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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (10 page)

BOOK: Los navegantes
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La Casa de la Contratación tuvo que ofrecer unos crecidos sueldos para engatusar a expertos franceses, flamencos y alemanes. Como cañonero mayor se enroló Antonio de Bristol, el único Ingles en las dotaciones. El nuevo cañonero estaba casado con una sevillana y nacionalizado castellano.

Andrés de San Martín, cosmógrafo y piloto, era un hombre poco dado a efusiones, de carácter serio y profundo. Nacido en Álava, llevaba la mitad de sus treinta y tres años surcando todos los mares conocidos. Enrolado poco después de Elcano, en la
San Antonio
, habían trabado los dos hombres una profunda amistad.

—¿Qué tal van las cosas por la
San Antonio
, Andrés? —Elcano acercó un pedazo de pan con queso a su amigo.

El piloto cogió el trozo de hogaza con un movimiento de cabeza de agradecimiento, y mordió el queso distraídamente. Desde el muelle, donde estaban sentados, se percibía a los cinco barcos de la expedición mecerse suavemente uno junto al otro. Las pasarelas que les unían con tierra eran un continuo ir y venir de carpinteros con largos tablones al hombro, herreros acarreando argollas y cadenas, calafateadores con cestos de estopa y bidones de brea, proveedores de relojes de arena, brújulas, astrolabios, cañones, lombardas, cirios, velamen y mil y un objetos que les harían falta durante la travesía.

—Ya va faltando menos —observó—. ¿Y en la
Concepción
?

Elcano sonrió y echó un trago de vino de la bota.

—Ya va faltando menos —repitió.

Durante un momento, los dos hombres masticaron en silencio el trozo de pan y el queso que había llevado Elcano para su almuerzo.

—¿Qué?, ¿animado?

—Qué quieres que te diga... —Elcano se encogió de hombros—.Ya que nos hemos embarcado, estoy deseando levar anclas.

El de Vitoria asintió.

—Y yo —sonrió irónicamente—. A ver si hay algo de verdad en eso de las perlas y de las pepitas de oro esperando a que las cojan...

El de Guetaria rió.

—O lo de las jóvenes nativas esperando impacientes a que lleguemos...

—Bueno, de eso tengo todavía más dudas.

—No sé por qué —repuso Elcano—. En las tierras descubiertas por Colón, según dicen, las mujeres encontraban a los castellanos irresistibles...

—Bueno, ya hablaremos de eso cuando estemos allí. Y; hablando de españoles, ¿qué te parece la tripulación que nos ha caído encima? Creo que para encontrar a un español hay que buscarlo con una linterna.

—Ya me he fijado. Aparte de los veinticuatro vascos, hay una treintena de portugueses, otros tantos italianos, diecinueve franceses, no sé cuántos alemanes, flamencos, malayos, chipriotas, moros, corfiotas, negros, y un inglés. Hay que reconocer que pocas veces se podrá reunir un conjunto marinero con mayor heterogeneidad. Esperemos que no den problemas...

Andrés asintió mientras echaba un trago de vino.

—Esperemos. ¿Qué te parece el gran jefe?

Elcano cogió la bota de mano de su amigo y echó también un largo trago.

—Todavía es pronto para juzgar. No hay que negar, por supuesto, que tiene dotes de mando y que es un trabajador incansable. No sé cuándo descansa, pero todas las mañanas está aquí al alborear el día y no se va hasta que las sombras de la noche impiden ver nada. Siempre está afanado en la dirección de todas las operaciones; examina los buques tabla a tabla; observa la tensión de los cabrestantes, la calidad del velamen, la limpieza de los metales; comprueba que no se aplique la brea a las partes carenadas sin antes haber estado expuestas al sol por lo menos cuatro o cinco horas. Parece que nada escapa a su control.

—Efectivamente —reconoció Andrés de San Martín—. Es un hombre que parece estar en todos sitios. Evidentemente, quiere vengarse del rey portugués y conseguir que esta expedición sea un éxito.

—Pues los hay que están tan decididos como él a que no lo sea. Parece que la rémora de algunos de los funcionarios de la Casa de la Contratación se va acentuando de día en día.

Efectivamente, la rémora de determinados funcionarios llegó a ser de tal envergadura que llegó a oídos del rey, quien continuamente solicitaba informes sobre cómo marchaba la expedición.

El joven Carlos montó en cólera cuando se enteró de que una mano negra seguía entorpeciendo el engranaje de la Casa de la Contratación. De su puño y letra redactó un escrito en el que ordenaba investigar sobre los retrasos en todos los asuntos que se referían a la empresa. Eso hizo que la actividad se multiplicara, y si no llegó a ser una actividad febril, al menos hubo una cierta aceleración en dar el visto bueno a todos los asuntos perdidos entre despacho y despacho. Sin embargo, cuando por fin parecía que las cosas seguían un curso muy parecido al normal, surgió una gravísima contrariedad. Algo que parecía que iba a parar todos los preparativos: en las arcas de la Casa no había fondos suficientes para atender a los pagos. El tesorero de la Casa de la Contratación solicitó de Sauvage que le librara la cantidad imprescindible para seguir adelante. La respuesta del tesorero real fue tajante: no podía satisfacer los emolumentos solicitados. Por un momento, todo pareció tambalearse en torno a la expedición. Después de haber llegado casi a la recta final en la preparación, se encontraban ahora en un callejón que parecía no tener salida.

El rey Carlos estaba sumamente enojado con su tesorero:

—¿Queréis decirme, señor Sauvage, que las arcas del Estado están vacías?

—Así es, majestad. Nos es completamente imposible seguir financiando la empresa.

—¿Y cómo no me advertisteis antes?

—Antes de embarcarnos en la aventura os mencioné, majestad, que sería una expedición sumamente costosa.

—No recuerdo que me lo dijerais, señor Sauvage, pero aunque así fuera, teníais que haberme dado las cifras.

El tesorero real conocía perfectamente cuánto odiaba el rey que le hablaran de finanzas, pero, lógicamente, un monarca nunca podía tener la culpa de nada.

—La culpa es toda mía, majestad. Aceptad mis disculpas.

—No quiero aceptar disculpas; quiero ver soluciones. ¿Cuánto se calcula que será el costo de la expedición?

—Casi ocho millones y medio de maravedíes, majestad.

—¿Y cuánto llevamos gastados ya?

—Cerca de seis millones y medio.

—¿Y me queréis decir que por dos millones de maravedíes no podemos seguir adelante con una empresa que nos puede reportar cientos de millones?

El tesorero se quedó pensativo.

—Tardaríamos más de un año en recaudar esa cantidad. Por otro lado, podríamos pedirla prestada, o si no...

A ninguno de ellos les hacía gracia pedir prestado dinero a los usureros saboyanos.

—¿Si no, qué?

—¿Os acordáis de Cristóbal de Haro?

—¿El representante de la Casa Fugger de Alemania?

—El mismo. En su día se ofreció a financiar la expedición, pero vos os negasteis.

Carlos I se acordaba perfectamente de su negativa a Cristóbal de Haro a financiar la empresa. Había querido toda la gloria para él.

—¿Y creéis que estaría dispuesto a poner el dinero que falta?

Sauvage afirmó con un decidido gesto de la cabeza

—Seguro que sí.

—Habría que darle parte de las ganancias...

—Me temo que sí, majestad.

—Bien. Hacedle llamar, si no hay más remedio.

El banquero riojano no podía creer su buena suerte cuando recibió la llamada para acudir a ver al rey. Enseguida adivinó de qué se trataba.

—No hace mucho os ofrecisteis a financiar la expedición de Magallanes

—le recordó el joven rey sin preámbulos.

—Así es, majestad.

—¿Estaríais dispuesto a hacerlo en parte?

—Por supuesto, majestad. ¿En qué parte estáis pensando?, ¿cuánto haría falta aportar?

—Una cuarta parte, unos dos millones de maravedíes. Quizás algo menos.

El financiero asintió rápidamente.

—La casa Fugger tendrá a gran honor estar al lado de la corona de Castilla en cualquier empresa que ésta emprenda, majestad. Decidme cualquier cantidad que os haga falta, y la tendréis.

—Creo que con ésa será suficiente. El canciller del reino, Sauvage, os atenderá para extender el correspondiente contrato.

Rodríguez de Fonseca, hombre de aspecto sobrio en el vestir, seco y espigado, era la verdadera alma de la Casa de la Contratación. Trabajador incansable, había conseguido que la Casa se convirtiera en lo que la Casa da India era para Portugal.

A él fue a quien acudió Magallanes cuando tuvo noticia de una conjura de los pilotos portugueses. Éstos, sabedores de los grandes sueldos y crecidos beneficios que Magallanes y Faleiro obtendrían de realizarse el viaje con éxito, veían con malos ojos la pequeñez de sus emolumentos. Empezaron a protestar indignados amenazando con abandonar la flota.

—Piden mayor sueldo —explicó Magallanes a Rodríguez—. Amenazan con abandonar la expedición si no se les atiende.

—¿Y no podríais haceros con los servicios de otros pilotos?

Magallanes negó con la cabeza.

—Imposible. Es muy difícil encontrar buenos pilotos, y hay que reconocer que estos hombres lo son.

—Bueno —concedió Fonseca—, prometedles que se les subirá el sueldo.

Pero las promesas de Magallanes, no fueron suficientes. Los pilotos lusos se negaron a aceptar buenas palabras. Nada se resolvía, manifestaron, sin la firma de un nuevo contrato. Querían un aumento lineal de tres mil maravedíes anuales.

En caso de no concedérselo, se consideraban desligados de todo compromiso.

El capitán general volvió a verse con el presidente de la Casa de Contratación.

—De acuerdo —accedió por fin, éste, sabedor de la importancia que tenía la expedición a los ojos del rey—. Mandaré extenderles un nuevo contrato inmediatamente. Podéis tranquilizarles. Además, tengo entendido que el rey piensa autorizarles a usar sus escudos de armas. Como sabéis, esto es un honor muy raramente concedido.

Don Sebastián Álvarez, el embajador de Portugal en Sevilla, empezaba a ver la partida irremisiblemente perdida. No obstante, decidió jugar su última carta. Lo que no había obtenido de nadie, lo conseguiría del propio Magallanes. Sabía que el orgullo del navegante era grande, y que si se le hería en su amor propio, en un arranque de vanidad, podía ofuscarse y tomar determinaciones que nunca adoptaría razonando fríamente.

Magallanes le recibió glacialmente en su pequeño despacho en la Casa de la Contratación. Sabía perfectamente a quién pertenecía la mano negra que había estado obstaculizando la expedición desde el comienzo.

—¿Qué deseáis, señor embajador? —preguntó.

El diplomático, que lucía una espesa barba negra cuidadosamente recortada, esbozó una sonrisa que pretendió amistosa.

—Sé que me consideráis vuestro enemigo, Fernao de Magalhaes. Sin embargo, os aseguro que tenéis en mí un amigo fiel que vela por vuestros intereses —respondió Álvarez en portugués.

—Sí, como una serpiente de cascabel —replicó el navegante.

Álvarez no hizo caso del comentario.

—Creo que es mi deber hablaros claramente para impedir no sólo enojosísimos disgustos, sino sucesos posteriores gravísimos que todavía es posible evitar.

La mirada de Magallanes seguía siendo fría como un témpano de hielo.

—Os escucharé, ya que estáis aquí. Pero os ruego que terminéis pronto.

Tengo muchísimo trabajo. Sentaos, si deseáis.

El embajador portugués acercó una silla y se sentó junto al escritorio del navegante.

—Sin duda, sabréis —empezó con una voz que trataba de parecer sincera—, que en España no contáis con amigo ni partidario alguno. Toda Sevilla os mira con odio y envidia. En cuanto a la corte, os aseguro que se habla y murmura mucho de vuestra persona con desdén y menosprecio. Es cierto que, al igual que Faleiro, habéis sido nombrado almirante de la flota, ambos con plenos poderes..., pero cuidado, tened mucho cuidado, tal autoridad puede encerrar un ardid. Podría ser que la idea sea traicionar al traidor, porque ya sabréis que tanto las personas de alta alcurnia como las de baja estofa os conceptúan como traidor a vuestra patria.

«Lamento mucho expresarme tan rudamente, pero la lealtad es norma de mi vida, y, aun a riesgo de causaros un gran dolor, no vacilo en deciros lo que pienso con el corazón en la mano. Considero que un mal menor puede evitar uno mucho mayor.

»Deploro no poder informar de todo lo que se me ha comunicado, pero ya sabéis lo que es el secreto profesional. Mis labios están sellados en cuanto al informador. Por ello, debo limitarme a recomendaros que durmáis siempre con un ojo abierto y el otro sin cerrar del todo... No sería extraño que alguno de vuestros hombres tenga instrucciones reservadas. Podría ser que os depusieran del mando una vez realizado algún descubrimiento. De este modo la gloria de la empresa sería íntegra para España, mientras el almirante quedaba como figura secundaria.

»Opino que la persona que os aconsejara regresar a Portugal y solicitar el perdón de don Manuel obraría de manera cuerda y con honradez. Estoy seguro de que el rey no sólo os otorgaría su gracia, sino que os colmaría de bienes y honores. Es seguro que os daría el mando de otra flota mayor y mejor equipada que ésta, y sobre todo con una dotación fiel. De ese modo podríais llegar adonde os propusierais para mayor gloria de Portugal y no de una nación extranjera.

El veneno versado en las palabras del hábil diplomático no logró el efecto deseado. Magallanes apenas había podido contener su ira mientras el cónsul iba desgranando su sarta de amenazas veladas.

—Aunque esté rodeado de preeminencias o felonías —respondió secamente—, se me quiera o se me deteste, se me den buenas o malas flotas, no cejaré en mi propósito ni volveré a Portugal para inclinarme ante el rey de esa nación que ya no es la mía. Y mucho menos acataré los deseos de una persona que me trató como a un perro. Únicamente Dios podrá impedir que salga en busca de las Molucas. Y os aseguro que llegaré a ellas, demostrando así que pertenecen a España. Ahora, señor embajador, os ruego que me dejéis. Buenos días.

El embajador se despidió con un movimiento de cabeza y salió de la pequeña habitación. Sabía que había perdido la partida, pero, por otro lado, había sembrado una buena dosis de ponzoña que muy bien pudiera dar sus frutos más adelante.

La noche era oscura como boca de lobo. Negros nubarrones cubrían el cielo y se adivinaba una tormenta inminente. Magallanes llevaba ya recorrido un buen trecho desde la Casa de la Contratación de camino a su casa, cuando su montura se asustó por el destello de un relámpago.

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