hija de un armador de Liverpool, con una fortuna de cerca de medio millón de libras esterlinas, que Bendix por su parte no necesitaba para nada. Pero el dinero había sido en este caso algo circunstancial, pues Bendix amaba a su mujer, y se hubiese casado con ella aunque no hubiese tenido un céntimo.

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