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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (75 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—Mira que ir a morir así... —comentó un sacristán.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Jovellanos con recelo.

Hubo unos momentos de indecisión y nerviosismo por parte del sacristán. A continuación, sus compañeros y los diáconos entablaron una desordenada discusión, como si fuesen una bandada de cotorras. De entre unos y otros los del Alcázar llegaron a la conclusión de que la vida de Silvestre Bujalance no había sido de lo más acorde con su ministerio, precisamente por ir más allá de lo que aconseja aquello de «dejad que los niños se acerquen a mí». El difunto no solo había perseguido a los rapaces por las calles en su papel de tarasca, sino que además los había
alcanzado
demasiado en sórdidos cuchitriles de El Arenal.

—«La cabeza más grande... —repitió Twiss parte del vaticinio que acababa de cumplirse implacablemente—, de las más pequeñas abusa...» Herradura nos la ha vuelto a jugar por donde menos podíamos pensar.

—Nos la ha jugado
más
de lo que usted piensa ahora —afirmó Jovellanos, para acto seguido alejar a Twiss, Gutiérrez y los Rubio del follón en el que se habían enzarzado sacristanes y diáconos.

Rápidamente puso en antecedentes al inglés sobre lo que significaba la fiesta del Corpus Christi para Sevilla. Era la fiesta de mayor tradición y arraigo de la ciudad, que probablemente tenía un origen pagano, quizá romano. Los ilustrados, con Olavide al frente, habían tratado de limitar sus excesos. Consideraban que tal fiesta iba contra el buen gusto, y que embrutecía la formación del pueblo. Habían prohibido que la muchedumbre bailase en el interior de la catedral, a veces desnuda. También habían intentado que no se bailase en las calles, pero un amago de motín popular les había hecho desistir de ello. Eso, la hostilidad de Olavide y los suyos hacia el Corpus Christi, la gente no lo había olvidado. Y ahora que la ocasión era propicia se lo harían pagar caro.

—¿Se dan cuenta de la gravedad de nuestra posición? Ni siquiera el asesinato de Su Eminencia nos hubiese venido peor —comentó Jovellanos a los demás—. Antes de cinco minutos la noticia de esta muerte habrá traspasado el perímetro. Los amotinados lo considerarán como un acto de venganza nuestro, como una profanación, y no habrá fuerza que los detenga.

—Por san Jorge... ¿Hasta dónde puede llegar ese bastardo de Herradura? —se preguntó Twiss separándose la pañoleta del cuello para que le entrase algo de aire fresco.

Gutiérrez desenvainó su sable, y los gemelos le imitaron como un solo hombre.

—Habrá pelea antes de lo esperado... —dijo el teniente.

—No, no... En absoluto estamos preparados para resistir. —Jovellanos hizo una señal a Morico para que dejase el cadáver y se uniese a ellos—. ¡Corran, caballeros!

Poco después, el grupo alcanzaba entre sofocos la capilla mayor. El centenar de fieles permanecía todavía allí, expectantes y sobrecogidos por lo que pudiera haberle pasado al cardenal. Jovellanos reclamó su atención alzando los brazos. Les dijo que no hiciesen preguntas y que debían correr de inmediato hacia el Alcázar para ponerse a resguardo. Hubo gritos y llantos, y algún amago de desvanecimiento entre las damas. A continuación se desencadenó una desbandada general hacia la puerta de San Cristóbal. En cambio, Mariana y Leonor, seguidas por Rosario y doña Amelia, se acercaron hacia Jovellanos. Le exigían una explicación a todo aquel desbarajuste. ¿Qué podía decirles cuando a sí mismo se hacía tantas preguntas? Estaba burlado, había naufragado en lo más proceloso del oscuro océano de la investigación; había defraudado a tantos que esperaban tanto de él. Se zafó de las damas con modales destemplados, sin querer fijar sus ojos en los ojos que Mariana le ofrecía.

—¡Señora marquesa, doña Leonor, marchen aprisa para el Alcázar, se lo ruego!

Capítulo 28

Los amotinados atacaron las barricadas del perímetro defensivo poco antes de las dos de la tarde. La patulea vociferante y variopinta primero la emprendió a pedradas, y a continuación se lanzó al asalto de las barreras armada de palos y navajas, espadines y horcas. A las primeras embestidas, los soldados respondieron con disparos al aire, pero como vieran que el gentío escalaba los obstáculos sin temor alguno y se les echaban encima, procuraron eludir el cuerpo a cuerpo.

Nada más abandonar la catedral, saliendo el último por su puerta de San Cristóbal hacia la plaza del Triunfo, Jovellanos se había encargado personalmente de hacer ver a los capitanes Doncel y Moya la urgencia de una retirada inmediata. Las barricadas y bayonetas que las custodiaban estaban para disuadir de un ataque, pero una vez desencadenado este, ni mucho menos eran suficientes para mantener las posiciones. En cuanto los hombres se viesen flanqueados por una muchedumbre fanatizada, no tardarían en sucumbir tragados por el número, no sin antes haber ocasionado gran cantidad de bajas entre los atacantes. Doncel y Moya, montados en sus caballos, dudaron por unos segundos, pero la actitud decidida de Jovellanos, sus casi órdenes, les hizo entrar en acción. Uno hacia el oeste y otro hacia el este, ambos fueron de calle en calle ordenando a las tropas el repliegue al menor signo de hostilidad.

En consecuencia, cuando pocos minutos después, proveniente del norte, el gentío embocaba las callejas decidido a todo, la tropa se replegaba hacia el Alcázar sin perder la disciplina ni verse sobrepasada. Unos pelotones a otros se fueron cubriendo la retaguardia de esquina en esquina, mientras que la avalancha armada de navajas y palos tomaba una tras otra todas las barreras. De vez en cuando, contra los más decididos y rápidos, bastaba una descarga de fusilería a sus pies, o una pared de culatazos al torcer una esquina para mantenerlos inactivos durante un buen rato. En el corral de los Olmos, que había sido una espina clavada en el corazón de la zona protegida, la retirada se encontró frente a dificultades añadidas. Los soldados que vigilaban desde los tejados de sus casas se vieron atacados por la espalda por los propios vecinos del corral con palos, piedras y utensilios de cocina. Principalmente por mujeres y niños enrabiados nada más llegar a sus oídos la desgracia del tarasca. La media docena de soldados pudieron salvarse de verse rodeados por el alud de los verdaderamente facinerosos cruzando por un arquillo al cercano convento de la Encarnación, y desde él ganando un extremo de la plaza del Triunfo. Atrás fueron quedando a merced de los amotinados el palacio arzobispal, la Casa de la Moneda, la Fundición de Artillería, la Casa Lonja, la Aduana; y era previsible que pronto lo estarían también las cuatro fachadas de la catedral.

La compañía del barrio de Santa Cruz logró refugiarse en la ciudadela por las puertas menores del patio de Banderas. A la compañía de El Arenal y del puerto de las Muelas le bastó traspasar la muralla romana por la puerta de Jerez para ponerse a seguro en el exterior de la ciudad, al amparo de los almacenes del muelle y los barcos allí amarrados. Más tarde, el capitán Doncel fue reuniendo y formando a sus diseminados miembros, de tal suerte que con ellos se dirigió hacia la Fábrica de Tabacos, y desde allí, junto a la guarnición apostada en el recinto, repelió las partidas de presos y siervos que amagaron con un asalto a la trasera del Alcázar. Atacar a campo abierto no era tan fácil y alentador como en las traicioneras callejuelas.

Las tropas de los aledaños de la catedral retrocedieron en distintas columnas por la plaza del Triunfo hacia la gran puerta del León. Parecía que el repliegue iba a culminar sin mayores contrariedades cuando de repente se advirtió que ni siquiera aquel portón era capaz de permitir una entrada rápida en la ciudadela a tanta gente como quería pasar. Cientos de vecinos de las viviendas circundantes, sobre todo de los barrios de la Carretería y de la Cestería y del arrabal del puerto, muchos de ellos empleados de la Corona, acudían en tropel en busca de su protección, a menudo a cuestas con sus enseres. Bajo el león pintado en la muralla sobre el arco se formó un tapón que amenazaba con convertirse en una trampa fatal.

Mientras tanto, una riada de amotinados comenzó a afluir sobre la plaza. Saltaban y gritaban de entusiasmo por lo que parecía ser una victoria fácil y segura. Apenas les separaba un centenar de metros de los infelices atrapados en la puerta. Les bastaría con llegar a ellos, abrirse paso expeditivamente entre cuerpos convulsos y penetrar en la ciudadela en tromba. Veinte o veinticinco soldados de la retaguardia formaron un arco defensivo con sus fusiles en torno al tapón de la puerta, dispuestos a aguantar hasta el último momento la marea humana que se les echaba encima.

Sin embargo, proveniente del patio de Banderas, surgió de imprevisto Rafael Artola al frente de una docena de sus carabineros. Con los sables en mano y las monturas espoleadas, hicieron retroceder a las avanzadillas de atacantes. Los contuvieron el suficiente tiempo como para que los refugiados y granaderos pudiesen pasar al Alcázar. Pero el ímpetu de la turba era mucho y su miedo poco, de tal forma que redobló su ataque, hasta el extremo de rodear a Artola y a tres de sus
conquistadores.
Las armas de los jinetes y las coces de los caballos no impidieron que el mar de rufianes, con meros palos y navajas, hiciesen caer de sus sillas a los caballeros, e incluso tumbasen a un par de bestias. Artola y sus tres muchachos fueron acribillados de una manera salvaje y paroxística, como si centenares de buitres picoteasen carroña. Acto seguido les cortaron las cabezas, clavándolas en largas pértigas para exhibirlas triunfantes. Y a continuación los despedazaron y revolvieron sus vísceras con los intestinos de los caballos abiertos en canal.

Los demás jinetes traspasaron la puerta y esta se cerró. Desde las almenas de la muralla la muchedumbre de amotinados ofrecía un blanco fácil para los fusileros. No obstante, se limitaron a apuntarles sin llegar a apretar los gatillos. Francisco de Bruna contemplaba consternado entre sus hombres la plaza y las calles circundantes. Era tal el horror del que había sido testigo que no estaba dispuesto a aumentarlo de forma gratuita. Por mucha sangre rebelde que se derramase desde allí, difícilmente podría reconquistar la ciudad sin el apoyo de grandes refuerzos con los que todavía no contaba. Así pues, mientras que estos fuesen una lejana esperanza, se debería mortificar viendo cómo durante el resto de la tarde el populacho saqueaba los edificios públicos, y muchos particulares, que habían quedado a su alcance.

Por la noche llegó a sus oídos la sorprendente resistencia que el médico Domingo Morico estaba planteando a los amotinados. Estos habían irrumpido en el hospital de la Caridad precisamente en su búsqueda. Sabían que ese hombrecillo judío no había querido refugiarse en el Alcázar. Morico, por su parte, no estaba dispuesto a que los tesoros científicos que guardaba en su laboratorio cayesen en manos de los inquisidores o fuesen pasto de la rapiña, de modo que se había encerrado en él. Los facinerosos habían querido forzar la puerta, pero resultaba imposible conseguirlo. Era demasiado gruesa y fuerte para ser derribada, estaba recubierta con planchas de hierro, por lo que no podían quemarla, y sus cerrojos eran tan extraños e ingeniosos que no había manera de abrirlos. Quisieron acceder al interior por las ventanas, pero al acercarse a ellas emanó de dentro un nauseabundo gas azul que provocaba quemazón de ojos y vómitos. Por último, intentaron penetrar por la chimenea. Sin embargo, una serie de cohetes explosivos frustró cualquier veleidad de los más osados. A la postre, los sitiadores optaron por alejarse de aquel peligroso nigromante y dirigir sus ambiciones sobre presas menos demoníacas.

Los amotinados estaban muy lejos de encontrarse saciados, e intentaron por distintos puntos irrumpir en la ciudadela. Por las tres puertas del patio de Banderas; a lo largo de la orilla del río, junto a la sombra de la torre del Oro, y a través de la muralla posterior que circundaba los jardines del Alcázar. Pero bastaron picas y espadas de los defensores, y sobre todo salvas de la artillería, para hacerles comprender que a pesar de su número no tenían la suficiente fuerza para tomar aquella fortaleza. Por lo tanto, cuando llegaron las primeras luces del alba de la nueva semana ya hacía horas que habían cesado las escaramuzas. Solo aisladas columnas de humo rompían la extraña tranquilidad que parecía haberse instalado en la parte sur de Sevilla. El pillaje no había dado para más. El sueño, el cansancio y el vino prolongarían aquella tregua tácita hasta la mañana del martes.

Entonces, ocho carrozas provenientes del Cabildo salieron de la plaza de San Francisco, enfilaron la calle de los Genoveses y cruzaron la plaza del Triunfo camino de la puerta del León.

Dentro del Alcázar Real los sitiados recomponían sus fuerzas y se aprestaban a una resistencia que intuían que debería ser feroz. Sabían que tarde o temprano los rebeldes intentarían abrir una brecha por donde pasar a borbotones. En cuanto aprendiesen a usar las armas de fuego que habían conseguido aquí y allá. Ese sería el momento para olvidarse de cualquier principio. Los pasajes y los patios del palacio rebosaban de gentes que descansaban por los rincones o al abrigo de los claustros. Muchos dormían después de horas de vigilancia en las murallas y otros trataban de reponerse de sus heridas. Las damas, al frente de las cuales se destacaba doña Leonor con una actividad frenética, procuraban asistirles en lo que podían.

El grueso de los heridos y de los refugiados se encontraba en el gran patio de las Damas, al abrigo bajo sus arcos mudéjares de la planta baja o de la galería alta de estilo renacentista. Se distribuía agua, alimentos y ropas de abrigo, o se vendaban heridas y se entablillaban miembros rotos. En un momento dado, doña Leonor se fijó en Mariana, que parecía sobrepasada por el trabajo que la ocupaba, o más bien que tenía la mente en otra parte, y no atinaba siquiera a acercar firmemente un vaso de agua a la boca de un soldado. La mujer de Bruna se aproximó a ella.

—Señora marquesa, me parece que de un momento a otro vamos a tener que atenderla a usted. No sé si será por su enfermedad o porque está pensando en otros menesteres...

—Estoy pensando en lo que todas —replicó la joven reprimiendo su coraje—. En ayudar a toda esta pobre gente.

—La señora Amelia me ha dicho que hace un rato la ha visto con náuseas. No me extraña, ya que usted no está acostumbrada a estos esfuerzos. Creo que debería descansar un poco.

—Deje, doña Leonor. Hay tantas cosas que hacer aquí...

La señora de Bruna se hizo con el jarro que mal que bien sostenía Mariana.

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