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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes

BOOK: Los navegantes
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Los navegantes
relata una de las epopeyas más fascinantes de la historia naval española, una hazaña que enfrentó a los españoles con la Corona portuguesa por las rutas de extremo Oriente. Mediante la colorista y muy documentada narración de las aventuras de los cuatro marinos que, sucesivamente, intervinieron en ella (
Magallanes, Elcano, Urdaneta y Legazpi
), Edward Rosset expone en toda su dimensión un episodio heroico de la historia de España y reivindica a unos hombres que se enfrentaron a las circunstancias más difíciles que imaginar se pueda en unos momentos, además, políticamente delicados.

Edward Rosset

Los navegantes

ePUB v1.0

minicaja
27.08.12

Título original:
Los navegantes

Edward Rossset, 1998.

Diseño portada: Iborra

Editor original: minicaja (v1.0)

ePub base v2.0

AGRADECIMIENTOS

Muchas personas han hecho posible este libro. Si hay algún error en mi interpretación de la información facilitada por estas personas, será exclusivamente mío.

Agradezco en primer lugar a Miguel de la Quadra Salcedo los testimonios que me ha facilitado sobre personajes como Urdaneta y su famoso «tornaviaje», es decir, el viaje de regreso desde Filipinas a México, que abrió una ruta que ha sido usada desde entonces y durante más de trescientos años por todos los barcos de vela, aprovechando los vientos favorables y las corrientes marinas. Miguel de la Quadra me demostró en todo momento sus enormes conocimientos sobre la historia del Nuevo Mundo, tanto sobre los protagonistas de este libro —Elcano, Magallanes, Urdaneta, Legazpi y sus nietos, Juan y Felipe Salcedo (antepasados del protagonista de la Ruta del Quetzal) — como de todos los conquistadores y exploradores españoles del siglo XVI.

Desde su retiro en Veracruz (México) , el santanderino y primer premio Adena de Oro Vital Alsar me ha facilitado información de primera mano sobre las dificultades que tiene cruzar el océano Pacífico, cosa que él hizo en dos ocasiones en balsa, una en 1970 y otra en 1973. Con la
Marigalante
—réplica de la nave de Colón— cruzó el Atlántico en 1980, con destino a Santander.

José Luis Ugarte, el navegante que dio dos veces la vuelta al mundo en solitario, me proporcionó muchos conocimientos sobre la navegación en barcos de la época y maniobras que podían llevar a cabo las velas latinas o cuadradas.

También me explicó cómo tomaban la latitud en esa época con astrolabios o cuadrantes muy elementales, y las dificultades de comprobar la longitud basándose solamente en la velocidad del barco mediante la «corredera».

El ingeniero naval Ignacio Fernández Val me invitó a visitar la réplica de la nave Victoria, que fue la primera en darla vuelta al mundo, y que él construyó para la Expo 92 y actualmente se encuentra en Sevilla.

Agradezco al Archivo General de las Indias los despachos que me han facilitado sobre los hechos acaecidos y las cartas de Legazpi dirigidas al rey Carlos V y viceversa.

La delegada de Cultura de la Diputación de Guipúzcoa, Koruko Aizarna, me apoyó en todo momento en este proyecto, que está protagonizado por tres insignes guipuzcoanos: Elcano, Urdaneta y Legazpi.

Debo agradecer al Ayuntamiento de Guetaria, pueblo natal de Elcano, y a su ex alcalde, don Mariano Camio, así como a su alcalde, don Josu Ecenarro, la colaboración prestada en todo momento facilitándome información valiosa sobre el primer hombre que dio la vuelta al mundo. Asimismo, pusieron a mi disposición las salas de la Casa Consistorial para hacer una exposición sobre Elcano con motivo de la celebración del «desembarco» de Elcano en Guetaria, que se celebra cada cuatro años.

También agradezco al pueblo de Zumárraga; representado por su alcalde, don Aitor Gabilondo, su amabilidad al responder mis preguntas sobre su hijo más insigne, Miguel López de Legazpi, mostrarme su casa museo y proporcionarme extensa documentación sobre él.

En el pueblo de Ordizia —antiguamente Villafranca de Oria— encontré toda clase de facilidades por parte de la alcaldesa, doña Alejandra Iturrioz, que me mostró un lienzo del siglo XVIII que cuelga sobre la entrada principal de la Casa Consistorial y me facilitó información sobre este agustino internacional.

Desde el monasterio de los Padres Agustinos en Valladolid, los archiveros Fermín Uncilla y Constantino Mielgo tuvieron la amabilidad de enviarme un libro sobre Andrés de Urdaneta titulado En carreta sobre el Pacífico, escrito por los historiadores agustinos Isacio Rodríguez Rodríguez y Jesús Álvarez Fernández, así como mucha información adicional.

Todos los hechos descritos en este libro son fidedignos a grandes rasgos.

Sin embargo, no hay que olvidar que estamos ante un relato novelado, y no una biografía, por lo que me he tomado ciertas libertades con la historia al narrar los hechos, en los casos que no existe información sobre ellos. Por ejemplo, en lo que se refiere a Urdaneta, sabemos por una frase escrita por él mismo que regresó a España con una hija suya. No conocemos más detalles. Tampoco sabemos qué le impulsó a hacerse agustino a la avanzada edad de cincuenta y cuatro años.

Lógicamente, un novelista debe usar su imaginación para rellenar estos huecos en la historia y hacer amena y atractiva su lectura.

Espero haber conseguido con este libro mis dos propósitos: informar y hacer disfrutar al lector.

EDWARD ROSSET

PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I

LA DEUDA

La fuerte marejada que azotaba el litoral había obligado a todos los barcos a refugiarse en puerto. Las olas de un enfurecido Cantábrico rompían con estruendo en las rocas, levantando blancas cortinas de espuma de más de cinco metros de altura. El recio y frío viento norte aullaba al chocar con los acantilados y rociaba las casas de los marineros con miles de diminutas gotas blancas de salitre. Entre la bruma se distinguía el fuerte de San Antón, construido en la cima del saliente rocoso que, en forma de gigantesco ratón, protegía el puerto de Guetaria de las temibles borrascas del Golfo de Vizcaya.

—Juro que pagaré la deuda hasta el último ducado.

El mercader, Pierluigi Ceccarini, vasallo del duque de Saboya, miró fríamente al hombre que tenía ante sí. Juan Sebastián Elcano representaba más edad de los treinta y dos años que constaba. Típico hombre de mar, su rostro estaba curtido por miles de horas sobre cubierta; sus ojos oscuros, normalmente serenos y reflexivos, se movían inquietos en presencia del mercader. Una espesa barba negra bien cortada dejaba entrever unos labios delgados que denotaban fuerza de carácter, pero que ahora vibraban pálidos y temblorosos. Ceccarini había visto los mismos temblores y la misma palidez muchas veces en su vida, cobrar deudas impagadas formaba parte de sus tareas.

—Tengo órdenes estrictas de mi señor de cobrar la deuda. El plazo ha vencido y vos no habéis pagado los cien ducados de oro que os prestamos.

—Decidle al duque de Saboya que la Corona me adeuda una cantidad mucho mayor —arguyó quedamente el marino—. Cuando se me pague, os liquidaré todo lo que debo.

El mercader negó con la cabeza. Sus ojos se mostraban fríos, sin piedad.

—No podemos esperar. Vos firmasteis un documento por el cual poníais vuestro barco como garantía.

Juan Sebastián Elcano se sentía acorralado. El alto interés del préstamo que se vio obligado a pedir a los banqueros genoveses le impedía hacer frente a los pagos. Por otro lado, durante dos años había puesto su barco y su tripulación al servicio del cardenal Cisneros, tanto en África como en Levante, y la Corona le debía quinientos ducados de oro, una cantidad de dinero con la que podría haber hecho frente a sus deudas y considerarse un hombre acomodado.

Desgraciadamente, las arcas de la corona estaban vacías.

—¿Qué os proponéis? —preguntó con un hilo de voz, aunque de sobra comprendía la intención del mercader.

—Vendednos vuestro barco.

—¿Por cuánto?

—Por la cantidad adeudada.

Juan Sebastián sintió un nudo en el estómago. El barco era su vida, Con él había navegado por todos los mares conocidos; había traído frutos tropicales de las Canarias; vidrios y sedas de Alejandría; de noche había llevado de contrabando vinos y licores a Francia e Inglaterra. Cien veces había estado a punto de zozobrar en las fieras tormentas del golfo de Vizcaya.

—El barco vale más, muchísimo más —replicó al fin débilmente.

El mercader se encogió de hombros.

—Si no pagáis, os demandaremos ante la justicia. Podéis acabar vuestros días en la cárcel, si así lo deseáis.

El marino miró a través de la ventana de su casa, Una enorme ola explotó contra las rocas de San Antón formando un verdadero muro de agua.

—Sabéis que una orden real prohíbe vender barcos a países extranjeros.

El genovés se levantó de su asiento y se puso una capa impermeable oscura.

—Eso es problema vuestro. Creo que os será más fácil eludir a la justicia por ese «crimen» que por no pagar deudas. Volveré dentro de dos días con el contrato de compra-venta del barco.

María de Ernialde era una joven de dieciocho años, de bellos ojos claros y largo pelo oscuro. Desde niña se había sentido atraída por el apuesto capitán que casi le doblaba en edad. Para ella, Juan Sebastián Elcano representaba el valor, la gallardía, la caballerosidad de un vasco. Su corazón se disparaba cuando le veía entrar a puerto al timón de su barco. A menudo subía a lo más alto de San Antón, desde donde escudriñaba las naves que se acercaban a Guetaria o pasaban de largo hacia Zarauz o Fuenterrabía. En un pueblo tan pequeño como Guetaria, era imposible que esta atención pasara desapercibida. El mismo Juan Sebastián, en parte halagado y en parte atraído por la hermosura de la joven, no había puesto mucha resistencia a las atenciones de María, y los amoríos de los dos pronto fueron la comidilla del pueblo.

Domingo, el hermano mayor de Juan Sebastián, coadjutor de la parroquia, no veía con buenos ojos esta relación que se adivinaba imposible.

—No puedes seguir viéndote con María —le había dicho en una ocasión—.

Es todavía una niña. Le llevas catorce años.

Juan Sebastián contemplaba el mar en calma a través de la ventana cuando contestó:

—El amor no conoce edades, Domingo.

El sacerdote se había sacudido de la sotana las migas de la enorme hogaza de pan de centeno de la que acababa de cortar una rebanada. Miró fijamente a su hermano.

—¿Quieres a María, Juan?, ¿estás realmente enamorado de ella?

Juan Sebastián se había acercado más a la ventana ensimismado en su contemplación del mar, o quizá para rehuir la inquisitiva mirada de su hermano.

—No lo sé, Domingo. No lo sé.

Había levantado los hombros en silencio con gesto de impotencia, repitiendo:

—Verdaderamente, no lo sé. Estoy muy a gusto cuando estoy con ella..., pero, francamente, no sé si eso es amor.

—¿Estarías dispuesto a dedicarle tu vida entera?

Juan Sebastián suspiró.

—Me pides mucho, Domingo, me pides mucho. Mi vida es el mar.

El sacerdote había sacado de una alacena un tarro de miel silvestre y extendido una buena porción en la rebanada de pan.

—Lo sé, Juan. Pero los marinos también se casan y forman un hogar.

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