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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (66 page)

BOOK: La mano del diablo
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Reanudó despacio y con prudencia su camino por el bosque. En ese momento, lo importante era Pendergast. Se escaparía. Tenía que escaparse. Tenía que...

Justo entonces oyó un ladrido histérico procedente de abajo, a la derecha. Era un sonido mucho más agudo y urgente que los anteriores. Prestó atención. Ahora eran dos perros los que aullaban, no, tres; al poco tiempo, se trataba de toda la jauría. Los oyó converger en un solo punto, con una confusión de penetrantes ladridos. Después oyó una detonación de arma de fuego y el grito de un perro. Los aullidos frenéticos se agudizaron aún más. Era un sonido terrorífico, que quedó interrumpido por una sucesión de dos disparos. Después oyó detonaciones más graves, de alguna vieja carabina de gran calibre. No veía nada por culpa de la maleza, pero tampoco hacía falta. Los ruidos hablaban por sí solos.

Era su oportunidad. Con la máquina pegada al cuerpo, corrió monte abajo con todas sus fuerzas, saltando por encima de las zarzas o arañándose con ellas. Corría y corría a pesar de los tropiezos. Al llegar a un pequeño claro, vislumbró a Pendergast por última vez a la derecha: una figura de negro muy pequeña, rodeada por una jauría enloquecida, a la que se acercaba como mínimo una docena de hombres desde abajo y por los flancos, apuntando al agente con grandes escopetas. El alboroto de los perros que le rodeaban (con algunos, los más atrevidos, acercándose para arrancar algún trozo de carne) era increíble.

D'Agosta siguió corriendo, siempre corriendo. De pronto la línea quedó a sus espaldas. El terrible y voraz aullido de los perros se situaba detrás y por encima de él. El pavoroso griterío de los perros y las voces agresivas de los perreros se diluían en sus tímpanos. La caza había terminado. La presa estaba acorralada, pero no era ningún jabalí, sino un ser humano: Pendergast. Y no escaparía. Esta vez no escaparía.

Ochenta y tres

Sentado en el camastro de su celda del Centro de Detención de Manhattan, Buck escuchaba y esperaba. Era un edificio moderno e impersonal, de paredes muy blancas, con fluorescentes en cajas de cristal con refuerzo metálico. Ya era más de medianoche, pero el resto de los prisioneros no se estaban quietos. Aporreaban los barrotes, gritaban, discutían, pedían un abogado... Algunos berreaban en idiomas ininteligibles de sonoridad gutural y casi bárbara.

Le habían fichado, tomado las huellas, fotografiado, duchado, le habían dado ropa limpia... Después le dieron de comer y el
Times,
y le ofrecieron llamar a un abogado, pero nadie le dijo nada. Tenía la impresión de llevar una eternidad en la celda. Cada hora que pasaba era otro giro de tuerca. ¿Cuándo empezaría todo? ¿Era eso lo que sintió Jesucristo mientras esperaba su comparecencia ante Poncio Pilato? Buck habría preferido casi cualquier cosa (una paliza, torturas, insultos) a esa espera interminable, en ese entorno frío y angustioso. Pero lo peor era que le hubieran dado una celda individual. Le trataban con una cortesía rayana en la crueldad. Se preguntó cuánto tiempo podría soportar que le trajesen comida y se la llevasen sin responder a sus preguntas, mirarle a los ojos ni abrir la boca.

Se arrodilló para rezar. ¿Cuándo empezaría todo? ¿Cuándo temblarían las paredes? ¿Cuándo se abriría el suelo para tragarse a los impuros? ¿Cuándo resonarían por doquier los gritos de los condenados? ¿Cuándo correrían a esconderse entre las rocas los reyes y los príncipes, al ver a los cuatro jinetes del Apocalipsis en el cielo? Ni siquiera tenía una ventana a la que asomarse. No podía ver nada, nada en absoluto.

El suspense le estaba matando, literalmente.

Apareció el enésimo guardián, un hombre negro y corpulento con uniforme azul y una bandeja.

–¿Qué es? –preguntó Buck, levantando la cabeza.

Silencio. El guardián deslizó una placa hacia fuera, dejó encima la bandeja, empujó la placa, cerró la ranura, se volvió y se fue.

–¿Qué está pasando fuera? –exclamó Buck–. ¿Qué...?

Pero el guardián ya no estaba.

Se levantó y volvió a sentarse en el camastro, mirando la comida: un panecillo con queso para untar y mermelada, una pechuga de pollo con salsa congelada, unas pocas judías verdes y zanahorias, una cucharada de puré de patatas que estaba duro. Era todo tan banal que le dio asco.

De repente oyó algo que se diferenciaba de los típicos ruidos carcelarios: voces, un sonido metálico y un coro de gritos entre los prisioneros. Se levantó.

¿Ya empezaba? ¿Empezaba por fin?

Aparecieron cuatro policías muy armados en el pasillo, con andares chulescos y porras rebotando en las caderas. Venían en su busca.

Sintió un hormigueo de impaciencia. Ahora sí que pasaría algo; podía ser muy duro, y seguro que forzaría al máximo su resistencia, pero lo aceptaría fuera lo que fuese. Formaba parte del gran plan de Dios.

Se detuvieron a la altura de su celda. Él les miró. Uno de los policías se acercó y leyó una tarjeta que estaba unida con un clip a una carpeta verde.

–¿Wayne Paul Buck?

Buck asintió y se puso tenso.

–Tiene que acompañarnos.

–Estoy preparado –dijo desafiante, pero digno y sereno.

El policía abrió la celda, mientras los demás esperaban con las armas a punto.

–Salga, por favor. Dese la vuelta y ponga las manos en la espalda.

Obedeció. Iba a ser terrible. Se notaba. Sintió el frío del acero alrededor de sus muñecas y oyó un clic, presagio de lo que se avecinaba.

–Por aquí, por favor.

«Por favor.» Ya empezaban a burlarse.

Le condujeron en silencio a un ascensor y después, algunos pisos más arriba, se pararon ante una puerta de metal gris situada al fondo de un pasillo tan frío como el resto. Llamaron a la puerta.

–Adelante –dijo una voz femenina.

Al cruzar el umbral, Buck se encontró en un despachito con una mesa metálica y una sola ventana que ofrecía una visión nocturna de Lower Manhattan. La mujer sentada al otro lado era ella, la misma oficial que trajo a los centuriones para que le arrestaran.

Le plantó cara, muy erguido y orgulloso. Era su Poncio Pilato.

Ella cogió la carpeta de las manos del jefe de los policías.

–¿Ya se ha puesto en contacto con un abogado? –le preguntó.

–No necesito ninguno. Mi abogado es Dios.

Buck se fijó por primera vez en lo guapa que era. Guapa y joven. Llevaba un discreto vendaje encima de la oreja, donde la hirieron con la piedra. Buck la salvó de la muerte. La había curado.

«El diablo tiene muchas caras», pensó.

–Usted mismo. –La mujer se levantó, descolgó su chaqueta, se la puso e hizo un gesto a los policías–. ¿Ya está listo el alguacil?

–Sí, capitana.

–Pues entonces vamos.

–¿Adonde? –preguntó Buck.

La única respuesta de la joven fue abandonar el despacho. Bajaron en otro ascensor y salieron al patio por un laberinto de pasillos. Fuera había un coche sin identificación policial, bajo la luz de una docena de lámparas de sodio. El motor estaba en marcha y había un policía uniformado al volante. En el asiento de al lado, un hombre bajo y corpulento, con traje gris de poliéster, esperaba con las manos juntas.

–Ya pueden quitarle las esposas –dijo Hayward a los policías–. Siéntenle detrás, por favor.

Le quitaron las esposas, abrieron la puerta del coche y le hicieron subir. Mientras tanto, Hayward conversó con el hombre del traje y le entregó la carpeta y una tablilla. Él estampó su firma en la tablilla, se la devolvió, subió al asiento delantero y dio un portazo.

Hayward se asomó a la ventanilla trasera.

–Supongo, señor Buck, que quiere saber qué va a pasarle.

Buck sintió una gran emoción. Ahora sí. Lo conducían a su destino final, su gran momento. Estaba preparado.

–Este señor es un alguacil que le acompañará al avión que le devolverá a Broken Arrow, Oklahoma, donde le buscan por infringir la libertad condicional.

Buck se quedó de piedra. No podía ser. Otra burla. Era un truco, una trampa.

–¿Me ha oído?

Se hizo el sordo. Tenía que ser un truco.

–El fiscal ha decidido no acusarle de nada en Nueva York. Sería demasiado follón. En realidad tampoco es que haya hecho nada muy grave, salvo ejercer la libertad de expresión de una manera un poco sui géneris. Después de que se lo llevaran tuvimos la suerte de evitar un tumulto y dispersar pacíficamente a los demás. Se han ido todos a su casa, y ahora la zona está acordonada. Pronto el departamento de parques y jardines la limpiará y la replantará a fondo. La verdad es que ya lo necesitaba antes. Conque ya ve que no ha pasado nada grave. Hemos preferido dejar que el incidente se olvidara solo.

Buck escuchaba sin dar crédito a sus oídos.

–¿Y yo? –logró decir al fin.

–Ya le he dicho que le devolvemos a Oklahoma, donde tienen muchas ganas de hablar con usted. Aquí no le queremos. Ellos tenían prioridad y querían que volviera, así que al final todos contentos.

Hayward sonrió y puso una mano en el coche.

–¿Le pasa algo, señor Buck?

Él no contestó. Sí, le pasaba algo: estaba mareado. No era lo que estaba escrito. Era un truco, un truco malvado.

Hayward se asomó un poco más.

–¿Señor Buck? Si no le importa, me gustaría decirle algo personal.

Buck la miró fijamente.

–En primer lugar, Jesús solo hay uno y no es usted. Otra cosa: soy cristiana, tan buena cristiana como puedo, aunque es posible que no siempre lo consiga. Usted no tenía ningún derecho a quedarse cruzado de brazos mientras me enfrentaba con la multitud, ni a señalarme con el dedo y juzgarme. Haría bien en leer atentamente un pasaje del Evangelio según san Mateo que dice: «No juzguéis, para que no seáis juzgados... Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano».

Hizo una pausa.

–Hágame caso: a partir de ahora preocúpese de usted, de ser buen ciudadano, de no meterse en líos y de acatar la ley.

–Pero... Usted no se da cuenta... Va a suceder. Le advierto que falta poco.

Buck casi no podía articular palabra.

–Si se está preparando el segundo advenimiento, le aseguro que usted no lo sabrá con antelación. Es de lo poco que estoy segura.

Hayward sonrió, dio unas palmaditas en el lado del coche y dijo:

–Adiós, señor Buck. Pórtese bien.

Ochenta y cuatro

El conde esperaba pacientemente su cena en el elegante comedor del ala principal del castillo Fosco. Los muros de la villa del siglo XV eran tan gruesos que no se oía nada salvo el suave zumbido mecánico de Bucéfalo, que aplicaba su pico artificial a un fruto seco en una percha blanca. Las majestuosas ventanas de la sala ofrecían un paisaje espectacular: las colinas de Chianti y el profundo valle del Greve. Fosco, sin embargo, estaba muy a gusto en una punta de la mesa, sentado en una silla de roble macizo, repasando (con deliciosa tranquilidad) los acontecimientos del día.

El ruido de unos pies arrastrándose por el pasillo le sacó de sus ensoñaciones. Poco después entró su cocinera, Assunta, con una gran bandeja; la dejó en la otra punta de la mesa y le enseñó los platos uno a uno: unos simples
maltagliati ai porcini,
rabo de buey
alla vaccinara, fegatini
a la brasa y un
contorno
de hinojo braseado en aceite de oliva. Platos sencillos en los que la buena mujer era una experta, y que Fosco prefería cuando estaba en el campo. ¿Que el servicio de Assunta no tenía el refinamiento y la sutileza del de Pinketts? Eso, por desgracia, no tenía remedio.

Le dio las gracias. Mientras ella se marchaba, se sirvió una copa del Chianti Classico de la finca, un vino fuera de serie. Seguidamente se entregó con entusiasmo a la cena. Tenía un hambre de lobo, pero comió despacio, saboreando cada bocado y cada trago de vino.

Cuando hubo terminado de cenar hizo sonar una campanilla de plata situada junto a su mano derecha, y Assunta reapareció.


Grazie
–dijo el conde, aplicando una servilleta enorme de hilo a las comisuras de sus labios.

Assunta hizo una reverencia un poco torpe.

El conde se levantó.

–Cuando haya retirado la mesa, tómese el fin de semana libre.

La cocinera le miró con curiosidad, sin levantar la cabeza.


Per favore, signora.
Hace meses que no va a Pontremoli a ver a su hijo.

La reverencia se hizo más pronunciada.


Mille grazie.


Prego. Buona sera.

El conde se volvió con gran agilidad y salió del comedor.

Después de la cocinera ya no quedaría ningún criado en el castillo. Sus hombres se habían ido tras cumplir con sus obligaciones. Hasta los que cuidaban de la finca tenían el fin de semana libre, y no volverían hasta el lunes. El único que quedaba en todos sus dominios era Giuseppe, el viejo perrero, de quien las circunstancias impedían prescindir.

De hecho Fosco no desconfiaba de su servidumbre, ya que todos tenían lazos antiguos con su familia (de hasta ocho siglos, en algunos casos), y su lealtad estaba más allá de cualquier duda, pero quería concluir lo que tenía entre manos sin que le molestara nadie.

Recorrió lentamente las enormes salas del castillo: el
salone,
la sala de los retratos, la de armas... Fue un paseo por el espacio, pero también por el tiempo. Primero las adiciones más antiguas, del siglo XIII; después el castillo original, construido hacía un milenio como fortaleza lombarda y desprovisto de electricidad, agua corriente o calefacción central. El laberinto de pequeñas estancias ciegas se volvió cada vez más oscuro y agobiante. Fosco se detuvo para descolgar una antorcha de un aplique y la encendió. Después se acercó a una antigua mesa de trabajo, recogió algo y se lo guardó en el chaleco, antes de tomar un pasadizo lateral y proseguir su camino descendente, que le condujo a un laberinto subterráneo de túneles tallados en la roca viva.

Los subterráneos del castillo de los Fosco, que eran vastísimos, servían en su mayor parte de almacén para productos de la finca, empezando por el vino, cuya producción ocupaba muchas salas: maquinaria de embotellado, cubas de fermentación, incontables barricas de roble francés... Otras dependencias servían para curar jamones de jabalí. Eran salas frescas y profundas, con una infinidad de patas todavía sin despellejar colgando del techo. También existía un sector para almacenar aceite de oliva o hacer el
aceto balsamico.
Sin embargo, la parte donde se encontraba Fosco, situada a gran profundidad bajo la fortaleza originaria, no ofrecía espacios tan grandes ni tan ventilados como los anteriores, sino sótanos estrechos perforados en las entrañas del precipicio de caliza, y escaleras de caracol que conducían a viejos pozos o a estancias con medio milenio en desuso.

BOOK: La mano del diablo
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