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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (15 page)

BOOK: Los navegantes
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Este árbol está siempre envuelto en espesa niebla, de la que, sin duda, absorben el agua las hojas.

Después de capear la tormenta y sufrir una calma chicha terrible, la flota proseguía su viaje en medio de grandes bancos de toda clase de peces. Los peces voladores eran frecuentes, así como muchas especies de pájaros vistosísimos. La estrella polar dejó de ser visible al pasar la línea ecuatorial, cosa que atemorizó a la mayoría de los marineros. Los más veteranos aseguraron que era porque estaban en la parte de «abajo» del mundo.

Según indicaba la carta de instrucciones para la navegación de la flota:

«Daréis luego por ordenanza a los capitanes de las dichas naves, que cada día a las tardes vos den su salva según se acostumbra a hacer a los capitanes mayores de cualquier armada», En virtud de lo cual, al anochecer todas las naos se aproximaban a la capitana para saludar a su comandante e informarle de las novedades diarias. Sin embargo, Cartagena envió a su maestre, quien dijo de forma que pretendía ser reglamentaria pero que encerraba un indudable desdén:

—¡Dios os salve, capitán y maestre, y buena compañía!

Era evidente que llamar a Magallanes «señor capitán y maestre» era un premeditado desprecio, pues capitanes y maestres lo eran todos y cada uno de los que llevaban las naves.

El comandante portugués llamó a su criado Cristóbal.

—Quiero que vayas a ver a Cartagena y le digas de mi parte que, en lo sucesivo, venga a saludarme en persona y se dirija a mí como capitán general.

La respuesta no fue precisamente tranquilizadora:

—Me encarga el capitán Juan de Cartagena que os diga que ha mandado al mejor hombre de su barco, y que si os dais por ofendido, otro día os saludará por conducto de un paje o no os saludará en absoluto.

Esto último fue exactamente lo que hizo el capitán adjunto los días que siguieron.

Magallanes rumió su indignación en silencio y fingió no conceder al incidente importancia alguna. Sin embargo, su mente trabajaba activamente buscando una solución a la difícil papeleta que se le presentaba. Era evidente que las tripulaciones, ya descontentas e inquietas con las calmas, tempestades y privaciones que venían experimentando, empezaban a ver su liderazgo en entredicho, al tiempo que crecía la figura de Cartagena. Para muchos, éste iba camino de convertirse en el verdadero jefe de la expedición.

Pero no era el comandante de los que perdonaban ni se amilanaban, sino más bien de los que meditaban fría y flemáticamente en espera del momento oportuno para dar el golpe seguro. Y ese momento se presentó al tercer día, cuando al dar el parte diario Mendoza le participó que en su nao
Victoria
se había sorprendido al maestre, un siciliano homosexual llamado Antón Salomón, en acto de sodomía con un grumete. Inmediatamente, Magallanes convocó una reunión de capitanes para juzgar al maestre, mientras rápidamente esbozaba un plan arriesgado pero que era la única salida que encontró a la situación.

Según el reglamento la falta cometida por el maestre se castigaba con la pena de muerte.

El consejo de guerra se celebró en la cámara del almirante. No hubo incidentes y los cinco capitanes declararon culpables a los dos hombres, pero para hacer el castigo más impresionante se aplazó hasta que la flota llegase a tierra.

Finalizado el consejo, Cartagena, envalentonado por la actitud de Magallanes, que parecía inseguro en su forma de actuar, se dirigió al capitán general:

—Me gustaría, señor Magallanes, que nos explicarais la razón del cambio de rumbo, ahora que estamos todos reunidos.

Magallanes sabía que había llegado un momento crucial en su vida. Si jugaba bien sus cartas, saldría triunfante; si no, nunca volvería a España vivo.

Tenía que conseguir que Cartagena se propasase y le diera motivos para actuar.

—Tenía razones para pensar que la flota portuguesa estaba buscándonos

—dijo con un ligero titubeo en la voz.

Cartagena se sintió crecido ante la aparente falta de confianza del navegante. Además, se sentía arropado por los demás capitanes.

—Sabéis de sobra que debéis consultarnos antes de llevar a cabo maniobra alguna —le espeto con sequedad.

Magallanes vio que el pecho del veedor de la flota se agitaba inquieto.

Sus ojos lanzaban un brillo de desafío. Comprendió que estaba ganando la partida. Sólo tenía que irritarlo un poco más para que perdiera las casillas.

—Yo soy el capitán general. No tengo por qué dar explicaciones a nadie

—dijo sin mirarle a los ojos, como si no se atreviera a aguantar su mirada.

—Y yo soy el veedor de la empresa —replicó Cartagena altanero—. Tengo el derecho otorgado por el mismo rey de saber adónde vamos y a participar en las decisiones que afecten a la marcha de la expedición.

—El único jefe soy yo —dijo Magallanes levantando la voz—, me obedeceréis en todo lo que os ordene.

Cartagena sintió que la sangre se le agolpaba en las sienes. Un arrebato de ira ofuscó sus sentidos. No podía consentir que un renegado portugués le hablara de ese modo.

—No estoy dispuesto a obedecer ni una sola orden más de vos —gritó fuera de sí.

—¿Os negáis a obedecerme? —exclamó Magallanes a su vez, alzando aún más la voz.

Cartagena vio que se estaba metiendo en terreno resbaladizo, pero ya no había marcha atrás.

—Exactamente —dijo con el rostro enrojecido por la ira—. No os necesitamos para esta empresa.

Rápidamente, Magallanes hizo una señal, en respuesta a la cual Duarte Barbosa y Cristóbal Rabelo se situaron a su lado con las espadas desnudas, mientras que el alguacil Espinosa y un grupo de marineros armados cerraban la salida.

Magallanes agarró a su contrincante por la pechera de la camisa

—¡Rebelde! —rugió con voz de trueno—. ¡Daos preso en nombre del rey...!

Los capitanes españoles amigos de Cartagena no tuvieron tiempo de reaccionar. Antes de que lograran salir de su estupor, Cartagena estaba ya siendo arrastrado fuera de la cámara y metido de pies en el cepo que se usaba para delincuentes vulgares. Lo increíble había sucedido. ¡Un noble castellano de alta alcurnia, que ostentaba en la flota el más elevado de los cargos después del jefe supremo, había sido depuesto, degradado y sometido al más humillante de los castigos!

Ya nadie podía dudar que las decisiones de Magallanes eran tan audaces como enérgicas. Estaba dispuesto a demostrar que nada ni nadie le intimidaba ni le arredraba. Tampoco podía ponerse en duda que la suerte le sonreía y que se ponía francamente de su parte. En poco tiempo había conseguido no sólo anular, sino hacer desaparecer por completo las dos figuras que podían enfrentársele, incluso rivalizar con él: Ruy Faleiro y Cartagena. A partir de ese momento ya nadie osaría poner en duda su mando. Ahora, quien osase enfrentársele sabría a qué atenerse.

Sin embargo, Magallanes sabía que la decisión que acababa de adoptar no podría mantenerse durante mucho tiempo. ¿Qué pasaría cuando los españoles, salidos ya de su asombro, repararan en la ofensa que aquello constituía para su nación? ¿No encontrarían denigrante que uno de los suyos, el más grande de entre ellos, en un barco de su patria, en una expedición española, fuera tratado como el más vil de los criminales? ¿Qué haría Magallanes si le exigían con firmeza que Cartagena fuera tratado como correspondía a su alta categoría? ¿No pensarían que el castigo aplicado había sido dictado por el odio, en una ruin y villana venganza...?

Pero Magallanes no podía volverse atrás una vez adoptada su resolución.

Eso equivaldría a perder todo su prestigio. Se le presentaba al capitán general un grave dilema. Si mantenía el castigo se exponía a tener que perdonarlo si así se lo exigían los demás capitanes. Si lo levantaba equivalía a un arrepentimiento que le rebajaría delante de sus hombres...

Magallanes se había encerrado en su cámara con dos marineros armados a la puerta esperando acontecimientos. De nuevo la suerte vino en su auxilio y le evitó tomar una decisión que en cualquier caso tendría consecuencias negativas.

Su criado Cristóbal llamó a la puerta.

—Señor. Los capitanes de Gaspar de Quesada y Luis de Mendoza solicitan veros.

—Que pasen.

Los dos capitanes pasaron a la cámara donde apenas una hora antes habían juzgado al maestre de la
Victoria
. Era evidente que los tres se encontraban en una situación harto embarazosa. Luis de Mendoza fue el primero en decidirse a hablar.

—Señor —dijo con voz respetuosa—, quisiéramos rogaros que saquéis al señor Cartagena del cepo. Un noble castellano no puede ser tratado como el último de los marineros.

Magallanes vio con satisfacción que los dos capitanes le alargaban una tabla de salvación. Ahora podría mostrarse magnánimo sin perder su autoridad.

De todas formas fingió pensarlo detenidamente.

—¿Y quién me asegura que el señor Cartagena no intentará sublevarse en cuanto le suelte?

—Dejadlo bajo nuestra custodia —solicitó Gaspar de Quesada.

El portugués se arrellanó en su asiento jugueteando con una pluma.

—¿Me dais vuestra palabra de caballeros de que no le dejaréis escapar?, ¿de que estará a mi disposición en cualquier momento y hora?

—Tenéis nuestra palabra —respondió Luis de Mendoza.

—Bien —asintió Magallanes aliviado en su interior—. Daré orden de que lo suelten. Lleváoslo con vos, señor Mendoza.

Juan Sebastián Elcano había seguido los acontecimientos desde el castillo de popa de la
Concepción
. Cuando vio a su capitán acercarse con el bote, bajó a cubierta a recibirlo. A lo lejos veía cómo otra chalupa llevaba a Mendoza y Cartagena hacia la
Victoria
.

Cuando Gaspar de Quesada subió a bordo se dirigió al maestre.

—Quisiera hablar con vos, señor Elcano.

—Bien, capitán.

El vasco siguió al capitán hasta su cámara, en silencio.

—Habéis visto, sin duda, lo que ha pasado —dijo el capitán sentándose cansadamente en una silla.

—Sí, capitán. Creo que lo que no se ha visto se ha podido adivinar.

Cartagena ha intentado sublevarse y Magallanes se le ha adelantado poniéndolo bajo arresto.

—En el cepo —exclamó Quesada secamente.

—¡En el cepo! —repitió Elcano atónito.

—Quería que estuvierais al corriente de cómo está la situación en estos momentos. Y conocer vuestra opinión.

Elcano esperó a que su capitán le informara.

—Hablad, capitán.

—Hemos tenido que dar nuestra palabra de que Cartagena no intentaría otro golpe, a fin de que Magallanes lo sacara del cepo.

—Y él ha aceptado vuestra palabra por lo que veo.

—Así es. Se lo ha confiado a Mendoza.

—Una situación delicada —musitó Elcano.

—Delicadísima. Me gustaría saber vuestra opinión.

El de Guetaria meneó la cabeza preocupado.

—Nos encontramos entre la espada y la pared. Hagamos lo que hagamos estará mal.

—Me temo —dijo Quesada— que tarde o temprano tendremos que elegir bandos. Y me gustaría saber de qué lado estáis.

Elcano suspiró profundamente.

—Francamente, no me gustaría que la cosa llegara a esos extremos, pero tengo que reconocer que Magallanes se está extralimitando en sus atribuciones.

Estaba bien claro que el rey ordenó al capitán general consultar con sus capitanes e informarles de todo lo concerniente a la expedición, y él no lo está haciendo.

Quesada asintió.

—Eso es justamente lo que opinamos nosotros...

En ese momento, unas voces procedentes de la nave capitana les interrumpieron. Ambos se asomaron a cubierta.

—¡Capitán de la
San Antonio
...! ¡Antonio de Coca...!

—No ha tardado mucho en encontrar sustituto —musitó Quesada moviendo la cabeza.

—Pues, en mi opinión, no creo que le vaya a durar mucho ese nombramiento —repuso Elcano más para sí que para su interlocutor.

Sin embargo, éste levantó la cabeza sorprendido.

—¿Por qué?

—Antonio de Coca no es hombre que tenga el suficiente coraje para llevar una nave. Para capitanear un barco hay que hacerse respetar.

El 29 de noviembre un vigía alborozado anunció tierra a la vista. Habían llegado a las posesiones portuguesas del nuevo mundo.

El maestre de la
Trinidad
, Juan Bautista de Punzorol, se dirigió a su capitán:

—Señor, los hombres quieren saber cuándo desembarcarán.

Magallanes negó con la cabeza.

—No desembarcaremos en tierras portuguesas.

—¿No desembarcaremos, capitán? —La voz del maestre sonaba atónita.

—No. El rey lo prohibió tajantemente. Continuaremos la navegación rumbo al sur.

—Pero sería casi imposible que los portugueses averiguaran que habíamos desembarcado. Y los hombres están deseando comer algo fresco, después de tantos días en el mar...

—También lo estoy yo, Juan Bautista; también lo estoy yo. No obstante, no desembarcaremos. No podemos arriesgarnos a crear un conflicto entre España y Portugal.

Sin embargo, acuciado por la falta de agua, Magallanes decidió tocar tierra. Dos semanas más tarde, el 13 de diciembre, las proas de las cinco naos enfilaron una gran bahía con playas de una arena finísima. Detrás de las playas había un manglar pantanoso, cortado por innumerables arroyos que caían desde las colinas próximas. Unas enormes cabañas con techos de paja, que debían de albergar por lo menos a cien matrimonios, se levantaban al abrigo del bosque en aquel lugar paradisíaco. Varios centenares de nativos se acercaron al borde del agua llenos de curiosidad. Algunos eran viejísimos, debían de pasar ampliamente los cien años.

Navegaban en rudimentarias canoas construidas en troncos enormes ahuecados con hachas de piedra en las que cabían de treinta a cuarenta hombres.

Los marineros pudieron contemplarlos a sus anchas. Eran hombres de aspecto rudo, aceitunados, facciones achatadas, con el pelo corto negrísimo, grasiento y lanudo. Algunos tenían hasta tres aros en el labio inferior por el que pasaban pequeños cilindros de piedra de dos pulgadas. Iban desnudos salvo una especie de faldellín de plumas de papagayo que llevaban sobre los riñones, tanto los hombres como las mujeres. Todos se teñían y tatuaban el cuerpo, y sobre todo la cara, de las maneras más extrañas y chocantes.

Como si la llegada de las naves hubiera sido una señal, las nubes empezaron a cubrir el hasta ese momento límpido cielo azul. Al poco tiempo, se abrió la espita que hizo caer, durante varias horas, torrentes de agua sobre una tierra que parecía estar reseca.

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