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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (14 page)

BOOK: Los navegantes
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Magallanes apareció en el puente al oír los gritos de Juan de Cartagena.

Su tono fue tan seco y tajante como lacónica y rotunda su respuesta:

—Sigan mi bandera de día y mi linterna de noche, y no me pidan más explicaciones.

Sin otro cambio de palabras, la
San Antonio
viró hacia su puesto, prosiguiendo la navegación como si nada hubiera ocurrido.

Gaspar de Quesada compartía su mesa de capitán con Juan Sebastián Elcano, el piloto Joan de Carballo y el barbero y cirujano Hernando de Bustamante, de Mérida, quien, a pesar de su humilde oficio, era una de las personas más instruidas abordo.

—¿Qué opináis de lo ocurrido hoy? —preguntó el capitán.

Juan Sebastián movió la cabeza preocupado.

—Me temo que éste es el primer chispazo de una guerra sin cuartel.

El barbero asintió.

—Me parece que va a haber en esta expedición más enfrentamientos entre los hombres que contra los elementos.

—Magallanes es un gran hombre —reconoció—, pero muy testarudo y muy poco diplomático. Vamos a tener problemas.

—Los dos son incompatibles —declaró Elcano—. Ambos están dominados por la misma ambición: conseguir para sí la gloria de la empresa. Tanto uno como otro poseen un fuerte orgullo; Cartagena es impetuoso, vehemente y un tanto irreflexivo, mientras que Magallanes es más reflexivo, cauto y sagaz.

—Te doy toda la razón —terció Bustamante—. Creo que ambos se desprecian. Magallanes considera a Cartagena un presuntuoso tan necio como inútil y, por otra parte, Cartagena ve en Magallanes un renegado de su patria lleno de vanidad.

Gaspar de Quesada asintió lentamente.

—Creo que tenéis razón. Magallanes tiene mucho talento, pero me temo que su orgullo sobrepasa a su prudencia, y ése es su defecto dominante. Tiene un concepto de superioridad tan arraigado y ciego que podría rayar en verdadera egolatría. Y un ególatra se cree por encima de todos; no acepta ni el consejo ni la observación de persona alguna; tiene por equivocado y falso cuanto no coincide con su opinión.

—El problema puede surgir —intervino Elcano— si Cartagena considera que Magallanes se ha excedido en sus atribuciones, si ha variado las instrucciones convenidas y aprobadas, las cuales no pueden cambiarse, sino en caso excepcional y previo acuerdo de todos los capitanes. Además, Cartagena tiene entre otras misiones la de velar para que no haya ninguna negligencia, y parece que este cambio de rumbo sin dar explicaciones puede serlo.

—Podría surgir la duda —convino Bustamante— sobre si un subordinado tiene facultades para pedir explicaciones aun superior.

—En términos generales sabéis que no —dijo el capitán de la
Concepción
—, pero si se trata de algún manifiesto error o implica desobediencia a un plan dispuesto y refrendado por el monarca de una nación, como es el caso, yo diría que sí. Máxime cuando Cartagena es persona adjunta a Magallanes, o sea, casi tanto como él. Tiene, por lo tanto, a mi modo de ver, facultad de, por lo menos, pedir cuentas de cualquier cambio que se efectúe, ya continuación acatar la decisión superior, que es precisamente lo que Cartagena ha hecho, por lo que hoy ha cumplido de modo irreprochable.

—El caso es por qué ha cambiado tan súbitamente de rumbo —comentó Elcano pensativo.

—La única explicación que se me ocurre —replicó el capitán— es que lo haya hecho para evitar encontrarse con la flota portuguesa.

—No lo veo claro —dijo el piloto—. Las mismas posibilidades tenemos de encontrarnos con ellos siguiendo esta ruta que la otra.

—Bueno —reconoció pensativo Elcano—, no, si conocen nuestra derrota.

—¿Y cómo van a conocerla? —exclamó el capitán.

Elcano se encogió de hombros.

—Lo más probable es que no la conozcan, pero eso demostraría que nuestro capitán general no se fía de nadie; después de todos los sabotajes y espionajes que ha habido, quizá no haya querido correr el menor riesgo.

—Puede que sea así —aceptó Gaspar de Quesada—. Sin embargo, tiene la obligación de consultar con el veedor de la expedición.

La navegación prosiguió sin incidentes hasta el 18 de octubre.

—Vamos a tener mal tiempo —anunció ese día el piloto Joan de Carballo.

Juan Sebastián Elcano, que estaba observando atentamente el mar y el cielo, que se cubría de negras nubes por momentos, asintió preocupado.

—Tenemos una tempestad encima. Y mucho me temo que de las malas.

Juan de Acurio se aproximó a los dos hombres.

—¿Recogemos velas?

Elcano afirmó con la cabeza. En todas las demás naves se veían ya los movimientos previos para hacer frente al temporal.

—Recoged todas las velas y sujetadlas bien. Sujetad también todas las barricas u objetos que puedan desplazarse. Dos marinos para aguantar la caña del timón.

Durante el resto del día el viento fue aumentando de intensidad mientras las olas barrían las cubiertas. Los marineros que aguantaban la caña del timón estaban fuertemente sujetos por una cuerda por la cintura, y en el puente de mando se alternaban el maestre, el piloto y el contramaestre, relevándose cada dos horas.

—Parece que vamos a tener tempestad para rato —exclamó Juan de Acurio, pasándose una cuerda por la cintura.

Juan Sebastián Elcano asintió tratando de desatarse con los dedos entumecidos de frío.

—Por lo menos tres días —vaticinó—. Voy a ver si entro un poco en calor.

—¿Alguna novedad? —preguntó el contramaestre.

Elcano negó con la cabeza.

—Olas y viento.

—¿Qué hay de los demás barcos?

—De vez en cuando se ve alguno iluminado por un relámpago. Trata de no alejarte mucho del farol de la
Trinidad
...

—Lo intentaré —gruñó Juan de Acurio, escudriñando la oscuridad.

De vuelta en su pequeño camarote, Juan Sebastián Elcano se envolvió con una manta. No trató de cambiarse pues sabía que muy pronto no tendría nada seco que ponerse. Se consoló pensando en la tripulación: empapados de agua, agitados violentamente con las embestidas de las olas; para muchos de ellos ésta sería su primera tempestad, la que les haría jurar por todos los santos que jamás volverían a embarcarse... Elcano sabía que la vida de un marinero no tenía nada de envidiable. Además de las tempestades, de las cuales nunca se sabía si se saldría con vida, había que soportar el hacinamiento de docenas de hombres conviviendo en un espacio muy reducido, lo que producía suciedades y era terreno abonado para la reproducción de enormes y voraces piojos y chinches. Debía soportar también la presencia de cucarachas, que llegaban a ser enormes y asquerosas; ratas y ratones que se reproducían geométricamente comiéndose parte de las provisiones y dejando sus deposiciones sobre el resto. En tiempo lluvioso, un marinero podía pasarse días empapado y aterido de frío. En tiempo caluroso, los pies desnudos se pegaban en la brea de las cubiertas.

Además, el régimen de disciplina era feroz a bordo. Azotar a un hombre era espectáculo casi frecuente que ya a nadie conmovía. Bastaba con subir con retraso a la arboladura para ser fustigado. Esta pena se aplicaba también por desaseo o maldecir a otro. Tocar los barriles de vino o agua sin permiso equivalía a ser merecedor de una pena de inmersión en el mar varias veces seguidas. En caso de reincidencia, el sancionado era pasado por la quilla y, si sobrevivía, era entregado a sus compañeros para que le lavaran las heridas producidas por los clavos y asperezas del fondo con una mezcla de agua y vino. Si un marinero mataba a otro en una reyerta, el vivo era atado al muerto, y los dos arrojados al mar.

Elcano tuvo razón en cuanto a la intensidad de la tempestad, pero se equivocó sobre la duración. La fuerza del viento parecía que iba en aumento a medida que pasaban los días y las noches. Hasta los marineros más curtidos reconocían que nunca habían visto algo semejante. La quinta noche, el viento bramaba tan furiosamente que muchos hombres rezaban angustiados creyendo que había llegado su última hora. Algunos se refugiaron en el castillo de popa llorando desconsoladamente.

De repente, en una intensa oscuridad, se presentó misteriosamente en la punta del palo mayor el fuego de San Telmo, flameando allí por espacio de dos horas. Después de este tiempo, desapareció tan enigmáticamente como había aparecido, proyectando al desaparecer un destello tan cegador, que los dejó a todos deslumbrados, aumentando con ello su pavor. Sin embargo, el viento cesó casi instantáneamente.

Increíblemente, la flota no fue dispersada por la larga y terrible tempestad, y, por otro lado, los barcos no sufrieron grandes desperfectos. Una vez agrupados, Magallanes encargó a su capellán, Pedro de Valderrama, que dijera una misa en acción de gracias en la nao
Trinidad
, mientras el sacerdote Pedro Sánchez de la Reina hacía lo propio en la
San Antonio
. Poco después, prosiguieron su singladura.

Los problemas, sin embargo, no habían hecho más que empezar. De un viento huracanado se pasó a los pocos días a una calma chicha, en la que, sin un asomo de brisa, el mar se encrespaba en grandes y largas olas donde las naves cabeceaban incesantemente. El ambiente era tórrido, las juntas se abrían, la brea chorreaba, los barriles reventaban dejando escapar el agua y el vino, la cubierta quemaba los pies desnudos de los hombres necesitando un continuo baldeo y para cualquier pequeño esfuerzo los marineros necesitaban un relevo continuo.

Aunque su semblante no reflejaba lo que ocurría en su interior, Magallanes estaba preocupado. Se maldecía por haber caído en la misma trampa que Cristóbal Colón en su tercer viaje al Nuevo Continente. En esta misma zona, veinticinco años antes, Colón había pasado veinte días encalmado, y habían tenido que comerse los caballos que llevaban a bordo.

Las provisiones se consumían rápidamente en los cinco buques, sobre todo el agua y el vino. El día decimoquinto, el capitán general tomó la grave decisión de ordenar el racionamiento de ambos. Llamó a sus oficiales a su camarote, donde, aún con todas las ventanas abiertas, había una temperatura más elevada todavía que en cubierta. A pesar de ello, Magallanes les recibió con la camisa puesta.

—Hay que racionar el agua —anunció escuetamente—. Quiero que transmitáis la orden a los demás barcos. Cuatro pintas diarias por hombre.

—¡Cuatro pintas diarias! —exclamó el maestre Juan Bautista de Punzorol—.

Pero eso equivale a someternos a todos al tormento de una sed abrasadora. Los hombres están jadeando sudorosos con las bocas resecas con seis pintas al día.

—Lo sé perfectamente —replicó secamente el almirante—. Yo no lo estoy pasando mejor que nadie; en todo caso, peor. Ordenad que pongan dos marineros armados vigilando las barricas de agua en cada barco.

La vida parecía que había desaparecido de los barcos. Cualquiera que los viese de lejos pensaría que eran barcos fantasmas. Las largas ondulaciones del mar hacían que los mástiles y jarcias se estremecieran y las cuadernas y tablas de cubierta crujieran sin cesar, mientras los velámenes, que estaban completamente desplegados para aprovechar la mínima racha de viento, yacían inertes, tan inertes como los hombres tumbados en cubierta a la sombra de las velas. Alrededor de los barcos, enormes tiburones daban vueltas sin cesar en espera de alguna presa que cayera entre sus fauces.

El día vigésimo primero se levantó una racha de viento que fue recibida por los marineros primero con incredulidad, después con un alborozo incontenible. Era maravilloso ver las velas henchidas con una brisa que, según pasaba el tiempo, iba aumentando en intensidad.

El cirujano de la
Concepción
se acercó al puente donde montaba guardia Juan Sebastián Elcano.

—Parece que estamos en marcha otra vez —saludó Bustamante.

—En efecto —sonrió Elcano señalando a la
San Antonio
, que dejaba una estela blanquecina tras sí a poco más de media milla por delante—, ya vamos en procesión de nuevo.

—Nunca pensé que la vida de un marino fuera tan dura —exclamó el barbero.

—¿De dónde sois? —preguntó Elcano.

—De Mérida. ¿Has estado allí alguna vez?

—La verdad es que no. Soy hombre de mar, no de tierra. He viajado poco por el interior.

—Pues cuando nos hagamos ricos y tenga un palacio allí, debes venir a visitarme —dijo el emeritense con una sonrisa.

—¿Es bonita?

—¡A fe mía que lo es! Es el sitio más maravilloso del mundo, a orillas del Guadiana. Por algo la eligieron primero los cartagineses como asentamiento, y después los romanos, que fueron los que en realidad la fundaron con el nombre de Emérita Augusta. Tuvo un gran esplendor en su tiempo. Hay incluso un circo romano. Y, además, un emperador, Trajano, nació en ella.

—Vaya —ironizó el maestre—. Me temo que yo no puedo presumir de nada así. No creo que de Guetaria haya salido nadie que la haya hecho famosa.

—Acaso la hagas tú —bromeó el cirujano.

—Acaso —rió Elcano.

CAPÍTULO VIII

LAS TIERRAS PORTUGUESAS DEL NUEVO MUNDO

Franciso Antonio de Pigafetta era un joven de noble familia, nacido en 1491, en Bisanzio (Lombardía). Había llegado a España en 1518 acompañando a Chieicato, embajador del papa León X. Como otros muchos jóvenes, Pigafetta sentía atracción por los viajes y los descubrimientos, y no tardó en hacerse amigo de Magallanes cuando éste gestionaba en la corte el favor de Carlos de Gante; no le fue difícil enrolarse en la Armada en calidad de viajero honorario.

—Me gustaría escribir un diario de vuestro viaje — había confesado al portugués.

—Eso sería estupendo —había reconocido éste muy halagado—, así quedaría una constancia para siempre de todos los descubrimientos.

El italiano asintió.

—De todos los descubrimientos y todas las vicisitudes del viaje; todos los pequeños detalles que luego podrían ser relevantes.

—Me parece fantástico — había exclamado Magallanes satisfecho—, me acompañaréis en mi viaje.

Mientras Pigafetta recordaba su conversación con Magallanes, tomó la pluma para escribir sus primeras impresiones del viaje.

Nos han contado un fenómeno singular de esta isla de

Lanzarote, y es que en ella no llueve nunca y no hay

ninguna fuente ni tampoco ningún río, pero que crece un gran árbol cuyas hojas destilan continuamente gotas de un agua excelente que se recoge en una fosa cavada al pie del árbol y allá van los insulares a tomar el agua y los animales, tanto domésticos como salvajes, a abrevarse.

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