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Authors: Muriel Spark

Memento mori (9 page)

BOOK: Memento mori
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También Charmian meditaba en la cama. Pensaba en los agravios recibidos de Mabel Pettigrew mucho tiempo atrás. Pero, en realidad, había sido Lisa Brooke quien la hizo víctima de chantaje, tanto que Charmian se vio obligada a pagar y volver a pagar, pese a que Lisa no tuviese necesidad de dinero, y había velado noches enteras devanándose los sesos hasta que dejó a su amante Cuy Leet, mientras Guy, por amor a Charmian, se casaba secretamente con Lisa al objeto de tenerla sujeta y hacerla callar. Ahora Charmian revertía todas esas culpas sobre Mabel Pettigrew, olvidando por el momento que la responsable de aquellos antiguos tormentos había sido Lisa, tan amargo era aquel recuerdo y tan perversa su nueva torturadora. En efecto, mientras le estaba quitando el vestido, Mabel Pettigrew le había dado un tirón de un brazo y seguramente le produjo una contusión con su apretón tenaz e impaciente.

—De lo que usted tiene necesidad es de una enfermera —había dicho—, y yo no lo soy.

Charmian aún estaba indignada por la insinuación de que ella necesitaba una enfermera. Por eso había decidido que, a la mañana siguiente le pagaría la mensualidad y la rogaría que se marchara. Antes de que Mabel Pettigrew apagase la luz, Charmian comenzó a decir con voz dura:

—Yo creo, señora Pettigrew…

—Oh, llámeme Mabel, tráteme como a una amiga.

—Creo, señora Pettigrew, que a partir de ahora no será necesario que usted venga a la salita cuando yo reciba a mis invitados, a menos que yo no llame…

—¡Buenas noches! —dijo Mabel Pettigrew, y apagó la luz.

De regreso a su habitación, encendió la televisión que había sido instalada a su requerimiento. La señora Anthony se había ido a su casa. Cogió su trabajo de ganchillo y se sentó a hacer labor con las agujas en tanto contemplaba la pantalla.

Tenía ganas de soltarse los cierres del corsé, pero no estaba segura de que Godfrey no sacara la cabeza para mirarla. Durante las tres semanas de su estancia en casa de los Colston, él había entrado cinco tardes en la habitación donde ella estaba. Nunca por la noche. Quizá lo hiciera esta noche, y Mabel Pettigrew no quería que la encontrara desarreglada. Oyó llamar a la puerta y dijo que entrara.

La primera vez fue necesario que el señor Colston expresara sus exigencias, pero ahora Mabel había comprendido perfectamente de qué se trataba. Godfrey —sus ojos excitados y su rostro enjuto que se destacaba a la débil luz de la lámpara— dejó en la mesita baja del café un billete de una esterlina. Luego quedó allí, de pie, mirándola con sus brazos colgantes y las piernas separadas, como el campesino de una comedia. Sin cambiar de posición, ella se levantó la falda por un lado hasta descubrir el borde de la media y el broche de la liga. Entretanto continuaba haciendo correr las agujas y mirando la televisión. En silencio, y durante un par de minutos, Godfrey contempló la media y el brillante acero de las ligas. Luego echó sus hombros hacia atrás, como para recobrar su porte normal, y, siempre en silencio, salió de la habitación.

Después de la primera vez, la señora Pettigrew se había imaginado, casi alarmándose, que las solicitudes de Godfrey fuesen el preliminar de exploraciones más audaces por su parte. Ahora había comprendido, con sentimiento de alivio propio de su edad, que él no exigiría jamás otra cosa: sólo el borde de la media y el broche de la liga. Cogió la esterlina de encima de la mesa, la colocó en su bolso de piel de ante y se aflojó los cierres del corsé. Tenía sus proyectos para el porvenir. Y de todos modos, una esterlina era una esterlina.

VI

Jean Taylor estaba sentada en la silla al lado de la cama. Nunca sabía si aquélla sería o no la última vez que pudiera sentarse en un lugar que no fuese su cama. Su artritis se agravaba y la socavaba en lo profundo. A duras penas podía mover la cabeza, y sólo muy lentamente, e incluso esto se le hacía difícil. Alec Warner movió un poco su silla para ponerse enfrente de ella.

—¿Estás atormentando a doña Lettie? —preguntó Jean.

Entre otros pensamientos, tuvo la idea de que la mente de Jean estaba ya en fase de reblandecimiento. La miró con atención a los ojos y percibió, alrededor de los bordes de la córnea, el círculo gris, el
arcus senilis.
Pero aquel círculo envolvía aún lo esencial: una inteligencia siempre despierta en medio de la decadencia.

Jean Taylor diose cuenta de que el amigo la estaba escudriñando. «Ciertamente es un investigador del tema —pensó—, pero en muchos aspectos es como los demás. También es verdad que a nosotros, los viejos, todos nos examinan en busca de nuevos signos de decaimiento.»

—Vamos, Alec, dímelo —insistió Jean.

—¿Si atormento a Lettie? —preguntó él.

Jean le habló de las anónimas llamadas telefónicas y luego añadió:

—Deja de observarme, Alec. No estoy volviéndome lela. A lo menos por ahora.

—Yo creo que Lettie lo es.

—No, no lo es, Alec.

—Admitiendo que Lettie haya recibido de verdad esas llamadas, ¿por qué insinúas que sea yo el culpable? —preguntó Alec—. Te lo pregunto por puro interés científico.

—A mí me parece verosímil, Alec. Puedo equivocarme, pero ésta es precisamente la clase de cosas que tú podrías hacer por razones de estudio, ¿no es verdad? Un experimento…

—Es cierto: pertenece a esa índole de asuntos —aceptó él—, pero en este caso dudo de que sea yo el culpable.

—Lo «dudas».

—Cierto que lo dudo. Ante un tribunal, querida, yo rechazaría la acusación con perfecta sinceridad. Pero tú ya lo sabes: yo no puedo afirmar o negar nada que entre en el campo de las posibilidades naturales.

—Alec, ese hombre eres tú, ¿sí o no?

—No lo soy. Si lo soy, no me doy cuenta de ello. Podría ser también un doctor Jekill y un señor Hyde, ¿verdad? Recientemente ha habido un caso…

—Si tú eres el culpable, la policía te descubrirá —insistió Jean Taylor.

—Tendrían que probar el hecho. Y si lo probasen de modo convincente, yo no tendría ya duda alguna.

—Alec, ¿eres tú el hombre que se oculta detrás de esas llamadas telefónicas?

—No, que yo sepa.

—Entonces, si no eres tú, ¿se trata, quizá, de alguien pagado por ti?

Pareció como si él no oyera la pregunta, pero, entretanto, continuaba observando a la abuela Barnacle, como si fuera un naturalista en vacaciones. Abuela Barnacle sufría aquel examen con complaciente sumisión, lo mismo que hacía cuando el médico conducía a los estudiantes de medicina alrededor de su cama, o cuando el sacerdote le llevaba los Sacramentos.

—Pregúntale cómo la tratan, ya que sigues mirándola tan insistentemente —sugirió Jean.

—¿Cómo la tratan? —preguntó Alec.

—No muy bien —contestó la abuela Barnacle. Inclinó la cabeza a un lado indicando los dispensarios de la sala, que estaban al otro lado de la entrada—. Ha habido un cambio en la dirección —añadió.

—¡Ah, sí! —dijo Alec, y reclinando la cabeza con un asentimiento definitivo que incluía a toda la sala Maud Long, trasladó su atención a Jean Taylor.

—¿Hay alguien a tu servicio? —insistió ella.

—Lo dudo.

—En tal caso, ese hombre no eres tú, ni tampoco un agente tuyo —dijo Jean Taylor.

Cuando se encontraron por primera vez, cincuenta años atrás, había quedado turbada al oírle expresar aquellas extrañas «dudas», y pensó que acaso estaba un poco loco. Sólo muchos años después acabó por pensar que expresarse de aquel modo era una especie de autoprotección, usada exclusivamente por él con las mujeres que le agradaban. No lo utilizaba con los hombres. Y después de tantos años, ella había descubierto que su manera de acercarse a la mentalidad femenina, su manera de enfrentarla, era la de tener el aire de divertirle. Cuando Jean Taylor hizo este descubrimiento se alegró de que no se hubieran casado. Él se ocultaba demasiado detrás de su comportamiento bromista, paternal —ahora ya convertido en un hábito mental—, para que entre él y una mujer adulta pudiese establecerse una justa relación.

Recordaba cierta tarde del 1928, mucho tiempo después de su sentimental romance. Ella, Jean, había seguido a Charmian en una excursión de fin de semana en el campo. Alec era uno de los invitados. Esa tarde —la cosa había divertido mucho a Charmian— él había acompañado a Jean Taylor a dar un paseo «para interrogarla, habida cuenta de que Jean era tan digna de crédito en sus testimonios». Ahora había olvidado gran parte de aquella conversación. Pero recordaba la primera pregunta de Alec.

—Jean, ¿tú crees que la otra gente existe?

Al principio, ella no comprendió ni la naturaleza ni la finalidad de la pregunta. Por un momento se había preguntado si acaso aquellas palabras podían referirse en cierto modo a su historia de amor de veinte años atrás, y si las palabras que siguieron: «Quiero decir, Jean, si crees que las personas de nuestro alrededor, son reales o ilusorias», no se refirieran a un hecho personal. Pero esta interpretación no concordaba con el conocimiento que tenía sobre la persona de Alec. En el tiempo de su amor, él no era del tipo de los que dicen con presunción: «No existe nadie en el mundo fuera de nosotros dos; sólo existimos nosotros dos solos». Por otra parte, también ella que en aquel momento paseaba al lado de ese señor de media edad, ya había pasado de los cincuenta.

—¿Qué quieres decir? —le había preguntado.

—Ni más ni menos lo que he dicho.

Habían llegado a un bosque de hayas aún empapado a causa del temporal de la noche anterior. De vez en cuando una pequeña gota de agua de lluvia caía de las hojas y golpeaba sus sombreros. Él la cogió del brazo y la condujo fuera del camino principal, por lo que a Jean, no obstante su buen sentido, de repente le pasó por la cabeza que Warner era un asesino, un loco. Pero en aquel mismo instante ella recordó sus cincuenta años y pico. ¿No son jóvenes, normalmente, las mujeres que acaban estranguladas en los bosques por enloquecidos sexuales? «No —volvió a pensar—, alguna vez incluso son mujeres que han cumplido los cincuenta.» Las hojas crujían bajo sus pies. En el cerebro de Jean relampagueaban ideas en contraste. «¡Pero yo le conozco bien! Es Alec Warner. Pero, ¿es verdad que le conozco? ¡Es tan extraño! Era raro incluso como amante. Pero lo conocen en todas partes. Su fama… Pero también ciertos hombres ilustres tienen sus vicios secretos. Nadie logra descubrírselos. Precisamente es su importancia lo que les protege…»

—Ciertamente, tú te das cuenta de que ésta es una pregunta digna de ser considerada —estaba diciendo él, mientras continuaba arrastrando a Jean por entre las sombras goteantes del bosque—. Admitiendo que creas en tu existencia como en una obvia realidad, ¿crees también en la de los otros? Dime, ¿crees, por ejemplo, que yo, en este preciso instante, yo existo?

Y, por debajo del ala de su fieltro castaño, escrutaba su cara.

—¿Adonde me llevas? —le preguntó Jean.

—Fuera de este bosque que chorrea de lluvia —contestó—, a través de un atajo. Entonces, dime, ¿has comprendido bien lo que te he preguntado? Es una simple pregunta…

Ella miró ante sí entre los árboles y vio que el sendero era verdaderamente un senderuelo que conducía hacia la campiña. Inmediatamente se dio cuenta de que la pregunta era puramente académica y que Alec no estaba meditando un asesinato con una infame agresión. ¿Qué razón tenía ella, después de todo, para sospechar una cosa semejante? «Qué extraño es que ciertas fantasías puedan atravesar la mente de una mujer —dijo para sí—. Alec es un hombre fuera de lo común.»

—Admito que tu pregunta puede hacerse —contestó finalmente—. A veces nos preguntamos, quizá de manera inconsciente, si las otras personas existen realmente.

—Ruego que sitúes esta pregunta en un estado mental superior al de la semiconciencia —contestó él—. Plantéatela con toda la conciencia de que seas capaz y dime cuál es tu contestación.

—Oh, entonces creo que las otras personas existen. Ésta es mi respuesta, la cual, por otra parte, viene dictada por el sentido común.

—Has decidido tu respuesta con demasiada prisa. Espera y vuelve a considerar el asunto —dijo aún Alec.

Fuera ya del bosque, habían embocado un caminito que bordeaba un campo arado y que conducía al pueblo. Y he aquí, al inicio del camino, la iglesia con su cementerio un poco en declive. Jean Taylor miró por encima de la pared del camposanto, cuando pasaban junto a él. Ahora no sabría decir si sus palabras habían sido superficiales o serias, o una y otra cosa juntas. Por el resto, incluso cuando eran jóvenes —y especialmente durante aquel julio del 1907, en la alquería— no supo jamás demasiado bien cómo tratar a Alec, y alguna vez le había causado un poco de miedo.

Jean miró el cementerio. Alec miró a Jean y con indiferencia notó que, bajo la sombra del sombrero, la mandíbula de ella no estaba más marcada que en el pasado. En su juventud, su rostro había sido mórbido y redondo y su voz era muy dócil, como la de un enfermo. En los años de la madurez empezó a revelar, en el aspecto, cierta angulosidad. Su voz se había hecho más profunda y la línea de la mandíbula casi masculina. Alec se fijaba mucho en esos detalles y quizá los apreciaba. Jean le gustaba.

Ella se detuvo y se asomó por encima del muro de piedra para observar las losas.

—Este cementerio es una prueba de que las otras personas existen —dijo.

—¿En qué sentido?

Jean no estaba muy segura. En seguida, después de haber pronunciado aquellas palabras, ya no sabía bien porqué las había pronunciado, y cuanto más se preguntaba qué había querido decir, tanto menos conseguía darse perfecta cuenta.

Alec intentó saltar la pequeña pared, pero no lo consiguió. Era una pared baja, pero no lo suficiente para sus fuerzas.

—Tengo casi cincuenta años —dijo sin sentirse embarazado, sin una disimuladora sonrisa.

Y Jean recordó que en el 1907, en la hacienda rural, cuando por casualidad él subrayó que los dos habían superado la primera juventud —Alec tenía veintiocho años y Jean treinta y dos—, se había sentido ofendida y embarazada hasta que luego se dio cuenta de que Alec no había querido ofenderla sino tan sólo precisar un dato de hecho. Y Jean habituándose a esas maneras, antes de finalizar el mes encontró el valor de declararle con extrema indiferencia:

—Nosotros somos de distinta condición social.

Él se sacudió de los pantalones la tierra suelta de la pared del cementerio.

—Voy por los cincuenta. Me gustarla mirar esas losas. Entremos por la verja.

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