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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (31 page)

BOOK: La mano del diablo
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Arrancó otro trozo de carne seca con los dientes. Siempre sabía reconocer cuál era el mejor momento para matar, aunque no tuviese muy clara la causa de ese don. Ahora que faltaban cuarenta minutos para la una, el cuerpo le decía que había llegado el momento. Pendergast llevaba dos noches seguidas saliendo exactamente a la una, y Vasquez tuvo la certeza de que volvería a hacerlo. Era la noche esperada.

Se desnudó y se puso el disfraz de fuga: un chándal abierto por el pecho, una cadena de oro, zapatillas deportivas grandes, un bigotito y un teléfono móvil. Se había convertido en el típico macarrilla de Spanish Harlem.

Apagó la luz, retiró la maderita de la esquina del tablón de la ventana y adoptó la postura correcta. Con la mejilla apoyada en la culata (fabricada especialmente para no curvarse ni hincharse por factores climáticos adversos), alineó cuidadosamente el cañón con el punto donde aparecería la cabeza de la víctima, justo al lado del muro de mármol y ladrillo que aguantaba la puerta cochera. Era donde la víctima, indefectiblemente, hacía una pausa para decirle algo al mayordomo y esperar a que cerrase la puerta con llave. La pausa duraba entre diez y veinte segundos; para un tirador como Vasquez, una eternidad llena de posibilidades.

Mientras preparaba el instrumental, tuvo una extraña sensación. No era la primera vez que se preguntaba si todo ese montaje no resultaba demasiado fácil: el paseo de la una, la pausita... Parecía algo demasiado perfecto. ¿Le estaban tendiendo una trampa? ¿Estaba la víctima al tanto de su presencia? Sonrió y negó con la cabeza. Siempre sufría un ataque de paranoia justo antes de matar. Era imposible que Pendergast le hubiese detectado. Para empezar ya se había expuesto en más de una ocasión, algo que, en caso de saberse vigilado por un tirador, habría requerido una sangre fría al alcance de muy pocos mortales. Vasquez ya había dispuesto de media docena de ocasiones para matarle limpiamente. Si no lo había hecho era por que no se sentía preparado.

Ahora sí.

Lentamente, con cuidado, puso el ojo en la mira, que disponía de un compensador interno de caída y que ya tenía introducida la deriva del viento. Todo estaba a punto. Fijó su mirada en la cruz central, situada justo donde haría su pausa la víctima. Sería un trabajo tan rápido y limpio como siempre. El mayordomo, que lo presenciaría, llamaría a la policía, pero cuando llegaran Vasquez ya se habría ido, y de poco les serviría encontrar su escondrijo (porque lo encontrarían, seguro). Su ADN ya lo tenían. Total, para lo que les serviría... A esas alturas Vasquez estaría en su casa, bebiendo limonadas en la playa.

Esperó; a través de la mira vigilaba la puerta. Fueron pasando los minutos. La una menos cinco. Menos tres. La una en punto.

En ese momento se abrió la puerta y la víctima hizo su puntual aparición. Dio unos pasos, se volvió y le dijo algo al mayordomo.

El rifle ya estaba apuntando. El dedo de Vasquez empezó a aumentar su presión en el gatillo, con suavidad y constancia.

De repente se oyó una pequeña explosión, un fogonazo de luz en la manzana, acompañado por un ruido de cristales rotos. Vasquez titubeó y apartó el ojo de la mira, pero solo se trataba de una farola reventada, algo habitual en el barrio; o eso o un futuro maleante con una escopeta de aire comprimido.

Sin embargo, el momento había pasado. Ahora su objetivo cruzaba la calle en dirección al parque.

Se apartó del rifle, sintiendo que la tensión abandonaba su cuerpo. Había perdido una oportunidad. ¿Qué hacer? ¿Pillarle en el camino de vuelta? No. Se metía tan deprisa por la puerta cochera que no le garantizaba un perfecto disparo descentrado. Daba igual. Era el destino. ¡Para que luego le entrase la paranoia, y todo le pareciese demasiado fácil! Resumiendo, que tenía veinticuatro horas más por delante en su nido. Bueno, no se quejaba: dos millones de dólares era una suma igual de aceptable para tres días de trabajo como para dos.

Treinta y ocho

D'Agosta iba en la parte trasera del Rolls en silencio. Delante, Proctor conducía y Pendergast hablaba de los Red Sox de Boston (único tema de interés para Proctor, a juzgar por todos los indicios, y materia que el agente, siempre tan enigmático, parecía dominar a fondo). Estaban discutiendo un matiz estadístico de la final de 1916, para perplejidad de D'Agosta, que se consideraba aficionado al béisbol.

–¿Dónde dice que nos encontraremos con Beckmann? –preguntó, interrumpiéndoles.

Pendergast volvió un poco la cabeza.

–Está en Yonkers.

–Y ¿cree que hablará con nosotros? Lo digo porque Cutforth y Bullard no fueron muy comunicativos.

–Preveo encontrarle de lo más elocuente.

Pendergast reanudó la conversación, mientras D'Agosta se fijaba en el paisaje y se preguntaba si había rellenado todo el papeleo sobre la refriega del día anterior con los chinos. El caso estaba generando más documentación que cualquier otro de su historial, a menos que lo que le tuviera atado de pies y manos fuera toda esa chorrada de las nuevas regulaciones. Se preguntó si Pendergast seguía teniendo la habilidad de estar por encima de esas trivialidades, o si se pasaba las noches rellenando formularios.

El Rolls había salido de Manhattan por el puente de la avenida Willis. Ahora se dirigían hacia el norte por la autopista Major Deegan, en pleno tráfico de finales de una mañana de sábado. Poco después tomaron la Mosholu Parkway y se internaron en el primer anillo suburbial que comprendía la parte baja del condado de Westchester. Pendergast exhibió su habitual reticencia a comentar adonde iban. Al otro lado de la ventanilla, los bloques marrones de apartamentos se confundían con envejecidos polígonos industriales y gasolineras. Dos o tres kilómetros después salieron a la avenida Yonkers, y D'Agosta se apoyó en el respaldo suspirando. Yonkers, la ciudad con el nombre más feo de todo el país. ¿Qué hacía Beckmann ahí? Quizá tuviera una casa bonita con vistas al Hudson. D'Agosta había oído hablar sobre la revitalización de la parte costera de la ciudad.

Sin embargo, no era ahí adonde se dirigían. El Rolls giró hacia el este, hacia Nodine Hill. D'Agosta prestó poca atención a los indicadores. Prescott Street. Elm Street, aunque pocos olmos había en esa calle, a pesar de su nombre; solo gingkos moribundos que apenas suavizaban las líneas ajadas de los edificios. El barrio empeoraba. Ahora había borrachos y drogadictos a la entrada de las casas, indiferentes al paso del Rolls. No quedaba ni un metro cuadrado sin grafitos ilegibles, incluidos los troncos de los árboles. El cielo era plomizo, y empezaba a hacer frío. Bordearon varios solares invadidos por la maleza, pedazos de selva en plena ciudad.

–A la izquierda, por favor.

Proctor torció por una calle sin salida y frenó ante el último edificio. D'Agosta bajó. Proctor se quedó en el coche. En vez de entrar en la casa, Pendergast se fue hasta el final de la calle. Un muro de bloques de hormigón, con más grafitos, encuadraba una puerta de hierro con remaches antiguos y mordeduras de óxido en su superficie.

Pendergast accionó el tirador y se agachó para examinar la cerradura. Luego se sacó del bolsillo una linterna fina como un lápiz y miró por el agujero, mientras hurgaba en él con un pequeño instrumento metálico.

–¿Va a forzarla? preguntó D'Agosta.

El agente se irguió.

–Por supuesto.

Cogió su arma y disparó dos veces por el agujero de la cerradura. Las detonaciones resonaron como truenos en el callejón.

–Pero ¡bueno! ¿No ha dicho que la forzaría?

–Es lo que he hecho, con mi ganzúa último recurso. –Pendergast volvió a enfundar su pistola del cuarenta y cinco. –Es la única manera de abrir un bloque sólido de herrumbre. Hace años que nadie abre esta puerta.

Levantó un pie y la empujó. La puerta cedió con un gemido de metal oxidado.

D'Agosta miró por ella y se llevó una sorpresa al no descubrir un pequeño solar de malas hierbas, sino un gran prado que no tendría menos de cinco hectáreas, rodeado de edificios en mal estado. En lo más alto de la cuesta había un grupo de árboles muertos rodeando las ruinas de lo que parecía un templo griego: cuatro columnas dóricas aún en pie, un techo caído y un envoltorio de zarzas. Se llegaba por un antiguo camino infestado de hierbajos y zumaque, con dos hileras de árboles muertos, cuyas ramas arañaban al igual que garras el cielo gris.

Se estremeció.

–¿Qué es, una especie de parque?

–En cierto modo.

Pendergast pisó la superficie abrupta del camino y empezó a subir, esquivando trozos de asfalto levantados por las heladas, hierbajos de un metro de alto y los pistilos rojos y venenosos del zumaque. No parecía resentirse en lo más mínimo del balazo del día anterior. A ambos lados del camino, más allá de los árboles muertos, la maleza formaba una auténtica jungla, donde las zarzas competían con las matas. Todo era verdísimo y crecía con un vigor y una lozanía fuera de lo común.

Después de unos cien metros se detuvo, sacó un papel de su bolsillo y lo consultó.

–Por aquí.

Tomó un camino más estrecho que formaba un ángulo recto con la vía principal. D'Agosta le siguió lo mejor que pudo entre arbustos que le llegaban hasta el pecho, mientras el uniforme se le llenaba de polen. Pendergast iba despacio, mirando hacia ambos lados. De vez en cuando consultaba el esquema que tenía en la mano. Parecía estar contando.

Poco a poco, D'Agosta comprendió lo que contaba. La maleza escondía varias hileras de losas de granito, cada una con un nombre y dos fechas.

–¡Pero si estamos en un cementerio! dijo.

–Sí, pero de pobres; un cementerio para indigentes, locos y personas dejadas de la mano de Dios. Un ataúd de pino, un agujero de un metro y medio, una lápida de granito y dos minutos de discurso fúnebre, todo ello a cuenta del estado de Nueva York. Se llenó hace unos diez años.

D'Agosta silbó.

–¿Y Ranier Beckmann?

Pendergast no dijo nada. Caminaba entre matojos de artemisa sin dejar de contar. De pronto se detuvo ante una lápida baja de granito que no se diferenciaba de las demás, y apartó los hierbajos con el pie.

RANIER BECKMAN

1952-1995

El viento frío que soplaba desde lo alto de la loma hacía ondear las malas hierbas al igual que un campo de trigo. Se oyó un trueno en la lejanía.

–¡Muerto! –exclamó D'Agosta.

–Exacto. –Pendergast sacó su teléfono móvil y marcó un número. –¿Sargento Baskin? Hemos encontrado la tumba y estamos preparados para la exhumación. Llevo encima todo el papeleo forense. Le esperamos.

D'Agosta se rió.

–¿Sabe que tiene mucho sentido de lo teatral, Pendergast?

El agente cerró el teléfono con un ruido seco.

–No he querido decírselo hasta estar seguro. Para eso necesitaba encontrar la tumba. Era lamentable la escasez de documentos sobre el señor Beckmann. Los pocos que he logrado descubrir pecaban de dudosos. Ya ve que hasta escribieron mal su apellido en la lápida.

–Pero si ha dicho que Beckmann sería muy elocuente...

–Y lo será. Los muertos no hablan, pero sus cadáveres suelen destacar por su locuacidad, y creo que el de Ranier Beckmann tiene mucho que contarnos.

Treinta y nueve

Locke Bullard se encontraba en el puente del
Stormcloud;
el aire era frío y despejado y el mar estaba completamente en calma. Era un mundo reducido a lo esencial. Bajo sus pies, la cubierta vibraba. Una brisa fresca acompañaba a la nave en su viaje a máxima velocidad hacia el este, con destino a Europa.

Bajó el puro y, con los nudillos blancos en la borda, miró fijamente el punto donde se unían el cielo y el filo del mar. En un día otoñal así de despejado, parecía realmente el borde del mundo, y daba la impresión de que el barco podía perderse flotando en la nada. En parte lo deseaba: desaparecer del mundo así y terminar de una vez.

De hecho podía hacerlo en cualquier momento. Nada le impedía ir a la parte trasera del barco y dejarse caer al agua. Solo le echaría de menos su mayordomo, y probablemente no enseguida, ya que se había pasado la mayor parte del viaje encerrado en el camarote, sin ver a nadie ni salir para comer.

Sentía los músculos tensos, temblorosos; sentía todo su cuerpo a merced de una fuerte emoción, mezcla terrible de rabia, arrepentimiento, pavor y asombro. Le costaba dar crédito a lo que le ocurría, a lo que lo había conducido a ese extremo, el de navegar hacia el este en pleno Atlántico con rumbo a un destino tan aciago como ese. Ni siquiera con un millón de años de planificación empresarial (a pesar de todas sus maquinaciones, y de haber tenido en cuenta la menor eventualidad) podría haber previsto un desenlace así. En fin, al menos había podido librarse del imponderable del agente del FBI, Pendergast: O bien Vasquez ya había hecho su trabajo, o no tardaría en hacerlo.

Pero qué parco consuelo...

Vio con el rabillo del ojo que algo se movía. Era el cuerpo delgado de su mayordomo, que había aparecido, deferente, en la escotilla.

–Señor, faltan tres minutos para la videoconferencia.

Bullard asintió con la cabeza, volvió a fijar la vista en el horizonte, carraspeó y lanzó un escupitajo hacia lo azul. Lo siguiente que arrojó fue el puro. Después dio media vuelta y bajó.

La sala de videoconferencias era pequeña, reservada para él. El técnico, encorvado sobre las teclas (¿por qué eran todos larguiruchos y con perilla?), se levantó al verle entrar, con tanta prisa que se golpeó la cabeza.

–Todo listo, señor Bullard. Solo tiene que pulsar...

–Salga.

Obedeció, dejándole solo. Bullard cerró la puerta con pestillo, introdujo la contraseña, esperó a que le pidieran la siguiente y la tecleó. La pantalla se encendió y se dividió en dos imágenes del mismo tamaño: por un lado el supervisor de Bullard Aerospace Industries en Italia, Martinetti; por el otro Chait, su mano derecha en Estados Unidos.

–¿Qué tal lo de ayer? –preguntó Bullard.

Supo que la habían cagado por la tardanza en contestar.

–Los invitados llegaron con petardos. Hubo fiesta.

Bullard asintió. Se lo esperaba a medias.

Conque los chinos habían matado a Williams, y en recompensa se los habían cepillado a tiros.

–Otra cosa: hubo intrusos en la fiesta.

A Bullard se le hizo un nudo en el estómago. ¿Quién había sido? ¿Pendergast? ¡Caramba con Vasquez! ¡Con qué calma se lo tomaba! Bullard nunca había conocido a nadie tan peligroso como él. Por otro lado, suponiendo que hubiera sido Pendergast, ¿cómo se había enterado? Los archivos del ordenador incautado estaban muy encriptados. Era imposible que los hubieran abierto.

BOOK: La mano del diablo
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