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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (70 page)

BOOK: La mano del diablo
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Quiso incorporarse, pero la debilidad se lo impidió. No había nadie. Por supuesto que no. Era imposible. Había dado el fin de semana libre a todos los criados. Se trataba de su imaginación, que le engañaba debido a la tensión de los últimos días. Ya no tenía edad para esos trotes.

Le ardía el estómago por la indigestión. Apuró la copa y cambió de postura para intentar ponerse cómodo. El calor empezaba a ser agobiante, pero no había nadie para apagar el fuego. ¡Maldición! Suspiró hondo entrecortadamente. Lo primero era calmarse. Cuando estuviera más tranquilo sacaría el
Stormcloud
y recuperaría el buen humor con una vigorosa interpretación de «La Primavera».

Pero nada, la calma no llegaba. El conde empezaba a sentir un peso extraño que parecía aumentar lentamente desde dentro, capa a capa. No era ninguna indigestión. Estaba enfermo. Se secó la frente con un pañuelo; notaba cómo su corazón latía demasiado deprisa. Seguro que se había resfriado en la cripta debido al esfuerzo de mover los ladrillos y que había empeorado al bajar por segunda vez al subterráneo, con su ambiente de humedad y de nitrito. Le convenía tomarse unas vacaciones. De hecho estaba decidido a salir el día siguiente. Se dijo que la isla de Capraia sería el lugar perfecto...

Acercó una mano temblorosa a la copa de amaro, pero el licor, de pronto, tenía un gusto peculiar, como de brea y vinagre caliente. Quemaba en la boca, y también en la mano. Se levantó gritando mientras la copa se hacía añicos en el suelo. Giró sobre sí mismo y estuvo a punto de caer, pero recuperó el equilibrio.

Porca miseria!
¿Qué le estaba pasando?

No podía respirar. Le picaban los ojos, se le secaba la boca y le latía mucho el corazón. Al principio pensó que podía tratarse de un ataque o un infarto (había oído que muchos infartos empezaban así, con la sensación de que pasaba algo muy raro), pero no tenía ningún dolor localizado en el pecho o en el brazo. La terrible opresión crecía y crecía por dentro hasta ahogarle. Era como si se le estuvieran retorciendo las tripas. Miró a su alrededor desesperadamente, pero no había nada que pudiera ayudarle o darle una explicación, ni la botella de oporto ni el violín ni los muebles ni los suntuosos tapices.

Sentía una comezón en las entrañas, un hervor. Sus ojos temblaban y parpadeaban solos. Su boca hacía muecas involuntarias y sus dedos se movían sin querer. Hacía tanto calor que era como tener encima una manta quemando. Su piel parecía recubierta de abejas. El miedo y el calor crecían al mismo ritmo: un calor insoportable, irresistible, que nada tenía que ver con el fuego de la chimenea...

De repente lo supo. Lo supo con certeza.

–¡D'Agosta...!

Su garganta se contrajo, impidiendo que dijera nada más.

Se volvió hacia la puerta cerrada del
salotto,
pero al dar el primer paso tropezó y derribó la mesita. Se puso de rodillas. Tenía espasmos en los músculos, pero un descomunal esfuerzo de voluntad le permitió avanzar a rastras.


Bastardo.

El grito murió en su boca. Sus extremidades empezaron a cobrar vida propia, retorciéndose de un modo espeluznante, pero solo le faltaban unos metros. Con un impulso sobrehumano, cogió el pomo de la puerta. Quemaba. Sintió que le abrasaba la piel, pero se aferró tenazmente al tirador, se levantó un poco, lo hizo girar... Cerrado.

Se derrumbó al pie de la puerta entre convulsiones, con un alarido estrangulado. El calor no dejaba de aumentar, como lava corriendo por sus venas. Una nota aguda y penetrante, como el zumbido de un mosquito gigantesco, se había apoderado de su cabeza. Olía a quemado. ¿Qué era? De pronto el conde se puso rígido; su mandíbula se cerró involuntariamente, con tanta fuerza que los dientes se partieron, y todos sus pecados, todos sus excesos empezaron a desfilar horribles y borrosos ante él. Mientras el calor seguía aumentando (era insoportable, pero no dejaba de crecer, como una llamarada de agonía que superaba el poder de su imaginación), empezó a verlo todo más oscuro, más informe. Su mirada recorrió en zigzag la sala hasta posarse en la chimenea, donde, mientras la realidad se distorsionaba y se difuminaba, empezó a ver cosas... cosas más allá...

–Jesucristo de mi alma, ¿qué es esa forma oscura que sale del fuego?

Entonces, recurriendo al poco aliento que le quedaba (a pesar de que sus dientes se estuvieran moliendo, de la sangre que llenaba su boca y de la lengua inflada que se negaba a moverse), empezó a farfullar, entre gemidos y gárgaras, un padrenuestro:


Pater noster...
.

Sintió que se le formaban ampollas en la piel, y que su pelo negro engominado se encrespaba entre hilillos de humo. Presa de atroces sufrimientos, clavó las uñas en el suelo de piedra y se las arrancó debido al esfuerzo que supuso pronunciar las palabras:

–...
qui es in coelis...
.

Entonces, a pesar del ensordecedor zumbido de sus tímpanos, oyó una terrible carcajada, una risa gutural que parecía brotar del fondo de la tierra, y que no pertenecía al sargento D'Agosta ni a ninguna otra criatura terrenal...

–...
sanctificetur...
.

En un último y supremo esfuerzo de voluntad, quiso seguir rezando, pero la grasa subcutánea de sus labios se estaba derritiendo bajo la piel.

–...
Sanctiferrrrrrrr...
.

Y llegó un momento en que ya no fue posible emitir ningún sonido, ni tan siquiera un grito.

Ochenta y siete

Bryce Harriman penetró en el ambiente enrarecido y lleno de humo del despacho del director del periódico, Rupert Ritts. Hacía mucho tiempo que esperaba ese momento, y estaba decidido a disfrutarlo y prolongarlo al máximo. Sería una historia para contársela a sus hijos y nietos, e incluirla en sus memorias. Uno de los momentos que saborearía durante toda la vida.

–¡Harriman! –Ritts salió de detrás de la mesa (una muestra sui géneris de respeto) y se sentó en una esquina de la misma–. Siéntate.

Harriman lo hizo. ¿Por qué no? Que empezara hablando Ritts.

–Tu artículo sobre Hayward y el predicador es fabuloso. Casi me da pena que hayan devuelto a Oklahoma al pirado de Buck. Espero que decida volver a la Gran Manzana en cuanto acabe la condicional. –Se rió y cogió un periódico del escritorio–. Te voy a enseñar algo que seguro que te interesará: las ventas en quiosco de la semana que finaliza hoy. –Agitó el periódico ante las narices de Harriman–. Diecinueve por ciento más que el último año en las mismas fechas, seis por ciento más que la semana pasada y sesenta por ciento de ejemplares vendidos.

Ritts sonrió como si las ventas en quiosco y el porcentaje de ejemplares del
New York Post
lo fueran todo para Harriman. El periodista se puso cómodo y sonrió estudiadamente mientras le oía hablar.

–Mira esto, los ingresos por publicidad han subido tres puntos y medio.

Otra pausa, para que Harriman asimilara y calibrara la noticia en todo su esplendor.

Ritts encendió un cigarrillo, cerró la tapa del mechero con un che y exhaló el humo.

–Luego no digas que te quito méritos, Harriman. Esta noticia la has llevado tú desde el principio. El mérito es tuyo. No digo que no te haya ayudado con alguna idea, ni que no te haya brindado mi experiencia o te haya orientado un par de veces por la vía correcta, pero la noticia era tuya.

Ritts se calló como si esperara algo. ¿Qué? ¿Un efusivo agradecimiento efectuado de rodillas? Harriman se apoyó en el respaldo y siguió sonriendo.

–Pues eso, lo que te estaba diciendo, que el mérito es tuyo. Los de arriba se han fijado en ti; fijado, pero lo que se dice fijado, ¿eh?

Harriman se preguntó a quién se refería. ¿Al jefazo en persona? ¡Menudo chiste! Seguro que no podía ni entrar en el club de su padre.

Ritts se decidió a soltar la bomba.

–La semana siguiente quiero que me acompañes a la cena anual de la News Corporation en Tavern on the Green. No se me ha ocurrido solo a mí, aunque me parece perfecto. La idea la ha tenido... –Miró hacia arriba, como si la invitación procediese de un anfitrión celestial–. Él. Quiere conocerte y darte la mano.

Conocerle y darle la mano. ¡Qué gusto, por Dios! ¡Pero qué gusto! No veía el momento de contárselo a sus amigos.

–Hay que llevar esmoquin. ¿Tienes uno? Yo lo alquilo enfrente de Bloomingdale's, en un sitio que se llama Discount Tux. Es una ganga.

Harriman no daba crédito a sus oídos. ¡Qué tío! Ni siquiera le daba vergüenza reconocer que alquilaba el esmoquin.

–Tengo un par de ellos, gracias –dijo fríamente.

Ritts lo miró con expresión rara.

–¿Te pasa algo? Sabes lo que es la cena anual, ¿no? Yo llevo treinta años trabajando en esto y te aseguro que es lo que se dice algo especial, ¿eh? Será el jueves. A las seis las copas en el Crystal Room y a las siete la cena. La invitación es para dos. Si tienes chati te la traes.

Harriman se inclinó.

–Lo siento, pero no creo que pueda.

–Bueno, pues ven solo. No pasa nada.

–No, no me entiende. Es que no puedo ir. Ya he quedado.

–¿Qué?

–Que estaré ocupado.

La primera reacción fue de silencio y de sorpresa. Luego Ritts bajó del escritorio.

–¿Cómo que ocupado? Pero ¿tú me has oído? ¡Te invitan a cenar con él en persona! ¡Te estoy hablando de la cena anual de News Corporation, joder!

Harriman se levantó y se limpió la manga, porque Ritts se la había manchado de ceniza al gesticular con el cigarrillo.

–He aceptado un trabajo de reportero en un periódico que se llama
The New York Times.
No sé si le suena. –Se sacó un sobre del bolsillo–. Mi carta de despido.

La dejó sobre la mesa, justo en la parte brillante donde Ritts solía apoyar el culo.

Ya estaba. Dicho y hecho. Lo había alargado al máximo, pero ya no tenía sentido perder más tiempo. Tenía mucho trabajo, empezando por arreglar el nuevo despacho. No había que olvidar que el lunes Bill Smithback volvería de su luna de miel y se encontraría con la sorpresa de su vida: a Bryce Harriman como colega, en el despacho de al lado.

Eso sí que era gordo.

¡Qué bonita era la vida!

Se volvió. Antes de llegar a la puerta solo hizo una pausa para mirar a Ritts, que por una vez se había quedado boquiabierto, sin saber qué decir.

–Bueno, chico, nos vemos –dijo.

Ochenta y ocho

El voluminoso avión tembló al tocar la pista, levantó un poco el morro y tomó tierra con los inversores de empuje haciendo un ruido infernal.

Cuando desaceleró, una voz perezosa sonó por el sistema de megafonía.

«Les habla el capitán. Hemos aterrizado en el aeropuerto Kennedy. Nos dirigiremos a la terminal en cuanto recibamos la autorización. Hasta entonces se ruega que permanezcan sentados en sus asientos. Disculpen las pequeñas turbulencias que hemos sufrido. Bienvenidos a Nueva York.»

Los pocos aplausos que brotaron del mar de rostros lívidos se apagaron enseguida.

–Pequeñas turbulencias, dice –murmuró el ocupante del asiento de pasillo–. ¡Sí, hombre! ¡Y una mierda pinchada en un palo! Yo no vuelvo a volar ni que me paguen una fortuna.

Se volvió hacia el ocupante del asiento de al lado y le dio un codazo.

–¿Qué, contento de volver a estar en tierra?

El codazo devolvió a D'Agosta al presente. Se apartó lentamente de la ventanilla, por la que había estado mirando fijamente sin ver nada, y al fijarse en su vecino dijo:

–¿Cómo?

El hombre resopló de incredulidad.

–¡No se haga el duro, hombre! A mí, en la última hora, me ha pasado toda la vida por delante como mínimo dos veces.

–Lo siento. –D'Agosta volvió a mirar por la ventanilla–. La verdad es que no me he dado cuenta.

D'Agosta salió con la maleta del control de aduanas y caminó con paso rígido por la terminal 8. Estaba rodeado de gente que hablaba con gran animación, se abrazaba y reía, pero él caminaba con la vista al frente, sin ver prácticamente a nadie.

–¡Vinnie! –dijo alguien–. ¡Eh, Vinnie! ¡Aquí!

Se dio la vuelta y vio a Laura Hayward, que le saludaba e iba a su encuentro por entre la multitud; una Laura Hayward guapísima, con traje azul, pelo negro y brillante y unos ojos de un azul tan profundo como el del agua en la costa de Capraia. Sonreía, pero la sonrisa no le llegó tan hondo como sus ojos perfectos.

–¡Vinnie! –dijo al abrazarle–. ¡Vinnie!

Los brazos de D'Agosta la rodearon enseguida. Sintió la agradable fuerza de su abrazo, el calor de su aliento en el cuello y la presión de sus pechos. Fue algo galvánico. ¿Era posible que solo hubieran pasado nueve días desde su último abrazo? Tuvo un escalofrío. Se sentía raro, como un nadador subiendo desde una gran profundidad.

–Vinnie –murmuró ella–, ¿qué puedo decir?

–No digas nada. De momento no. Ya habrá tiempo.

Hayward lo soltó lentamente.

–¡Madre mía! ¿Qué te ha pasado en el dedo?

–Locke Bullard.

Caminaron por la zona de recogida de equipajes. El silencio se alargó lo justo para volverse incómodo.

–¿Qué tal por aquí? –preguntó él por decir algo.

–Desde que llamaste ayer por la noche, poca cosa. Aún hay diez inspectores trabajando en el asesinato de Cutforth. Técnicamente. También me he enterado de que al jefe de la policía de Southampton le están lloviendo marrones por lo poco que avanza en lo de Grove.

D'Agosta apretó los dientes y quiso decir algo, pero ella le puso un dedo en los labios.

–Ya lo sé, ya lo sé, pero a veces este trabajo es así. Ahora que Buck ya no molesta, y que el
Post
tiene otras noticias, Cutforth ha desaparecido de las portadas. A la larga será uno de tantos asesinatos sin resolver. Como el de Grove, claro.

D'Agosta asintió.

–¡Qué increíble que fuera Fosco! Me ha dejado alucinada.

D'Agosta sacudió la cabeza.

–Esto de saber quién es el culpable pero no poder hacer nada es terrible.

Oyeron un pitido. La cinta más próxima empezó a moverse, con el piloto naranja encendido.

–Sí que he podido hacer algo –dijo él en voz baja.

Hayward le miró inquisitivamente.

–Ya te lo explicaré en el coche.

Diez minutos más tarde estaban en la autopista Van Wyck, a medio camino de Manhattan, con Hayward al volante. D'Agosta miraba por la ventanilla de al lado.

–O sea, que todo ha sido por un violín –dijo Hayward–. Tanto follón por un miserable violín.

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