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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (69 page)

BOOK: La mano del diablo
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D'Agosta trató de controlar su respiración.

–¿Por qué no se lo enseña al conde?

Sacó el dispositivo de microondas de la bolsa.

–Válgame Dios –dijo Fosco, con una mirada llena de interés–. ¿Qué es?

–El sargento nos ha dicho que un arma de microondas –dijo Esposito–; que la diseñó usted, y que la usó para quemar hasta la muerte a Locke Bullard, a un campesino de Abetone y a dos personas más en Estados Unidos.

Fosco miró al
colonnello
y a D'Agosta, primero con asombro y después con... ¿lástima?

–¿Eso dice el sargento?

–Exacto.

–¿Una máquina, dice? ¿Que liquida a la gente y la convierte en un montón de ceniza? ¿Y la he hecho yo? –Abrió los brazos con cara de sorpresa–. Me gustaría ver una demostración.

–Sargento, ¿le importaría enseñarnos cómo funciona el aparato?

D'Agosta miró el arma, haciéndola girar en sus manos. El tono escéptico de Fosco no había sido refutado por el
colonnello.
Lógico, ya que el aparato parecía sacado de unos dibujos animados, un invento de Flash Gordon.

–No sé usarlo –dijo.

–Inténtelo –contestó Esposito con un matiz de sarcasmo en la voz.

D'Agosta pensó que si lograba hacerlo funcionar podía ser su única oportunidad para volver las tornas. La última.

Apuntó hacia la chimenea, donde había una calabaza, como si la hubieran colocado aposta. En un esfuerzo de concentración, trató de acordarse con exactitud de lo que había hecho Fosco. Hizo girar un botón y apretó el gatillo.

No pasó nada.

Manipuló varios discos, pulsó un botón, apuntó y volvió a apretar el gatillo.

Tampoco.

Podía haberse estropeado durante la huida, cuando lo tiraron a los arbustos. Toqueteó los discos y apretó varias veces el gatillo con la esperanza de oír el mismo zumbido que en la demostración, pero la máquina seguía fría y muda.

–Creo que ya hemos visto bastante –dijo Esposito en voz baja.

D'Agosta la guardó muy despacio en la bolsa de lona. Casi no se atrevía a mirar al
colonnello,
que le observaba con una expresión de total escepticismo. No, no solo escepticismo, sino pura incredulidad, rabia, lástima.

También Fosco le miraba por encima del hombro de Esposito. En un momento dado, sin la menor prisa, introdujo la mano por el cuello de su camisa, sacó un colgante compuesto por una cadena y un medallón y se lo colocó amorosamente sobre la pechera, antes de acariciarlo con su mano regordeta.

D'Agosta reconoció el medallón como en un fogonazo de sorpresa: un ojo sin párpados sobre un fénix resurgiendo de las cenizas. La cadena de Pendergast. El mensaje privado de Fosco no podía estar más claro.

–¡Hijo de puta!

Se lanzó sobre el conde.

Los carabinieri se le echaron encima sin perder ni un segundo y se lo llevaron a la pared del fondo de la biblioteca. El
colonnello
se apresuró a interponerse entre el sargento y Fosco.

–¡Qué hijo de puta! ¡Es la cadena de Pendergast! ¡Ya tenemos la prueba! ¡Ha matado a Pendergast y se la ha quedado!

–¿Se encuentra bien? –preguntó Esposito al conde, ignorando a D'Agosta.

–Sí, gracias –dijo Fosco, mientras volvía a sentarse y se alisaba la amplia pechera–. Solo ha sido un susto. Para zanjar de una vez por todas la cuestión, y que no quede ni una sola duda...

Giró el disco. En el reverso del medallón había un grabado intrincado de su escudo de armas, con todas las señales del paso del tiempo.

Después de ver el blasón, Esposito se volvió hacia D'Agosta y le miró fijamente, echando chispas por sus ojos oscuros. D'Agosta, reducido por seis hombres, casi no podía moverse. Intentó dominarse y controlar su voz. La manera de decir «que no quede ni una sola duda», subrayando en especial la palabra «duda»...

Era un mensaje destinado claramente a D'Agosta; un mensaje que le decía que había llegado demasiado tarde. Las doce horas que duró la tramitación de la orden judicial habían sido fatales. La esperanza de que el conde, contra toda lógica, aún pudiera tener vivo y prisionero a Pendergast se desvaneció. Pendergast estaba muerto. «Para que no quede ni una sola duda...»

El coronel tendió una mano a Fosco.


Abbiamo finito qui, conté. Chiedo scusa per il disturbo, e la ringrazio per la sua pazienza con questa faccenda piuttosto spiacevole
.

El conde inclinó elegantemente la cabeza.


Niente disturbo, colonnello. Prego.
–Miró a D'Agosta–.
Mi dispiace per lui.

Se dieron la mano.

–Ya nos vamos –dijo Esposito–. No hace falta que nos acompañe.

Se despidió del conde con una profunda inclinación y abandonó la sala, ignorando a D'Agosta.

El carabiniere que sujetaba al sargento le soltó. D'Agosta recogió la bolsa de lona y fue hacia la puerta. Tenía un velo rojo en la mirada. Al llegar a la puerta se detuvo para volverse hacia Fosco.

–Dése por muerto –dijo casi sin poder hablar–. Es un...

Pero enmudeció al ver que Fosco, a su vez, se volvía a mirarle, y que sus grandes facciones y sus labios húmedos componían una mueca espantosa. D'Agosta nunca había visto una sonrisa así: malévola, triunfal... Una mueca grotesca de euforia.

Si el conde lo hubiera dicho en voz alta, el mensaje habría estado igual de claro: había matado a Pendergast.

De pronto la sonrisa desapareció tras una nube de humo de puro.

Durante el camino de regreso por la galería, cuando atravesaron el césped perfectamente segado y el portón de la muralla interna, el coronel Esposito no dijo nada. Tampoco abrió la boca cuando los coches bajaron por la estrecha carretera, entre apreses y olivares. Solo se volvió hacia D'Agosta cuando ya estaban en la carretera principal hacia Florencia.

–Me he equivocado con usted –dijo en voz baja, con enorme frialdad–. Le recibí, le di credenciales y colaboré en todo lo posible. A cambio usted hace el ridículo y nos humilla a mí y a mis hombres. Suerte tendré si el conde no reporta una
denunzia
contra mí por invadir su domicilio e insultarle.

Se inclinó un poco más.

–A partir de este momento, considere revocados todos sus privilegios oficiales. Los trámites para declararle persona non grata en Italia aún tardarán un poco, pero yo de usted,
signore,
saldría del país en el primer vuelo.

Se apoyó en el respaldo, miró fríamente por la ventana y no dijo nada más.

Ochenta y seis

Faltaba poco para medianoche cuando el conde Fosco puso fin a su paseo de cada tarde y volvió, algo cansado, al comedor principal del castillo. Tenía por costumbre no acostarse sin haber dado un pequeño y salutífero paseo, tanto en el campo como en la ciudad. Las largas galerías y pasillos de Castel Fosco brindaban una variedad casi infinita de deambulaciones.

Tomó asiento en un sillón, delante de la chimenea, y se calentó las manos con el fuego para quitarse la humedad del castillo. Decidió tomar una copa de oporto antes de irse a la cama, y quedarse un rato sentado pensando en el final de un día repleto de éxitos.

Que también suponía el final de una empresa coronada por el éxito.

Había pagado a sus hombres. Estos habían vuelto a las cabañas y casas de labranza de la finca. Tampoco estaba ya el pequeño destacamento de policía, con el sargento D'Agosta y todos sus aspavientos. Pronto se encontraría en un avión con destino a Nueva York. Los criados tenían el fin de semana libre. No volverían hasta la mañana siguiente. El castillo estaba sumido en un silencio vigilante.

Se levantó, se sirvió una copa de oporto de una botella guardada en un antiguo aparador y volvió a la comodidad de su sillón. Por espacio de unos días, los muros del castillo se habían llenado de ruido y ajetreo. Ahora, en comparación, su quietud parecía sobrenatural.

Bebió un poco de oporto y lo encontró excelente. Qué gran lástima no tener consigo a Pinketts, o mejor dicho Pinchetti, que siempre se adelantaba a todas sus necesidades... Una gran lástima, en verdad, pensar que yacía en una tumba anónima de la cripta familiar. Sería difícil, por no decir imposible, encontrarle un sustituto. De hecho, en honor a la verdad, estar sentado sin nadie a su lado en un edificio tan grande y tan vacío como ese hacía que Fosco se sintiera un poco solo.

Pero no (recordó), no estaba solo; tenía a Pendergast, o al menos su cadáver.

A lo largo de su vida, Fosco había tenido muchos adversarios, pero ninguno cuya exhibición de talento o de tenacidad pudiera compararse a la de Pendergast. De hecho, si no hubiera contado con la ventaja de jugar en casa (con todo lo que comportaba: topos en la policía y otros organismos, la madurez de unos planes largamente acariciados, medidas de emergencia que cubrían cualquier imprevisto), la historia podría haber tenido otro desenlace. Incluso así, conservaba un asomo de inquietud, y por eso había hecho que el paseo de esa noche diera un rodeo descendente (muy descendente, en verdad) para pasar por el actual domicilio de Pendergast. Se trataba de una simple comprobación, y de hecho encontró lo que esperaba: un muro reciente, pero perfectamente disimulado, en el que dio varios golpes y al que aplicó el oído susurrando el nombre del agente, pero sin obtener, naturalmente, la menor respuesta. Habían pasado casi treinta y seis horas. El agente estaba necesariamente muerto.

Bebió un poco de oporto y se arrellanó en el sillón, regodeándose en el feliz resultado. Claro que quedaba un cabo suelto, el sargento D'Agosta... Recordó su cara de rabia (una rabia impotente y asesina) al irse a la fuerza del castillo, pero ya se le pasaría. La rabia se convertiría en resignación, después en incertidumbre y por último, tarde o temprano, en miedo. Miedo, sí, porque a esas alturas ya debía de saber con quién se enfrentaba. Fosco no estaba dispuesto a olvidar. Cortaría el cabo suelto, remataría la faena y haría que D'Agosta pagara la deuda contraída con su disparo mortal a Pinchetti. Así, de paso, recuperaría su pequeño invento.

Sin embargo, no tenía prisa. No, ninguna.

Entre sorbo y sorbo de oporto, cayó en la cuenta de que los cabos sueltos no eran uno, sino dos. Viola, lady Maskelene. Se la imaginó cuidando las viñas, con sus recias extremidades tostadas por el sol mediterráneo. Su porte y movimientos tenían una mezcla de buena cuna, flexibilidad felina y sexualidad que le resultaba deliciosamente embriagadora. También tenía una manera de hablar llena de chispa, más que cualquier otra de sus conocidas. Estaba henchida de vitalidad. Allá adonde fuera aportaría calidez, incluido Castel Fosco...

Oyó un ruidito en la oscuridad, como un susurro de hojas secas en un suelo de piedra.

Se quedó con la copa en los labios.

La dejó lentamente en su sitio y se levantó para asomarse por la entrada principal del
salotto.
Al otro lado, solo la luna (y algún que otro aplique) bañaba la larga galería de un blanco resplandor, reflejado en las armaduras de las paredes.

Nada.

Se volvió, pensativo. El viejo castillo estaba infestado de ratas. Ya era hora de que el jardinero jefe volviera a tomar medidas.

Se acercó de nuevo a la chimenea con un escalofrío que no se justificaba solamente por el aire fresco.

Se quedó a medio camino. Había tenido una idea, algo que no dejaría de animarle.

Apartándose del fuego, se dirigió a la puertecita de su taller privado. Lo cruzó a oscuras, esquivando mesas de laboratorio y aparatos hasta llegar a la pared del fondo. Se arrodilló, palpó la superficie pulida del revestimiento de madera y accionó una pequeña palanca. Uno de los paneles de encima de su cabeza se entreabrió con un pequeño clic. El conde se levantó y lo abrió del todo. Dentro había una caja fuerte de grandes dimensiones empotrada en el muro. Introdujo un código en el teclado, que hizo que se abriese la puerta. Con cuidado y auténtica veneración, metió la mano y sacó la caja de madera en forma de pequeño ataúd que contenía el Stradivarius
Stormcloud.

Se la llevó al comedor y la dejó sobre una mesa arrimada a la pared, lejos del calor del fuego. Volvió a su butaca sin abrirla, para que se acostumbrara poco a poco al cambio de temperatura. En comparación con el frío del laboratorio, delante del fuego se estaba muy a gusto. Bebió un poco más de oporto, pensando en lo que tocaría. ¿Una chacona de Bach? ¿Algún fragmento brillante de Paganini? No. Algo sencillo, limpio, refrescante... Vivaldi. «La Primavera» de
Las cuatro estaciones.

Pocos minutos después volvió a levantarse, se acercó al violín, abrió el cierre de latón y levantó la tapa, pero no lo tocó. Necesitaba como mínimo otros diez minutos para adaptarse a la temperatura y la humedad ambientes. Lo único que hizo fue adorar con la mirada su acabado perfecto y misterioso, y sus líneas sensuales. Al contemplar el violín, se sintió embargado por una alegría prodigiosa y una gran sensación de plenitud.

Volvió a la comodidad de su sillón, donde se aflojó la corbata y se desabrochó el chaleco. El
Stormcloud
volvía a estar donde le correspondía: en el seno de la familia. Él, Fosco, se lo había arrebatado al olvido. Al final todo había valido la pena: los gastos, la ardua planificación, el peligro, las muertes... De hecho valía cualquier precio o esfuerzo. Al contemplarlo y ver cómo se reflejaba en él la luz roja de la chimenea, le pareció que no era de ese mundo, sino la voz –el canto– de otro mundo mejor, el próximo. Hacía mucho calor. Se levantó, cogió un atizador, empujó los troncos hacia el fondo y apartó un poco el sillón. «La Primavera.» La dulce melodía resonó alegremente en su cerebro, como si ya la estuviera interpretando. Cinco minutos más. Se quitó la corbata y se desabrochó los primeros botones de la camisa.

El crujido de un tronco en la chimenea le sobresaltó, haciendo que se incorporara bruscamente y derramara oporto sobre su chaleco abierto.

Volvió a acomodarse lentamente, sin saber por qué estaba inquieto. Eran los nervios. La aventura le había desgastado más de lo que pensaba. Sintió un pequeño vuelco en el estómago y dejó la copa de oporto sobre la mesa. Quizá le hubiera convenido tomar algo más fuerte como digestivo: un poco de Calvados, una grappa... No, mejor aún, uno de los magníficos licores de hierbas que hacían los monjes de Monte Senario.

Tenía una sensación un poco rara en el estómago, como si estuviera descompuesto. Se levantó y se acercó pesadamente al aparador. ¡Cuánto le costaba levantar los pies! No era normal. Sacó una botellita de Amaro Borghini, se sirvió una copita del líquido marrón rojizo y volvió a su sillón. Ahora su estómago protestaba enérgicamente. Tomó dos tragos sucesivos de licor amargo. Justo en ese momento oyó otro ruido en la puerta, como un paso.

BOOK: La mano del diablo
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