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Authors: Muriel Spark

Memento mori

BOOK: Memento mori
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Londres a finales de la década de 1950. Un grupo de ancianos de posición acomodada y que se conocen desde hace más de cincuenta años, empiezan a recibir una serie de llamadas inquietantes. Una voz anónima al teléfono les hace una sencilla petición: «Recuerda que debes morir». Para cada uno de ellos la voz es diferente (joven, vieja, madura, hombre, mujer) y la policía es incapaz de localizar las llamadas y detener al grupo de bromistas.

Estas llamadas provocan una reacción diferente en cada uno de los ancianos, que acaban destapando secretos, envidias, infidelidades, y escándalos largamente olvidados, que empiezan a resquebrajar la apariencia de respetabilidad y decoro de sus vidas. Cada uno de los personajes intenta conservar su fachada, intentando mantener oculto el pasado, mientras se enfrentan a los achaques inevitables de las veces y se ve confrontado con ese «memento mori», ese recuerdo de la muerte, que se vislumbra al final del camino.

Una divertida reflexión sonbre la muerte que deja en el lector una vivificante sensación de vida. Y una crítica sutil y feroz a un mundo en decadencia, basado en las apariencias y la hipocresía, que son a la vez el sosten de los personajes y su mayor amenaza

«En Memento Mori se puede encontrar una brillantez heredera de Waugh, por la economía y sencillez de la narrativa, la continua invención de sorpresas, la justeza de los diálogos, el tono controlado. Esto último es el más destacable de los logros de Muriel Spark. Nada está forzado y mucho menos el humor»

Muriel Spark

Memento mori

ePUB v2.1

Polifemo7
05.11.11

Titulo original: MEMENTO MORI

Traducción del inglés:
J. B. Cuyás Boira

Sobrecubierta:
C. Torres

© Muriel Spark, 1958

© Editorial Andorra, S. L., 1968, por lo que se refiere a la presente edición.

Impresión de la sobrecubierta: Filograf - Barcelona.

Impresión del texto: Imprenta Socltra - Barcelona

Depósito legal: B. 5624 - 1969

A

TERESA WALSHE,

con amor

¿Qué haré yo de ese absurdo,

¡oh corazón, oh turbado corazón!, de esta caricatura,

la decrepitud, que me han atado

como a un perro la cola?

W. B. YEATS:
La Torre.

¡Oh, cuán venerables y venerandas criaturas

parecían los viejos! ¡Querubines inmortales!

THOMAS TRAHERNE:
Siglos de meditación.

¿Cuáles son las últimas cuatro cosas

que siempre hemos de recordar?

Las últimas cuatro cosas que siempre

hemos de recordar son: la Muerte,

el Juicio Final, el Infierno y el Paraíso.

Del
Penny Catechism.

I

Doña Lettie Colston cargó la pluma estilográfica y continuó la carta.

«Confío que cualquier día escribirás con la misma brillantez sobre un tema más alegre. En estos tiempos de guerra fría considero que deberíamos remontarnos por encima de lo sombrío y de la niebla para sumergirnos en el límpido cristal.»

Sonó el teléfono. Doña Lettie levantó el receptor. Como había temido, el hombre habló sin darle tiempo de decir una palabra. Apenas hubo pronunciado la frase, ahora ya familiar, ella preguntó:

—¿Quién es, quién habla?

Pero quien fuese, al igual que las otras ocho veces precedentes, había cortado la comunicación.

Doña Lettie telefoneó al subinspector, como se le indicó que hiciera.

—El hecho se ha repetido —dijo.

—Comprendo. ¿Tomó nota de la hora?

—Ha ocurrido hace un momento.

—¿Las mismas palabras?

—Sí —contestó—, las mismas. Ciertamente, creo que usted tendrá algún medio para buscar…

—Sí, doña Lettie, lo atraparemos, no lo dude.

Minutos después doña Lettie telefoneó a su hermano Godfrey.

—Godfrey, ha ocurrido otra vez.

—Ahora voy a buscarte, Lettie —propuso él—. Debes pasar la noche con nosotros.

—¡Tonterías! No hay peligro. Sólo es una molestia.

—¿Y qué te ha dicho?

—Siempre lo mismo. Usa un tono decidido, no precisamente amenazador. Estoy segura de que ese hombre debe ser un loco. Ignoro la opinión de la policía. Pero, evidentemente, tienen que estar dormidos. El asunto dura ya seis semanas.

—¿Sólo dice esas palabras?

—Sí, y siempre las mismas: «Recuerde que ha de morir». Nada más.

—Debe tratarse de un maniático —sentenció Godfrey.

* * *

La mujer de Godfrey, Charmian, estaba sentada, los ojos cerrados, intentando disponer sus pensamientos en orden alfabético. Mejor el orden alfabético, le había dicho Godfrey, que ningún otro orden, porque ahora no estaba en situación de adoptar el nexológico ni el cronológico. Charmian tenía ochenta y cinco años. Días antes, un periodista de un semanario le hizo una interviú. Godfrey le leyó después el artículo de aquel joven.

«Cerca del hogar-chimenea sentábase una frágil y anciana dama. Una dama que un tiempo iluminó todo el mundo de las letras (incluso también al Támesis)…

A pesar de sus años, esa figura legendaria está llena todavía de vitalidad…»

Charmian diose cuenta de que estaba a punto de adormilarse. Por eso se dirigió a la sirvienta que ordenaba las revistas colocadas sobre la larga mesa de nogal junto a la ventana.

—«Taylor», voy a descabezar un sueñecito de cinco minutos. Telefonee al San Marcos y diga que llegaré de un momento a otro.

Precisamente en este instante, Godfrey entró en la habitación, con el sombrero en la mano y el abrigo puesto.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó.

—¡Oh, Godfrey, me has sobresaltado!

—«Taylor»… —repitió él—, «San Marcos»… ¿No te das cuenta de que en esta habitación no hay ninguna sirvienta y que, además, no estás en Venecia?

—Ven a calentarte junto al fuego —dijo ella—, y quítate el abrigo.

Creía que su marido acababa de llegar.

—Pero si voy a salir —replicó él—. Voy a buscar a Lettie. Esta noche dormirá con nosotros. La han molestado de nuevo con otra de sus anónimas llamadas telefónicas.

—Era un muchacho simpático el que vino a visitarme el otro día —dijo Charmian.

—¿Qué muchacho?

—El del periódico, aquel que escribió…

—¡Pero si ya han pasado cinco años desde entonces! —le interrumpió su marido.

«¿Por qué uno no consigue ser amable con ella? —se preguntó Godfrey, mientras conducía el coche hacia Hampstead, en dirección a la casa de Lettie—. ¿Por qué uno no consigue ser más amable?»

Tenía ochenta y siete años y estaba en posesión de todas sus facultades. Cuando reflexionaba sobre su comportamiento, Godfrey no se refería nunca a sí mismo en primera persona, solía usar el pronombre indefinido.

* * *

—¡Tonterías! —exclamó Lettie—. Yo no tengo enemigos.

—Piensa —insistió Godfrey—. Piénsalo bien.

—El semáforo está en rojo —advirtió Lettie—. Además, no me hables como si yo fuera Charmian.

—Lettie, por favor, no tengo necesidad de que me enseñen a conducir. He visto muy bien el semáforo.

A decir verdad, había frenado bruscamente, y Lettie fue lanzada hacia delante.

Cuando el semáforo dio el verde, ella emitió un suspiro altamente significativo, y su hermano reanudó la carrera a mayor velocidad.

—¿Sabes, Godfrey —empezó—, que para la edad que tienes eres maravilloso?

—Todos lo dicen.

Moderó la marcha. El suspiro de alivio de Lettie fue imperceptible, como también el ademán de darse unos afectuosos golpecitos sobre su propio hombro.

—Dada tu posición —prosiguió él—, debes tener enemigos.

—¡Tonterías!

—Yo te digo que sí.

Y aceleró.

—Bueno. Quizá tengas razón.

Godfrey redujo de nuevo la velocidad, pero Lettie pensó:

«¡Ojalá no me fuera!»

Estaban en Knightsbridge. Ahora bastaba mantenerlo tranquilo hasta haber alcanzado Kensington Church Street y girado hacia Vicarage Gardens, donde vivían Godfrey y Charmian.

—He escrito a Eric a propósito de su libro —dijo ella—. Naturalmente, él tiene algo de la viveza de ingenio de su madre cuando escribía; pero creo que la trama adolece de falta de alegría y optimismo, características de una buena novela de aquella época.

—No conseguí leer ese libro —dijo Godfrey—. Literalmente no pude seguir adelante. Un comerciante de automóviles de Leeds y su mujer pasan la noche con un bibliotecario comunista… ¿Dónde puede ir a parar una situación semejante?

Eric era su hijo. Tenía cincuenta y seis años. Hacía poco se había puesto a la venta su segunda novela.

—Por más esfuerzos que haga, nunca llegará a la altura de Charmian —prosiguió Godfrey.

—Bueno, yo no estoy plenamente de acuerdo contigo sobre este punto —replicó Lettie, admitiendo que ahora se habían detenido ante la casa—. Eric tiene una áspera vena de realismo que Charmian nunca ha…

Godfrey había bajado del coche y dio un portazo. Lettie suspiró y le siguió a la casa, doliéndose aún de haber ido.

* * *

—¿Se ha divertido en el cine, señorita Taylor? —preguntó Charmian.

—No soy Taylor —protestó Lettie—. De todos modos, durante los últimos veinte años aproximadamente que estuvo a tu servicio, la llamaste siempre Jean y no Taylor.

La señora Anthony, la asistenta, entró con el café con leche que depositó sobre la mesa del almuerzo.

—¿Se ha divertido en el cine, señorita Taylor? —le preguntó Charmian.

—Sí, gracias, señora Colston —contestó la asistenta.

—La señora Anthony no es la señorita Taylor —insistió Lettie—. Aquí no hay nadie que se llame Taylor. De todas maneras en los últimos tiempos solías llamar Jean a la señorita Taylor. Sólo de muchacha la llamabas Taylor. De modo que la señora Anthony no es la señorita Taylor.

Entró Godfrey y besó a Charmian, que le dijo:

—Buenos días, Eric.

—No es Eric —intervino Lettie.

Godfrey miró a su hermana arrugando la frente. Le irritaba que ella se pareciese a él. Abrió el «Times».

—¿Hay muchas esquelas hoy? —preguntó Charmian.

—¡Oh, no seas macabra! —exclamó Lettie.

—¿Quieres que te las lea, querida? —preguntó Godfrey, volviendo las páginas del periódico, en busca de las esquelas, como desafiando a su hermana.

—Prefiero las noticias de la guerra —contestó Charmian.

—La guerra terminó en 1945 —intervino de nuevo Lettie—. Suponiendo que aludas a la última guerra. ¿O acaso te referías a la primera Guerra Mundial? ¿O a la de Crimea…?

—Lettie, por favor —la interrumpió Godfrey.

Había notado que la mano de su hermana temblaba al levantar la taza y que en su mofletuda mejilla izquierda se había acentuado la habitual contracción nerviosa. Pensó que él estaba mucho más en forma que Lettie, aunque ella fuera más joven: sólo setenta y nueve años.

La señora Anthony se asomó a la puerta.

—Hay alguien que llama a doña Lettie al teléfono.

—Oh, ¿quién es?

—No ha querido decir su nombre.

—Pregunte quién es, se lo ruego.

—Ya se lo he preguntado. No ha querido…

—Voy yo —la interrumpió Godfrey.

Lettie le siguió al teléfono y oyó como salía del micrófono la conocida voz masculina.

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