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Authors: Muriel Spark

Memento mori (20 page)

BOOK: Memento mori
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Godfrey movió el brazo para empujar hacia dentro la manga de la chaqueta y dijo:

—Mortimer, ese hombre del teléfono exagera, me parece…

—Aquí tengo una copia de la declaración de usted, Colston —le interrumpió Henry Mortimer, abriendo la carpeta—. Propongo leerles sus declaraciones en voz alta, y que ustedes, terminada la lectura, añadan ulteriores, eventuales comentarios. ¿Aprueban este sistema?

Nadie expresó ningún desacuerdo serio sobre el sistema a seguir.

Gwen miró afuera de la ventana. Janet Sidebottome manipuló la batería eléctrica de su complicado aparato acústico. La señora Pettigrew puso el brazo sobre la mesa y apoyó la barbilla en la mano, asumiendo un aire de extrema concentración. Charmian sentada, su rostro, en forma de corazón tranquilo bajo el nuevo sombrero azul turquesa. Alec Warner miró con atención a los tres desconocidos: primero a la señora Rose, después al señor Rose y por último a la señorita Lottinville. La señora Rose tenía las cejas constantemente levantadas en una expresión resignada que surcaba su frente de profundas arrugas. Su consorte tenía la cabeza ladeada, enormes espaldas y una boca carnosa y caída, con una inclinación de igual grado que el de su mentón, de sus mejillas y de su nariz. Los Rose debían tener ochenta años, si no más. Lottinville era bajita, pequeña y su cara reflejaba siempre una constante expresión irritada. El lado izquierdo de su boca y el ojo derecho eran sacudidos, simultáneamente, por un tic nervioso.

La voz de Henry Mortimer no tenía un timbre demasiado oficial, pero era firme.

«…poco después de las once de la mañana… en tres distintas ocasiones… Parecía la voz de un hombre de pueblo. Tono amenazador… Cada vez las palabras fueron…

«…en varias horas del día… la primera vez fue el 12 de marzo. Las palabras fueron… Tono decidido, sin particulares inflexiones… Voz juvenil, tipo gamberro…

«…primeras horas de la mañana… cada semana desde últimos del pasado agosto. Era la voz de un hombre de edad media… Tono muy siniestro…

«Era la voz de un joven muy amable…» Ésta era la declaración de Charmian.

Godfrey interrumpió.

—¿Cómo puede ser un «joven muy amable» para decir cosas de ese calibre? ¡Sé razonable, Charmian!

—Lo era —insistió ella—. Las tres veces estuvo muy amable.

—Quizá si me dejasen continuar… Más tarde Charmian podrá añadir sus comentarios —intervino Henry.

Y acabó de leer la declaración de la señora Colston.

—Exacto —comentó la interesada.

—Pero ¿cómo podía ser muy amable? —insistió Godfrey.

—El señor Guy Leet —anunció Henry, cogiendo la hoja siguiente—. ¡Ah, es verdad! Guy no está aquí, naturalmente.

—Guy me ha rogado que les dijera que podíamos discutir su caso como quisiéramos —empezó a decir Alec—, con tal de que no hablásemos de su vida privada hasta el año 1940.

—Se ve obligado a moverse con dos bastones —comentó Godfrey.

—Las manifestaciones de Guy —continuó Henry— son, substancialmente, iguales a las otras, con la sola diferencia, muy interesante, de que él recibe llamadas por conferencia telefónica desde Londres, entre las seis y las ocho, cuando funciona la tarifa reducida. En su opinión el culpable es un estudiante.

—¡Tonterías !—exclamó Lettie—. Es un adulto.

—Es sencillo interceptar una llamada por conferencia desde Londres a las localidades de fuera —continuó Henry—. Con todo, la policía no ha encontrado hasta hoy a nadie que haya llamado a Guy Leet a Stadrost.

—¡Claro! —prorrumpió Lettie—. La policía…

—De todas maneras esos detalles los discutiremos más adelante —cortó Henry.

—Ahora le toca a Ronald Sidebottome. ¡Ah, es verdad, Ronald también está ausente! ¿Qué le ha pasado, Janet?

—Era un joven… un gamberro, como ya he dicho —contestó Janet Sidebottome.

—Ronald —tronó Godfrey pegado a su oreja—. ¿Por qué no ha venido Ronald? Aseguró que no faltaría.

—¡Oh, Ronald! Debía venir a recogerme. Se le habrá olvidado. Ha sido muy molesto. Le he estado esperando y luego le he telefoneado, pero no estaba en casa. En este período, a fuer de sincera, no puedo decirles nada de Ronald. No está nunca en casa.

Alec Warner sacó una pequeña agenda y escribió algo con lápiz.

—La declaración de Ronald —reanudó Mortimer—, describe al desconocido como a un hombre de edad muy avanzada, con una voz quebrada, más bien temblorosa y de tono suplicante.

—Debe tener el aparato estropeado —intervino Lettie—. La voz de aquel hombre es robusta y tiene un tono siniestro. Se trata de una persona de mediana edad. No debe olvidar, Henry, que yo, de ese individuo, he hecho una experiencia mucho más larga que cualquier otro.

—Sí, querida Lettie, admito que usted se ha visto perseguida de manera particular. Ahora, señorita Lottinville, su declaración… «A las tres de la madrugada… Un extranjero…»

Por el umbral de la puerta apareció la cabeza de la señora Mortimer.

—El té ya está preparado, Henry, para cuando tú digas. Lo tengo todo a punto en el carrito de la primera comida, así…

—Dentro de cinco minutos, Emmeline.

Ella desapareció, y Godfrey la siguió con ávida mirada.

—Llegamos ya al señor Rose —dijo Henry—. «He recibido la llamada en mi puesto de trabajo a mediodía y durante dos días consecutivos… El hombre tiene la voz de un funcionario… Edad: madurez avanzada.»

—Ésta me parece una declaración concreta —comentó Lettie—. Tan sólo que yo calificaría esa voz de «siniestra».

—¿Tenía algún defecto de habla, señor Rose? —preguntó Godfrey.

Rose, en su declaración, no había mencionado dificultades de pronunciación.

—¿Tenía algún defecto de pronunciación, señor Rose? —preguntó Henry a su vez.

—No, no. Tenía la voz de un funcionario. Mi mujer sostiene que es un militar, pero yo diría que se trata de un funcionario del Gobierno.

Todos hablaron a la vez.

—¡Oh, no! —intervino Janet Sidebottome—. Era…

Doña Lettie:

—Una banda, debe tratarse de una banda.

Lottinville:

—Le aseguro, inspector jefe, que en mi opinión es un oriental…

Henry esperó algún minuto para que las voces se aquietaran. Luego preguntó a Rose:

—¿Está satisfecho de su deposición tal como la he leído hace un momento?

—Enteramente.

—Bien, entonces reanudaremos la discusión después del té —propuso Mortimer.

La señorita Lottinville intervino:

—No ha leído la declaración de la señora que está a mi izquierda.

La señora de la izquierda de la señorita Lottinville era Mabel Pettigrew.

—Yo no he recibido llamadas por teléfono como las de ustedes, y por eso no he tenido que declarar nada —dijo Mabel Pettigrew.

Dada la vivacidad del tono con la cual había hablado, Alec Warner se preguntó si la mujer no estaría mintiendo.

Emmeline Mortimer se sentó. La tetera de plata descansaba sobre una bandeja cuidadosamente preparada.

—Venga a sentarse a mi lado —dijo amablemente a Gwen—. Así me ayudará a pasar las tazas.

Gwen encendió un cigarrillo y se sentó de través en el lugar que le había sido indicado.

—¿Usted también se ve perseguida por esas llamadas? —le preguntó Emmeline.

—¿Yo? No, yo siempre recibo las llamadas de los que se equivocan de número.

—Personalmente, no he tenido ninguna molestia por ese motivo —dijo la señora Pettigrew dirigiéndose a Emmeline—. Dicho entre nosotros, yo creo que todo eso es un tinglado. No creo ni media palabra de lo que dicen. Únicamente tratan de atraer sobre ellos la atención del prójimo. Son igual que niños.

—¡Qué magnífico jardín! —exclamó Charmian.

* * *

Estaban de nuevo reunidos en el comedor, en donde el fuego brillaba débilmente a la luz del sol.

—Si tuviese que empezar a vivir de nuevo desde el principio —dijo Henry Mortimer—, tomaría cada noche la costumbre de predisponerme al pensamiento de la muerte. Ningún otro ejercicio fortifica más la vida que éste. La muerte, cuando se acerca, no debería cogernos de sorpresa. Por el contrario, debería ser una parte de la esfera de la vida. Sin el sentimiento, siempre presente, de la muerte, la vida no tiene sabor. ¡Tanto valdría vivir de claras de huevo!

Doña Lettie le interrumpió ásperamente y de improviso.

—¿Quién es ese hombre, Henry?

—Querida Lettie, en eso yo no te puedo ayudar.

Ella le miró de manera tan fija que el inspector se sintió casi como si sospechara de él.

—Lettie piensa que ese hombre es usted —insinuó Alec malévolamente.

—No creo —rechazó Henry—, que Lettie pueda atribuirme toda la energía y la constancia que evidentemente posee el culpable.

—Nosotros sólo deseamos que lo deje —intervino Godfrey—. Y para conseguirlo hemos de descubrir de quién se trata.

—Yo creo —dijo Janet Sidebottome— que todo cuanto Mortimer decía hace poco sobre resignarnos ante la muerte es muy alentador, muy edificante. En estos días nos olvidamos muy fácilmente del lado religioso. Le doy las gracias, Mortimer.

—Gracias a usted, Janet. Quizá su expresión «resignarnos a la muerte» no refleje exactamente lo que yo quería decir. Claro está que yo no me atrevo a expresar un punto de vista estrictamente religioso. Mis observaciones tan sólo se limitan…

—A mí me ha parecido que sus palabras estaban inspiradas por un profundo sentido religioso —insistió Janet.

—Gracias, Janet.

—¡Pobre joven! —dijo Charmian, meditabunda—. Tal vez se encuentra solo y siente la necesidad de hablar con alguien. Por eso telefonea.

—La policía no puede hacer nada. De verdad, Henry, que va siendo hora de que se haga una interpelación a la Cámara —dijo Lettie en tono admonitorio.

—Consideren las discrepancias más bien notables que se revelan entre sus declaraciones —reanudó Henry—. En determinado momento de sus investigaciones, la policía debe haber llegado a la conclusión de que no sea un hombre solo el que actúa, sino toda una banda. La policía, por tanto, ha empleado todos los sistemas de investigación conocidos a la criminología y la ciencia, pero hasta hoy sin éxito alguno. Ahora bien, un factor solo es la constante en todas las declaraciones de ustedes. Las palabras, «Recuerden que han de morir». Tener eso presente es una cosa excelente, me parece, porque no expresan ni más ni menos que la verdad. Acordarse de la muerte es, en cierto sentido, una norma de vida.

—Para concretar… —interrumpió Godfrey.

—Godfrey —dijo Charmian—, estoy segura de que todos están fascinados por lo que está diciendo Henry.

—Es muy confortador —intervino Janet Sidebottome—. Siga hablando, Mortimer.

—¡Oh, sí! —exclamó Lottinville, quien gustaba también de las consideraciones filosóficas del inspector. Y también el señor Rose, con sus ojos indulgentes y resignados, hizo un ademán afirmativo con la cabeza, en un melancólico, sabio y antiguo signo de consentimiento.

—¿Han considerado —preguntó Alec— la hipótesis de un caso de histerismo colectivo?

—¿Que hace sonar los teléfonos? —objetó Rose, poniendo las palmas de sus manos sobre la mesa.

—¡Es absurdo! —exclamó Lettie—. Podemos excluir la histeria colectiva.

—¡Oh, no! —rebatió Mortimer—. En un caso de esa índole no podemos descartar ninguna posibilidad. Lo difícil radica precisamente en eso.

—Dígame —preguntó Alec al inspector jefe mirándole con sus penetrantes ojos—, ¿podría darnos la definición de un místico?

—No he sido nunca invitado a definirme antes de ahora. Verdaderamente, no sabría qué responder.

—El punto es ése —dijo el señor Rose—, ¿quién es el individuo que intenta infundirnos de ese modo el temor de Dios?

—¿Y cuál es el motivo? —continuó Godfrey—. Eso es lo que yo pregunto.

—El motivo puede ser diferente para cada uno de los casos, a juzgar por las pruebas que tenemos delante —dijo Mortimer—. Todos nosotros hemos de darnos cuenta de que, en cada caso particular, el culpable es la persona que cada uno de nosotros cree que sea.

* * *

—Pero ¿les dijiste a ellos cuál es tu teoría? —preguntó Emmeline a su marido, cuando todos se hubieron marchado.

—¡No, querida! En vez de exponerles mi teoría les he dedicado breves sermones filosóficos, que me han ayudado a pasar el tiempo.

—¿Les han gustado tus sermones?

—A las mujeres, en parte, sí. La muchacha parecía menos aburrida que de costumbre. Lettie ha protestado.

—¡Oh, Lettie!

—Ha dicho que habían perdido toda la tarde.

—¡Qué falta de tacto! ¡Después de mi delicioso té!

—Fue un té maravilloso. Pero la parte que yo he representado ha sido inútil, y me temía ya que precisamente lo sería.

—¡Si hubiese podido decir lo que pienso! ¡La culpable es la Muerte! ¡Me hubiera gustado ver sus caras!

—Se trata de una opinión personal. No se puede imponer la propia opinión a los otros.

—Entonces, ¿no se arriesgan a decidirse?

—No. Creo que ahora iré a poner el desinfectante a los perales.

—Tesoro —intervino Emmeline— hoy ya has hecho bastante. Tú lo sabes. Y también yo estoy segura.

—El problema con esa gente —continuó diciendo Mortimer— es que creen que el C.I.D. es el Padre Eterno, capaz de distinguir todos los misterios y depositario de todo el saber. Cuando, en realidad, nosotros sólo somos unos meros policías.

Fue al comedor para leer, junto al hogar. Antes de sentarse arregló las sillas alrededor de la mesa y colocó otras a su sitio acostumbrado apoyadas a la pared. Vació el cenicero en la chimenea. Por la ventana miró el cielo sumergido en la penumbra y se deseó un bueno verano. Aún no había hablado con Emmeline, pero aquel verano confiaba poner el yate en el mar, el cual —desde que estaba jubilado— había sacrificado al automóvil. Le parecía que ya estaba notando en las orejas el viento marino, húmedo y fuerte.

El teléfono llamó. Mortimer fue a la habitación y contestó. Después de pocos segundos colgó el receptor.

«Es extraño. La mía es siempre una voz de mujer —pensó—. Los otros, al teléfono, oyen hablar a un hombre. Por el contrario, yo oigo a una mujer de tono distinguido y respetuoso.»

XII

—Yo le he dicho lisa y llanamente lo que pienso —dijo Mabel Pettigrew a la señora Anthony—. Le dije: «Todo eso son cuentos, inspector. La primera fue doña Lettie Colston, luego Godfrey, que también quería entrar en el asunto, y así aquélla incitó a ése. Hasta el día de mi muerte yo juraré que todo eso es un tinglado…» Pero él no me apoyó. ¿Por qué? Yo le diré por qué: si él hubiese admitido que únicamente se trata de una fantasía, doña Lettie lo hubiera borrado de su testamento.

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