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Authors: Muriel Spark

Memento mori (6 page)

BOOK: Memento mori
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La enfermera volvió a atravesar la sala pasando por entre las ancianas, hoscas y silenciosas, excepto la señora Trotsky que ahora se había dormido ruidosamente con la boca abierta.

«Es verdad —pensaba la señorita Taylor— que las enfermeras jóvenes son menos alegres desde que la hermana Burstead ha asumido la dirección de la sala.»

Naturalmente, pocos minutos bastaron para que la hermana Burstead se convirtiera en «hermana Bastard»
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, por boca de la abuela Barnacle. Quizá la asociación de ese apellido con la edad —la hermana Burstead había cumplido hacía mucho tiempo los cincuenta— suscitó inmediatamente en Barnacle unos sentimientos hostiles.

«Pasados los cincuenta adquieren una mentalidad de hospicio para pobres. No es de fiar una encargada de sala que ha pasado de los cincuenta. No se dan cuenta de que desde el fin de la guerra están vigentes unas leyes sobre nuevos sistemas directivos.»

Estos sentimientos contagiaron, una tras otra, a las demás huéspedes de la sala. Pero el terreno había sido preparado la semana anterior, cuando se enteraron de que la encargada más joven de la sala se iba de allí.

—Un cambio, ¿lo habéis oído? Habrá un cambio. Abuela Valvona, ¿qué dicen las estrellas?

Y así, la mañana en la que la hermana Burstead comenzó su servicio —delgada, gruesos lentes, de media edad, con un antipático tic nervioso a un lado de la cara, entre el labio y la mandíbula—, la abuela Barnacle declaró que ya la había catalogado a la perfección.

—Mentalidad de hospicio para pobres. Verán lo que va a suceder ahora. Todas las que no sepan contener sus necesidades, como yo, por ejemplo, que tengo el morbo de Bright, no durarán mucho tiempo en esta sala. Buscan la pulmonía durante el invierno. No se puede dejar de atraparla, y ésa no nos asegura nada de bueno.

—Pues, según usted, abuela Barnacle, ¿qué cree que hará?

—¿Que qué hará? Lo que importa es lo que no hará. Esperen el invierno. Se encontrarán clavadas en la cama y no habrá nadie que haga algo por ustedes, sobre todo si no tienen parientes o alguien que haga investigaciones.

—Pero las demás son buenas enfermeras.

—Notarán una diferencia incluso en «las demás».

Habían notado ya una diferencia. Las enfermeras le tenían terror a su nueva encargada. Éste era el hecho. Pero, a medida que se convertían en más activas y eficientes, la mayor parte de las viejecitas las espiaban, cargadas de pensamientos hostiles y atroces sospechas. Cuando el personal iniciaba el turno de noche, la sala se relajaba. Dicho en otras palabras, las abuelas no cesaban de vocear en toda la noche. Gritaban en el sueño o en su agitado duermevela. Llenas de miedo, aceptaban las pildoras sedantes, y, por la mañana, se preguntaban recíprocamente:

—¿Qué hice esta noche? —porque no recordaban si fueron ellas o las otras las que hicieron ruido.

—Y todo acaba anotado en el registro. Nada de lo que sucede durante la noche deja de figurar en el registro. Y la Bastard lo lee cuando llega la mañana. ¿Verdad que ustedes saben lo que quiere decir todo eso cuando llegue el invierno?

Inicialmente, la señorita Taylor no dio importancia a esas habladurías. Sí: la nueva encargada era nerviosa, severa y estaba asustada; tenía más de cincuenta años. Pero la señorita Taylor creía que todo terminaría en nada cuando las dos partes se hubiesen habituado al cambio. Con sus cincuenta años, la hermana Burstead le daba pena.

«Treinta años atrás —pensaba— también yo tenía más o menos esa edad y empezaba a envejecer. Envejecer estropea los nervios. ¡Es mucho mejor ser viejo!»

En aquella época de su vida, había tenido muchas dudas por si debía dejar a los Colsten y trasladarse a Coventry con su hermano, en tanto se presentaba la ocasión. ¡Era una tentación tan fuerte —la de dejarlos— para ella, que se había formado a través de una convivencia de veinticinco años con Charmian! A los cincuenta años le pareció absurdo de veras continuar sirviendo a la patrona, puesto que sus costumbres y sus gustos eran ahora superiores y mucho más refinados que los de las camareras que encontraba en sus viajes con Charmian. Alcanzada la cincuentena, había pasado un par de años de intranquilidad, no sabiendo elegir entre ir a Coventry a cuidar el hermano viudo y disfrutar de cierta consideración social, o bien seguir despertando a Charmian cada mañana y ser testigo silencioso de las infidelidades de Godfrey. Durante aquellos dos años, mientras maduraba sus decisiones, había convertido en un infierno la vida de su patrona, amenazándola, cada vez, con despedirse, colocando de cualquier manera en el baúl los vestidos de Charmian, de tal modo, que se ajaran, y yendo a visitar las galerías de arte, mientras la señora zarandeaba inútilmente la campanilla, llamándola.

—Estás mucho peor ahora que cuando tuviste la menopausia —le decía Charmian.

Charmian la atiborraba de frascos de reconstituyentes, que ella, con perversa alegría, acababa vaciando en el retrete. Luego de un mes de vacaciones al lado de su hermano en Coventry, descubrió que no conseguiría soportar una convivencia con él, con sus costumbres, expedirlo cada mañana al trabajo, tenerle arregladas las camisas, y asistir —llegada la noche— a encarnizadas partidas de
whist.
En casa de los Colston siempre había huéspedes de toda clase, y el salón de Charmian había sido pintado de negro y anaranjado. Durante todo el tiempo en que permaneció en Coventry, la señorita Taylor sintió la nostalgia de las divertidas conversaciones oídas durante las tardes de Charmian.

—Querida Charmian, ¿no cree, con toda franqueza, que debería haber matado a Boris?

—No. A mí Boris me cae simpático.

¡Y aquellas llamadas telefónicas en plena noche!

—¿Es usted, querida Taylor? Llame a Charmian, por favor. ¡Dígale que estoy en tal estado!… Dígale que quiero leerle mi último poema.

Eran cosas de treinta años antes. Porque cuarenta años atrás las llamadas eran diferentes.

—Señorita Taylor, diga a la señora Colston que estoy en Londres. Habla Guy Leet. Ni una palabra al «señor» Colston.

Éstas eran las llamadas telefónicas, de las que la señorita Taylor, alguna vez, no daba cuenta a su patrona. En aquella época era Charmian quien tenía la menopausia, y era muy capaz de arrimarse como una gata a cualquier hombre que se atreviera a acercársele. Aunque hubiese sido Guy Leet, el cual, en otros tiempos, ya había sido su amante.

A los cincuenta y cuatro años la señorita Taylor se había calmado. Podía ahora encontrarse con Alec Warner sin experimentar ninguno de los sentimientos que en el pasado había alimentado por él. Iba con Charmian a todas partes. Durante horas y horas permanecía sentada escuchando a la escritora que leía sus novelas en voz alta, aun manuscritas, y le decía su opinión. A medida que los demás componentes de la servidumbre empezaron a ponerse difíciles y se fueron, Jean Taylor asumió sus obligaciones. Cuando Charmian se hizo ondular los cabellos, la señorita Taylor hizo otro tanto. Cuando Charmian se convirtió al catolicismo, también la señorita Taylor se convirtió, pero, en verdad, para dar una satisfacción a su ama.

Raras veces se encontraba con el hermano de Coventry y cuando esto sucedía se consideraba afortunada por haber escapado de él. En cierta ocasión, le dijo a Godfrey Colston que fuera con cuidado con lo que estaba haciendo. El tic nervioso que, producto de la desilusión, se le fijó en la comisura de la boca cuando tenía cerca de cuarenta años, había ido desapareciendo poco a poco.

—Y también pasará lo mismo con la hermana Burstead, en cuanto se haya ambientado. El tic desaparecerá, pensaba la señorita Taylor. Pero bien pronto empezó a comprender que existían pocas probabilidades de que desapareciera el tic de la nueva encargada. Las abuelas estaban tan inquietas en sus relaciones con ella, que no sería de extrañar que la hermana Burstead las dejara morir de pulmonía, cuando se le presentara la ocasión.

—Ha de hablar con el médico, abuela Barnacle, si verdaderamente está convencida de que no la han curado bien —dijo la señorita Taylor.

—¿El doctor?… ¡Un cuerno! Esos dos son uña y carne. ¿Qué importancia tiene para ellos una pobre vieja como yo?

La única ventaja admisible, después de la llegada de la nueva encargada, era que ahora la sala se había hecho más vivaz. Parecía como si las facultades mentales de todas las internadas se hubiesen reanimado, como si la encargada hubiera obrado sobre ellas a modo de un electrochoc. Las abuelas ya no pensaban en redactar y volver a redactar sus testamentos, y ya no amenazaban con desheredar a las enfermeras o de desheredarse mutuamente entre ellas.

Pero un día en que, a la hora de la comida, la carne resultó dura, o nada fresca —la señorita Taylor no recordaba bien—, la señora Reewes-Duncan cometió un grave error: amenazó a la hermana Burstead con informar a su abogado.

—Vayan a avisar a la encargada —ordenó—. Tráiganla aquí.

La aludida entró en el preciso momento en que se la reclamaba.

—Bien, ¿qué sucede, abuela Duncan? Vamos, de prisa, porque estoy ocupada. ¿Qué quiere?

—Oiga, querida, esta carne…

En la sala comprendieron en seguida que la señora Duncan estaba cometiendo un burdo error.

—Informaré a mi sobrina… Mi abogado…

Pero sólo Dios sabe por qué razón la palabra «abogado» hizo perder la cabeza a la hermana Burstead. Aquella palabra, precisamente, fue la que hizo desencadenar el desastre. Amenazar con el doctor o los propios parientes, eso aún era posible. La enfermera-jefe lo habría tolerado. Rígida sobre sus pies, con ojos centelleantes, coléricos y el tic en la boca, se habría limitado a decir:

—Usted ni siquiera se ha dado cuenta de que vive en este mundo.

O bien:

—Conforme. Dígaselo a su sobrina, «querida».

Pero la palabra «abogado» la mandó a los siete infiernos, como tuvo oportunidad de decir la abuela Barnacle al siguiente día. Agarrándose a la barra de la cama, la hermana Burstead le gritó a la abuela Duncan durante sus buenos diez minutos. Las palabras aisladas, o reagrupadas en períodos, se desprendían como chispas del feroz estrépito que salía de aquella boca.

—Vieja bestia… puerca, cochina, vieja bestia… comida… rezongar y refunfuñar… Estoy de pie desde las ocho de la mañana… siempre de pie… trabajar, trabajar, trabajar todo el día para un rebaño de inútiles viejas marranas…

La Burstead dejó el servicio inmediatamente, asistida por una enfermera.

«Bastaría con que nosotras intentáramos ser unas amables y pacientes viejas criaturas —pensaba la señorita Taylor—, y también ella se comportaría bien. Pero, como nosotras no somos unas amables y pacientes viejas criaturas…»

—Escorpión —había empezado la abuela Valvona, unas cuatro horas más tarde, si bien, como el resto de todas las de la sala, estaba muy trastornada—. Abuela Duncan. Escorpión. «Podéis partir a toda vela, confiadas. El éxito de otra persona podrá alcanzaros de muy cerca.» —Abuela Valvona dejó el periódico—. ¿Comprenden lo que quiero decir? —dijo—. Las estrellas jamás engañan. «El éxito de otra persona…» Una extraordinaria predicción.

El incidente fue referido a la directora y al doctor. A la mañana siguiente, la directora llevó a cabo una investigación en un tono que claramente traicionaba su esperanza —en contra de toda lógica— de poder exonerar del servicio a la hermana Burstead. Realmente habría resultado difícil su sustitución.

Se inclinó sobre la señorita Taylor y le dijo calmosamente, en gran secreto:

—La hermana Burstead se toma unos días de descanso. Ha trabajado mucho.

—Evidentemente —contestó Taylor, que tenía una horrible jaqueca.

—Dígame todo lo que sepa de este incidente. La hermana Burstead ha sido provocada, ¿no es así?

—Evidentemente —dijo la señorita Taylor mirando la benévola cara inclinada sobre de ella, deseando, por otra parte, que se apartara.

—¿La hermana Burstead se ha enfadado con la abuela Duncan?

—Sí. Se ha encolerizado. Esto es todo. Yo sugeriría que se trasladara a la hermana a otra sala, en donde la gente sea más joven y el trabajo menos pesado.

—En este hospital todo el trabajo es pesado —arguyó la directora.

Casi todas las abuelas estaban demasiado inquietas para disfrutar de los pocos días de licencia de la hermana Burstead. En efecto, apenas el estado de histeria general señalaba la calma, la señora Barnacle volvía a soplar sobre el fuego.

—Esperen a que llegue el invierno. Cuando cojan la pulmonía…

En aquellos días la abuela Trotsky tuvo un segundo ataque apoplético. A su cabecera llamaron a un viejo primo, y alrededor de la cama fue colocado un biombo, de detrás del cual una hora después emergió ese pariente. Seguía manteniendo encasquetado en su cabeza el sombrero verde oscuro con el cual había llegado. Movía cabeza y sombrero, y su cara salpicada de manchas, extraña, estaba inundada de lágrimas.

Abuela Barnacle, sentada aquel día en una butaca, lo llamó con un «¡Pssst!»

Obediente, el hombre se acercó.

Con la cabeza, la abuela Barnacle hizo un signo en dirección a la cama rodeada por el biombo.

—¿Ha muerto?

—No. Respira, pero no habla.

—¿Sabe de quién es la culpa? Ha sido la hermana la que le ha provocado ese ataque.

—No tiene hermanas. Yo soy su más próximo pariente.

Entró una enfermera y, con rapidez, lo alejó de allí.

Abuela Barnacle manifestó otra vez en la sala:

—La hermana Bastard ha sido la causa del ataque de la abuela Trotsky.

—Es su segundo ataque. Siempre hay un segundo. Ya se sabe.

—Es culpa de la encargada de la sala y de su mal carácter.

Cuando se enteró de que la hermana Burstead no había sido trasladada a otra sala, sino que iba a reanudar el servicio al siguiente día, la abuela Barnacle manifestó al doctor que, a partir de ese momento, rehusaba dejarse curar, que se iría de allí a la mañana siguiente y que diría los motivos a todo el mundo.

—¡Pues no faltaría más! Conozco sobradamente cuáles son mis derechos de paciente —exclamó—. No crean que no conozco las leyes. Y, lo que es más grave, puedo procurarme el número del periódico. Es suficiente que les telefonee, para que vengan aquí a saber de qué se trata.

—Cálmese, abuela —le aconsejó el médico.

—Si la hermana Bastard vuelve aquí, yo me voy —insistió la abuela Barnacle.

—¿Adonde? —preguntó la enfermera.

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