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Authors: Muriel Spark

Memento mori (22 page)

BOOK: Memento mori
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Primero oyó el golpe de la puerta de entrada y después el de la del automóvil. A continuación, y en seguida, el taconeo de Mabel Pettigrew que se dirigía hacia la puerta de ingreso. Charmian oyó como la abría y decía en voz alta: «¡Espere, Godfrey. Voy con usted!» Pero el coche ya se había ido. Godfrey estaba en camino. Mabel Pettigrew dio un portazo y fue a su habitación. Pocos minutos después volvía a bajar y salía.

* * *

La señora Pettigrew había informado a Godfrey de su intención de acompañarle al despacho de su abogado. Cuando comprobó otra vez que Colston la había engañado, tuvo la certeza de que él no tenía ninguna intención de entrevistarse con el abogado. En cuestión de pocos segundos se puso abrigo y sombrero, y recorrió parte de la calle a la busca de un taxi.

Como primera providencia se hizo llevar al edificio bombardeado junto a King's Road. Allí, como había previsto, estaba aparcado el automóvil. Pero ninguna traza de su propietario. Entonces dio órdenes al taxista para que diera una vuelta al cuadro de edificios, confiando sorprender a Godfrey antes de que alcanzase su destino, cualquiera que éste fuese.

Entretanto, Godfrey se dirigía al pequeño departamento de Olive. Llegaba a él en unos siete minutos caminando con el paso más rápido que podía permitirse. Dio vuelta a Tite Street, manteniendo la cabeza mucho más baja de cuanto lo exige la naturaleza cuando uno tiene que ponerse al amparo de un imprevisto aguacero.

Hacía votos por que Olive tuviese preparado ya el té y esperaba que no hubiesen visitas que lo obligaran a pedir, empleando un comportamiento de tonto, la dirección del abuelo poeta. Quizás Olive estaría dispuesta a oírle. Sabía escuchar y sabía dar consuelo. Probablemente había tenido noticias de Eric. A saber cuáles, no obstante. Le había prometido que escribiría a Eric, de manera estrictamente confidencial, sobre sus dificultades con Mabel Pettigrew, pidiéndole ayuda. Indudablemente Eric no desearía nada mejor que volver a relacionarse normalmente con sus padres. Ese hijo había sido un desengaño, ciertamente. Pero ahora se le presentaba una ocasión para rehabilitarse. Eric colocaría cada cosa en su sitio. Sin duda alguna Olive había tenido noticias.

Llegó al cancel y lo abrió. Cosa rara, en el vestíbulo interior de la escalera había un cúmulo de despojos. El bidón de la basura estaba rebosante y por la tapadera sobresalían zapatos viejos, bolsos y cinturones. Por el suelo, esparcidos, periódicos, latas, utensilios de cocina enmohecidos, botellas vacías de diversas formas y una pantalla estropeada.

«Olive habrá hecho la limpieza de primavera y tirado todos los trastos viejos —pensó Godfrey—. ¡Qué despilfarro, y qué desorden! Siempre se queja de que le falta dinero. Viendo esto no me extraña».

Nadie contestó a su llamada. Se acercó a la ventana, la cual estaba protegida por un enrejado de la habitación delantera, y sólo entonces se dio cuenta de que no había visillos. Echó una ojeada al interior. La habitación estaba completamente desnuda. ¿Habíase equivocado de casa? Subió los peldaños y observó el número atentamente. Volvió a bajar, por segunda vez, y de nuevo miró la estancia vacía. Olive se había ido para siempre. Al darse cuenta, su primer pensamiento fue dejar lo antes posible los aledaños de la casa. En todo eso había algo misterioso, y Godfrey no soportaba los misterios. Quizás Olive se había visto envuelta en un escándalo. Cuando la semana anterior fue a verla, ella no le había manifestado intención alguna de dejar el departamento. Mientras ahora iba a lo largo de Tite Street, sentía aumentar cada vez más su temor de un escándalo imprevisto y tenía un único deseo: olvidar que jamás había conocido a aquella joven.

Atravesó King's Road. Compró un periódico de la tarde. Dio vuelta por una calle lateral en donde tenía el coche. Antes de que llegara a él, se detuvo un taxi a su lado, del cual bajó la señora Pettigrew.

—¡Ah, está aquí! —exclamó la mujer.

Mientras ella pagaba el taxi, Godfrey quedó de pie, inmóvil, sintiéndose culpable. El sentimiento de culpa era el estado de ánimo fundamental que la señora Pettigrew suscitaba en él. Ningún pensamiento, palabra o acción de su vida le había hecho probar nunca algo que se asemejase a lo que estaba experimentando ahora, de pie, en espera de que su perseguidora pagase al chófer y se diese vuelta para preguntarle:

—¿Dónde ha ido?

—A comprar un periódico —contestó.

—¿Ha aparcado aquí el coche para recorrer a pie toda la calle e ir a comprar un periódico?

—Tenía ganas de dar cuatro pasos —dijo Godfrey—. Me sentía un poco entumecido.

—Llegará a la entrevista con retraso. ¡Venga, muévase pronto! Le dije que me esperara. ¿Por qué se marchó sin mí?

—Olvidé que usted también quería venir —excusóse Godfrey mientras subía al coche—. Tenía prisa por ir al despacho del abogado.

Ella se dirigió al otro lado del automóvil y se sentó al lado de él.

—Habría podido abrirme la puerta —dijo.

Al momento, Godfrey no comprendió ni siquiera a qué se refería. Desde hacía mucho tiempo había tomado la costumbre de servirse de su avanzada edad como pretexto para sustraerse a las costumbres «caballerescas» de su juventud. Ahora, por automatismo, se había vuelto grosero en su comportamiento, como si eso fuera un derecho adquirido hacía ya tiempo. Mientras nerviosamente se dirigía hacia Sloane Square, advirtió, tras las palabras de Mabel Pettigrew, un nuevo y pavoroso trastorno de sus costumbres.

Ella cogió el periódico y echó una ojeada a la primera página.

—¡Ronald! —exclamó—. ¡Ronald Sidebottome en el periódico! Ésta es su fotografía. ¡Se ha casado! No, no mire, procure ver por dónde va, o acabaremos por chocar con alguien. ¡Cuidado! ¡Luz roja!

Fueron proyectados violentamente hacia delante. Godfrey había frenado.

—Vamos, esté un poco más atento y sea más prudente.

Él miró al regazo de ella, en donde tenía el periódico. La cara fofa de Ronald le sonreía desde la fotografía. Daba el brazo a Olive, zalamera. En la parte superior, el título decía: «Viudo de setenta y nueve años se casa con una joven de veinticuatro».

—¡Olive Mannering! —exclamó Godfrey.

—¿La conoce?

—Es la nieta de mi amigo poeta.

—El semáforo —advirtió Mabel Pettigrew.

El coche dio otro brinco adelante.

—«Rico ex-agente de cambio…» —leyó la señora Pettigrew—. Innegablemente, esa muchacha sabe lo que se pesca. «Olive Mannering… extra cinematográfica, y actriz de la B.B.C… ha dejado ahora su coquetón departamento de Tite Street, Chelsea…»

Las piezas del mosaico se iban reajustando ante los ojos de la señora Pettigrew. Un corazón, decíase, habla a otro corazón. Ella contempló la fotografía de Olive y comprendió adonde se dirigía Godfrey durante las tardes en las que aparcaba el coche frente del edificio bombardeado.

—Naturalmente, Godfrey, ese será un duro golpe para usted —dijo.

«Dios mío, lo sabe todo», pensó Godfrey.

Subió al estudio del abogado, dócil como un corderito, mientras Mabel Pettigrew lo esperaba en el coche. Ni siquiera intentó eludir los deseos de ella, como casi había esperado poder hacer si, al fin, se hubiese visto obligado a modificar el testamento. No examinó ni siquiera la idea —por la cual habíase dejado llevar— de confiar la situación a su asesor. Mabel Pettigrew lo sabía todo y habría podido contarlo todo a Charmian. Por eso dio instrucciones para que fuese preparado un testamento en el cual dejaba la legítima a su hijo y la totalidad del patrimonio a Mabel Pettigrew. A ella le confiaba también la administración de casi toda la parte perteneciente a Charmian, en el caso de que su esposa le sobreviviera.

—¡Bien! —exclamó el abogado—. Naturalmente, necesitaremos cierto tiempo para preparar el nuevo redactado.

—Debe hacerlo inmediatamente —dijo Godfrey.

—¿No sería mejor que lo pensase de nuevo, señor Colston? La señora Pettigrew, ¿es su gobernanta?

—Tiene que ser preparado inmediatamente —repitió Godfrey—. Sin demora, se lo ruego.

—¡Repugnante! —dijo más tarde, aquella noche misma, a Charmian—. ¡Un hombre que va para los ochenta años casarse con una muchacha de veinticuatro! ¡Absolutamente asqueroso! ¡Y por añadidura, más sordo que una campana!

—Godfrey —dijo ella—, el próximo domingo por la mañana iré a la clínica. Me he puesto ya de acuerdo con mi médico y el banco. Las «Universal Aunts»
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vendrán mañana por la mañana a ayudarme a hacer el equipaje. Me acompaña Janet Sidebottome. No quiero que te molestes, Godfrey. Podías sufrir si tuvieras que llevarme tú mismo. En pocas palabras, temo que no podría soportar más esas llamadas telefónicas. En cuatro días me llevarían a la tumba. Es necesario, incluso, que evite la vista de un teléfono. He hablado con Lettie, la cual ha aprobado mi decisión. Incluso la señora Pettigrew cree que ésta es la solución mejor, ¿no es verdad, Mabel? Todos están de acuerdo. Confieso que me siento muy triste. Por otra parte, eso tenía que acabar así. Tú mismo has dicho a menudo…

—Pero a ti no te importan nada las llamadas telefónicas —gritó él—. ¡No te importan absolutamente nada!

—¡Oh, sí que me importan, y de qué manera! No lo resisto más.

—¡No es necesario que seas tú la que contestes al teléfono! —chilló aún Godfrey.

—Pero cada vez que el aparato llama, siento que es él.

Charmian tuvo un breve escalofrío.

—¡La impresiona tanto el teléfono! —exclamó la señora Pettigrew.

Godfrey comprendió que no podía oponerse.

XIII

—Lo que me ha sorprendido, lo confieso —dijo Alec Warner a la señorita Taylor—, es que, durante unos minutos, sentí unos reales y verdaderos celos. Olive, naturalmente, era una joven cordial y muy consciente al proporcionarme las informaciones que lograba recoger. Sentiré su falta. Pero el hecho curioso es que mi primera reacción a la noticia haya sido una punta de celos, de envidia por Ronald. No es que Olive haya sido nunca mi tipo, entendámonos…

—¿Has tomado nota de tu reacción?

—Sí, hice unas anotaciones.

«No dudo de que lo haya hecho», pensó Jean Taylor.

—Oh, sí, tomé unas notas. Tengo siempre referencias de esas imprevistas desviaciones de mi «Alta eclesiasticidad».

Su «Alta eclesiasticidad» era una expresión que él la había tomado a préstamo de Jean Taylor. Ella, en un lejano y feliz tiempo, se la aplicó a él a propósito de las dos únicas ocasiones en las cuales Alec había puesto los pies en una iglesia para observar, con respetuosa curiosidad a un sacerdote, conocido suyo, que celebraba las vísperas completamente solo y en una iglesia completamente vacía. Su respeto y su curiosidad eran dirigidas exclusivamente al humano ejemplar con su libro de rezos y a su espléndida obstinación ateniéndose a sus costumbres esenciales.

—Ha muerto la abuela Oreen —le anunció la señorita Taylor.

—Ah, ya he notado de que su cama está ocupada por una desconocida. ¿Qué enfermedad sufría la abuela Green?

—Arteriosclerosis. Pero lo último fue un ataque al corazón.

—Bueno, se dice que tenemos la edad de nuestras arterias. ¿Tuvo una buena muerte?

—No lo sé.

—¿Dormías a aquella hora? —preguntó Alec.

—No, estaba despierta. Hubo cierta confusión aquí, en la sala.

—¿No tuvo una muerte tranquila?

—No, por lo menos no para nosotras.

—Siempre me agrada saber si una muerte ha sido buena o mala —continuó Alec—. Vigila, por favor.

Por un momento, en su interior, ella le odió.

—Una buena muerte —polemizó— no está en la dignidad del comportamiento, sino en la disposición del alma.

De pronto fue él quien la odió a ella.

—Pruébame lo contrario —contestó Jean Taylor, cansadamente.

—Temo —dijo ahora Alec Warner—, que he olvidado de preguntarte cómo te encuentras. ¿Cómo estás, Jean?

—Me siento con un poco más de fuerzas, pero la catarata me fastidia mucho.

—Finalmente Charmian se ha ido a la clínica de Surrey. ¿Te agradaría ir con ella?

—Entonces Godfrey se ha quedado solo con la señora Pettigrew.

—Estoy seguro de que te gustaría estar cerca de Charmian.

—No —contestó ella.

Él echó una ojeada a la sala y también hacia el fondo, desde donde llegaba cierto barullo. Los casos geriátricos se amontonaban en torno al aparato de televisión y eran en consecuencia menos ruidosos que de costumbre, pero de vez en cuando emitían sonidos entremezclados, dentales y guturales, y, a veces, un discurso completo, por lo menos en la intención. Los que podían moverse dejaban alguna vez el sillón y paseaban por la sala, saludando con la mano y dirigiendo la palabra a las enfermas. Una paciente puso agua en un vaso y se lo llevó a los labios. Después, olvidando la finalidad de su gesto aún antes de haberlo llevado a término, vertió el agua en una jarra e invertió el vaso sobre su cabeza, por lo que la poca agua que quedara en el fondo le cayó por la frente. Parecía estar completamente satisfecha de su hazaña. Además, casi todos los geriátricos tenían la manía de ponerse objetos sobre la cabeza.

—Interesante —comentó Alec—. Interesante que la senilidad sea en cierto modo diferente de la locura. Los actos de esa gente, por ejemplo, difieren en muchos detalles de las acciones de los viejos a quienes voy a visitar a Folkestone, en el hospital de St. Aubrey. Allí hay personas que han estado dementes casi toda su vida y parecen, en un cierto sentido, más coherentes y mucho más metódicas que estas mujeres, las cuales se han convertido en unas desequilibradas cuando han llegado a la vejez. Naturalmente los locos, los verdaderos locos, cuando son viejos llevan a sus espaldas un hecho de comportamiento irracional. Pero todo eso no puede interesarte. Si uno no se ocupa de gerontología, como es tu caso, excluyo que le pueda ser grata la compañía de éstos, día y noche.

—Quizás yo, en el fondo, soy una gerontóloga. Esas mujeres son inocuas y ahora ya ni me fijo en ellas. Alec, estaba pensando en el pobre Godfrey Colston. ¿Qué le habrá pasado por la cabeza a Charmian para marchar de su hogar, precisamente cuando su estado de salud ha mejorado?

—Las llamadas del teléfono la turbaban. Por lo menos así me lo ha dicho.

—¡Oh, no! Debe haber sido Mabel Pettigrew quien la ha obligado a irse. Y esa mujer va a transformar los últimos años de Godfrey en una tortura cierta.

Alec alargó una mano para coger el sombrero.

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