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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (68 page)

BOOK: La mano del diablo
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–¡Válgame Dios! ¡Pero si es el sargento D'Agosta! ¿Qué, qué le parece Italia?

D'Agosta no contestó. La mera visión de ese grotesco personaje lo llenó de odio. «No pierdas los nervios», recordó.

Fosco respiraba con cierta dificultad, pero por lo demás era el de siempre, jovial e imperturbable.

–Les pido disculpas por haber tardado tanto. Es que hoy no esperaba visitas. –Se volvió hacia el
colonello
–. Pero aún no nos han presentado. Me llamo Fosco.

–Yo soy el coronel Orazio Esposito, del Núcleo de Investigación –dijo Esposito con rudeza–. Tenemos una orden judicial para registrar la propiedad. Le agradeceré que no intervenga.

–¡Una orden judicial! –El rostro del conde reflejó una gran sorpresa–. ¿De qué se trata?

Esposito pasó de largo sin molestarse en contestarle. Tras lanzar una serie de instrucciones a sus hombres, se volvió hacia el conde.

–Mis hombres tendrán que entrar en todas las zonas del castillo.

–¡No faltaría más!

El conde se apresuró a cruzar el jardín, pasando al lado de la fuente, y penetró en la torre del homenaje, oscura y severa, interpretando de modo magistral su papel de hombre sorprendido y alarmado, pero al mismo tiempo solícito.

D'Agosta se mantuvo en el mayor de los silencios, procurando que el conde no viera la bolsa de lona. Observó que esta vez los portones no se cerraban a su paso.

El conde les condujo por la galería central hasta una habitación que D'Agosta no conocía: una biblioteca grande y elegante, con libros antiguos de pared a pared, que exhibían sus lomos estampados y dorados. La chimenea estaba encendida y chisporroteaba alegremente.

–Adelante, por favor –dijo Fosco, haciéndoles pasar–. Tomen asiento. ¿Les apetece un jerez? ¿Un puro?

–Me temo que no hay tiempo para formalidades –dijo Esposito. Metió una mano en el bolsillo, sacó un papel con sellos oficiales y lo dejó sobre la mesa–. Aquí tiene la orden judicial. Primero registraremos los sótanos, y luego iremos subiendo.

El conde había sacado un puro de una caja de madera tallada.

–Colaboraré con mucho gusto, pero me gustaría saber de qué se trata.

–El sargento D'Agosta ha formulado acusaciones muy graves contra usted.

–¿Contra mí? –dijo el conde. Miró a d'Agosta–. ¿Qué acusaciones?

–Secuestro, tentativa de asesinato... y que todavía tiene prisionero a Pendergast.

La sorpresa del conde se acentuó.

–Pero... pero... ¡esto es un escándalo! –Bajó el puro y miró alternativamente a Esposito y D'Agosta–. ¿Es verdad, sargento? ¿Ha formulado esas acusaciones?

–Vámonos –dijo D'Agosta impaciente. Las dotes de actor de Fosco le sacaban de quicio, aunque ello no se reflejara en el tono de su voz. Parecía realmente un hombre dividido entre la sorpresa y la incredulidad.

–Ya. En ese caso ¿quién soy yo para protestar? –Fosco examinó el puro, cortó la punta con un pequeño cortapuros de plata y lo encendió–. De todos modos, señor coronel, puede guardarse la orden. Usted y sus hombres gozan de plena libertad para circular por el castillo. Tienen todas las puertas abiertas. Busquen donde quieran, y si puedo ayudarles no dejen de hacérmelo saber.

Esposito se volvió expeditivamente hacia un grupo de carabinieri y les dijo algo en italiano. Ellos se cuadraron y se dispersaron.

Miró a D'Agosta.

–Sargento, podría llevarnos a la sala donde pasó la noche prisionero. Acompáñenos, conde.

–De todo corazón. Los Fosco somos una familia antigua y noble. El honor, para nosotros, es lo más preciado. Es necesario aclarar lo antes posible estas acusaciones.

Miró a D'Agosta con un dejo de indignación. Fueron por la galería con el sargento en cabeza, cruzando el salón y la larga serie de elegantes estancias. El conde caminaba con esa ligereza que le era característica, indicando obras de arte y detalles interesantes al
colonnello,
que no le prestaba la menor atención. Los últimos eran los dos carabinieri que quedaban.

Llegó un momento en que D'Agosta se perdió. Miró a su alrededor, dio un paso y volvió a detenerse. Pero... ¿en aquella pared estucada no había una puerta?

–¿Sargento? –dijo Esposito. –¿Puedo serle de alguna utilidad? –se brindó Fosco.

D'Agosta se asomó a una puerta, retrocedió y miró por otra. Habían pasado menos de veinticuatro horas. No podía haberlo olvidado. ¿O sí? Se acercó al estuco y lo tocó, pero era viejo y se deshacía al tacto. No tenía nada de reciente.

–Según el sargento, el apartamento donde estuvo prisionero se encuentra en la torre del homenaje –dijo el
colonnello
a Fosco.

El conde expresó su desconcierto con una mirada al coronel y se volvió hacia D'Agosta.

–En la torre solo hay un apartamento, pero no queda por aquí.

–Enséñenoslo.

El conde no se hizo de rogar. Les condujo por una serie de pasadizos y salas bajas de piedra, oscuras y sin mobiliario.

–Es la parte más antigua del castillo –dijo–. Se remonta al siglo IX. Es bastante fría y deprimente, sin instalaciones modernas de luz ni agua corriente. Yo no vengo nunca.

En un minuto llegaron a la puerta de hierro macizo de la torre del homenaje. A Fosco le costó abrirla, porque la cerradura estaba oxidada. Se abrió rechinando. El conde apartó telarañas y les hizo pasar a una escalera de piedra, que hizo reverberar los pasos del grupo. Al llegar al rellano, D'Agosta se detuvo ante la puerta de su apartamento. Estaba entreabierta.

–¿Es aquí? –preguntó Esposito.

El sargento asintió con la cabeza.

Esposito hizo señas a sus hombres, que acudieron, abrieron la puerta y entraron. El coronel les siguió con D'Agosta a sus espaldas.

Nada quedaba ya del agradable apartamento donde había pasado la noche. Ni rastro de alfombras, estanterías o muebles. Todas las reformas habían desaparecido: lámparas, grifos... Lo que tenían delante era una cámara fría y oscura, llena de madera vieja, relieves rotos de piedra y montones de paños viejos y mohosos. En el suelo había un candelabro de hierro macizo retorcido y herrumbroso. Todo estaba recubierto por una gran capa de polvo. Parecía un almacén reservado a los desechos de los últimos siglos.

–Sargento, ¿está seguro de que es esta habitación?

La sorpresa de D'Agosta se convirtió en desconcierto, y finalmente en rabia.

–Sí, pero no era así. En absoluto. Había dormitorios, un cuarto de baño...

Nadie dijo nada.

«Conque este es el juego», pensó D'Agosta.

–El conde ha aprovechado las doce horas que hemos tardado en conseguir la orden judicial para cambiarlo todo.

Esposito pasó un dedo por la capa de polvo de una mesa antigua y carcomida, se lo frotó con el pulgar y miró a D'Agosta bastante fijamente. Después se volvió hacia el conde.

–¿Hay algún otro apartamento en la torre?

–Como ve, este ocupa toda la planta superior.

Esposito volvió a mirar a D'Agosta.

–Bueno, ¿qué más?

–Bajamos a cenar. –D'Agosta se esforzó por mantener la calma–. Al comedor principal. Fosco dijo que no saldríamos vivos del castillo. Hubo algunos tiros y maté a su criado.

Las cejas del conde volvieron a arquearse.

–¿Pinketts?

Cinco minutos después entraron en el acogedor
salotto,
pero ahora el que empezaba a tener miedo era D'Agosta. No había manchas de sangre ni indicios de pelea. Los restos de un desayuno para una sola persona ocupaban la mesa.

–Espero que me disculpen –dijo Fosco con un gesto hacia los platos–. Estaba desayunando. Ya les dije que no esperaba visitas, y he dado el fin de semana libre a los criados.

Esposito se paseaba por la sala con las manos en la espalda, examinando las paredes en busca de muescas o agujeros que pudieran corresponder a algún balazo.

–Sargento –preguntó–, ¿cuántos disparos hubo?

D'Agosta reflexionó.

–Cuatro. Tres en el cuerpo de Pinketts. El otro debería estar en la pared de encima de la chimenea. Siempre que no lo hayan tapado con masilla.

Naturalmente, no había ninguna marca.

Esposito se volvió hacia el conde.

–¿Podríamos ver a ese Pinketts?

–Ha vuelto unas semanas a Inglaterra. Se fue anteayer, creo que por una muerte en la familia. Le daré su dirección y su teléfono de Dorset con muchísimo gusto.

Esposito asintió con la cabeza.

–Más tarde.

Una vez más, nadie dijo nada.

«¡No es inglés! –estuvo a punto de exclamar D'Agosta–. ¡Ni se llama Pinketts!» Pero sabía que no era el momento de insistir. Saltaba a la vista que Fosco lo había preparado todo a la perfección. Tampoco pensaba morder al anzuelo, y menos en presencia del
colonnello.

Encontrar a Pendergast. Eso era lo importante.

Volvieron dos carabinieri y hablaron rápidamente en italiano con el
colonnello,
que miró a D'Agosta.

–Mis hombres no han encontrado ningún rastro del coche en los garajes ni en ningún otro lugar de la finca.

–Señal de que lo ha destruido.

Esposito asintió, pensativo.

–¿De qué compañía era?

–Eurocar.

Se volvió hacia sus hombres y les dijo algo en italiano. Ellos asintieron y salieron.

–Cuando Fosco volvió de Florencia, nos encerraron en un viejo almacén –dijo D'Agosta, luchando contra una creciente sensación de pánico–. Estaba en el sótano. Puedo enseñárselo. La escalera empieza en la despensa.

–Si me hace ese favor...

Esposito le indicó que les guiara.

D'Agosta les condujo a la cocina, grande y vacía, y entró en la despensa. La escalera de bajada a los depósitos subterráneos estaba tapada por un armario muy macizo con ganchos antiguos de latón cargados de ollas y otros utensilios de cobre.

«¡Bingo!», pensó D'Agosta.

–La escalera está detrás –dijo–. La ha escondido con este armario.

Esposito hizo señas a sus dos subordinados, que la movieron con gran dificultad. D'Agosta sintió frío en todo el cuerpo. La escalera ya no estaba. En su lugar había un muro tan antiguo y polvoriento como el resto de la habitación.

–¡Tóquelo! –La voz del sargento ya no podía ocultar su frustración ni el pánico que le embargaba–. ¡La ha tapiado! ¡El cemento aún tiene que estar húmedo!

El
colonnello
se acercó a la pared, sacó una navaja del bolsillo y clavó la punta en el cemento. Cayeron trochos secos, con una lluvia de polvo. Clavó la navaja un poco más. Luego se volvió y se la ofreció a D'Agosta sin decir nada.

D'Agosta se arrodilló y palpó la base. Parecía un muro viejo y polvoriento, incluso habían quedado telarañas a la vista al retirar el armario. Se apartó y miró el resto de la habitación. No, no se equivocaba. Era aquella.

–El conde la ha tapado. No sé cómo, pero lo ha cambiado todo. Aquí dentro había una puerta.

Se produjo otro largo silencio. La mirada de Esposito encontró la de D'Agosta y la evitó.

Al ver su expresión inquisitiva, D'Agosta se sintió más decidido que nunca.

–Vamos con el resto de sus hombres. Registrémoslo todo de una vez.

Una hora después, D'Agosta volvía a encontrarse en la galería central. Jamás habría imaginado que un solo castillo pudiera albergar tantos pasillos, salones, habitaciones, sótanos y túneles como los que acababan de registrar. La fortaleza era tan extensa que no se podía saber si la habían recorrido por entero en todo el desangelamiento y la humedad de sus estancias y escaleras. Le palpitaban todos los músculos de cansancio. La bolsa de lona del arma de microondas le pesaba en el hombro como si fuera de plomo.

A medida que transcurría el tiempo, más callado estaba Esposito. Fosco les había acompañado durante todo el registro, abriendo todas las puertas con solicitud y paciencia, y sugiriendo incluso nuevas vías de búsqueda.

El conde carraspeó.

–¿Me permiten sugerir que volvamos a la biblioteca? Estaremos más cómodos para hablar.

Acababan de sentarse alrededor de la chimenea cuando entró uno de los carabimeri y le susurró algo a Esposito. El
colonnello
asintió con la cabeza y le despidió con un gesto. Su expresión era inescrutable. Fosco volvió a ofrecerle un puro, y esta vez Esposito aceptó. D'Agosta lo presenciaba todo cada vez más incrédulo. Empezaba a sentirse dominado por la ira, una ira teñida de horror y pena que no tenía fuerzas para controlar. Era todo irreal, como una pesadilla.

Esposito se decidió a hablar en un tono neutro.

–Mis hombres han investigado el Stylo. Lo devolvieron a Eurocar ayer a la una del mediodía. El recibo está firmado por A.X.L. Pendergast, y el pago se hizo con una tarjeta American Express, propiedad del mismo Pendergast. En el vuelo de las dos y media entre Firenze Pertola y Palermo había una plaza a nombre del agente especial A.X.L. Pendergast. Aún no hemos comprobado que estuviera en el avión, porque hoy en día las aerolíneas se ponen tan difíciles...

–¡Pues claro que constará que estaba en el avión! ¿Aún no ha entendido el juego de Fosco?

–Sargento...

–¡Es todo mentira! –dijo D'Agosta, levantándose de la silla–. ¡Lo ha orquestado todo! Igual que ha tapiado el puto pasillo, que ha cambiado el puto apartamento... ¡Lo tenía todo planeado!

–Sargento, por favor –dijo Esposito en voz baja–, repórtese.

–¡Pero si ha sido usted el que ha dicho que era un hombre tan decidido!

–Sargento...

La voz era más firme.

D'Agosta se levantó loco de rabia, angustia y pena. Fosco tenía la tarjeta de crédito de Pendergast. ¿Cómo interpretarlo? Ahora el muy cabrón se le escurría de las manos. Pendergast había desaparecido.

Hizo un esfuerzo casi sobrehumano para controlarse. Si perdía los nervios, la situación se le escaparía de las manos. Tenía que encontrar una rendija en la armadura del conde.

–O sea, que no está en el castillo. Se lo han llevado al bosque, arriba, en la montaña. Tenemos que hacer una batida.

Esposito esperó a que terminara, dando caladas al habano con expresión pensativa.

–Sargento D'Agosta –dijo finalmente–, según su versión el conde mató a cuatro personas para recuperar un violín.

–Cuatro como mínimo. ¡Estamos perdiendo el tiempo! Tenemos que...

Esposito pidió silencio con la mano.

–Perdone. Dice que el conde los mató con el aparato que ha traído usted.

–Sí.

BOOK: La mano del diablo
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