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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (72 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—¿Saben lo que significa, caballeros? —preguntó Bruna sin esperar respuesta—. No ya que los amotinados nos están rodeando por todos los frentes, sino que se están concentrando especialmente en el flanco sur, nuestro punto más débil de defender. ¿Y ello por qué? Mucho me temo que alguien del interior del Alcázar les haya recomendado que así lo hagan.

—No es posible. Un traidor entre nosotros... —comentó Sagrario.

Artola dio unos pasos de aquí para allá, apretando los puños.

—¡Se lo advertí, señor Bruna! No debimos perder la iniciativa, aun a riesgo de vidas humanas. Todavía estamos a tiempo de batir ese bosque antes de que la semana se acabe.

Bruna, sentado en el borde del escritorio, extrajo uno de sus puros de una caja lacada al estilo chino.

—Me temo que llevaba razón, Artola —dijo acercando una vela al cigarro—. Por encima de los ideales están el orden y la ley. Sin el imperio de la ley no hay libertad que poder defender. Y tal parece que no vamos a poder contar a tiempo con los refuerzos solicitados a la Isla del León. Antes de sucumbir inactivos nuestro deber es pelear.

Jovellanos arrojó violentamente el papel a la mesa.

—¡No, no...! —exclamó negando con la cabeza—. No pierdan los nervios, caballeros, nuestra situación no es tan desesperada. No tenemos necesariamente un
traidor
que informe al enemigo de nuestras debilidades. La gente del Cabildo simplemente usa el sentido común. Cualquiera se puede dar cuenta de que la muralla meridional del Alcázar es la más vulnerable, así que por medio de esa amenaza en nuestro flanco sur esperan que distraigamos tropas de otras partes dejándolas desguarnecidas. Eso es todo.

—¿Usted qué sabe de estrategia militar? —le preguntó Artola a dos palmos de él—. Nada. Es cierto que contamos con pocos efectivos, pero si concentramos nuestras fuerzas en un punto y los pillamos por sorpresa tenemos muchas garantías de darles una buena lección. Para ello debemos despejar antes otros campos de operaciones. Herradura llevaba razón, los rebeldes esperan a que acabe la semana, quizá a la noche del lunes, para aprovechar las sombras. ¡Adelantémonos a ellos!

Jovellanos no le perdió la cara.

—Le repito que no debemos temer nada por el sur. Ahí está la Fábrica de Tabacos, bien defendida por su foso, y su arrabal, cuyos vecinos no han dado muestras de deslealtad.

Viendo que ambos no se apartaban la mirada, Esteban del Sagrario los separó con las manos y se cruzó entre ellos.

—Hablando de Herradura... —comentó—. ¿No será ese el traidor? ¿No estará trabajando para los intereses del Cabildo? Ahora parece más claro que el agua. Me conmuevo solo de pensar en que le hemos tenido entre nosotros, enterándose de primera mano de todos nuestros pasos, precisamente dirigidos contra él...

—Puede estar seguro de que ahora tampoco se encuentra muy lejos —afirmó Jovellanos con tal convicción en su semblante que desconcertó a Sagrario.

—Pe..., pero si hemos registrado cada palmo del Alcázar, y cada casa incluida en el perímetro...

Bruna volvió a tomar la palabra, que salía de su boca envuelta en humo.

—Jovellanos, por supuesto que no hay ninguna novedad sobre ese tipo... ¿Debemos esperar indefinidamente a tener un golpe de suerte para capturarle, y poder mostrarle al populacho, y así demostrar nuestra inocencia? Mañana es lunes...

Jovellanos agachó la cabeza, como abrumado, a punto de rendirse. Pero —se dijo— no debía darse por vencido, todavía la razón iluminaba su entendimiento. Volvió a mirar al frente.

—Ayer por la tarde los hermanos Rubio lograron llegar a su antigua casa de la calle del Arrayán. No hay nada. Ahora la habita una familia común y honrada. Creo que sería malgastar nuestras energías buscarle por medios convencionales. Sin embargo, tengo la convicción de que va a ser él quien venga a nosotros. Por la carta que nos ha dejado, se deduce que su gran misión era sacar el oro de Sevilla, y que, una vez conseguido, ahora lo que busca es completar sus macabros crímenes, alimentar una soberbia yo diría que mesiánica, terrible. Y eso solo puede hacerlo ya en la catedral, y hoy.

—Bien. Procure cogerle
hoy,
porque mañana al amanecer saldremos a restablecer el orden en las calles cueste lo que cueste.

—¡Eso es, señor Bruna! —le animó Artola dando un puñetazo en el escritorio.

Jovellanos, perplejo, ensayó un paso hacia él, pero Francisco de Bruna se volvió hacia la ventana y se apoyó en su alféizar de cara al jardín.

—No lo haga, Bruna —le recriminó señalándole con un dedo—. Se lo demandará Su Excelencia. ¿Lo comprende?

—Que me lo demande —contestó el interpelado—. Prefiero que me lo demande victorioso o muerto que no derrotado y quizá vivo.

Bruna persistió en seguir fumando de cara al jardín, como dando a entender que su decisión era firme y que no tenía nada más que decir. Artola y Sagrario, por su parte, prestaron una conformidad silenciosa a sus palabras con sendas miradas sobre Jovellanos, duras, impertérritas frente a su actitud casi suplicante.

—Que Dios nos ayude... —dijo Jovellanos al alejarse hacia la puerta.

Después salió del gabinete con paso decidido.

Antes de entrar en el despacho que acababa de abandonar, Jovellanos ya tenía el convencimiento de que en ese día se presentaba la última oportunidad de capturar a José de Herradura, según los indicios con los que contaba. Las palabras de Bruna no habían hecho más que confirmárselo a modo de ultimátum. Pero ¿cómo prender a un fantasma? Alguien que se movía por donde gustaba y que al mismo tiempo era inaprensible para los sentidos. Con su carta, el
interfector
les había revelado que mientras que ellos hablaban escondidos cerca de la universidad, él les escuchaba cerca. Asimismo, minutos antes, dentro de la universidad y la Anunciación, cuando ellos creían que había huido por los tejados, en realidad permanecía dentro, hasta el punto de regocijarse por la cruel jugarreta de Silva. Su capacidad de pasar desapercibido entre las sombras era digna de admirar. Y no solo así, ese arte aún lo había refinado más para el día. No en vano conocían de sobra su virtuosismo para el disfraz y la impostura. De modo que cabía la posibilidad de que ahora anduviese dentro del perímetro con cualquier identidad, acaso con la de alguien conocido. ¿Qué mejor forma de esconderse?

El
interfector
estaba muy seguro de su capacidad e inteligencia, por eso le gustaba regodearse de los vulgares mortales. Había demostrado hasta la saciedad que disfrutaba solventando los retos que su osadía le marcaba. ¿Cuál podía ser en aquel momento el más arriesgado, el más difícil de llevar a cabo? No podía ser otro que asesinar al cardenal Francisco de Solís y Folch, y a la vista de mucha gente a ser posible. Ya era hora de hacerlo. Cuánto más si, debido a la conversación de Jovellanos y Twiss en su escondite, Herradura sabía que esperaban de él que lo intentase. El escenario de ese crimen tenía que ser, pues, la catedral el domingo de Resurrección, en un lugar y durante un día hartos simbólicos. Tal crimen podría perpetrarlo en un acto de temeridad suprema. Sin embargo, difícilmente se haría con su trofeo: la cabeza del prelado. De ahí —habían deducido ellos— la mascarilla de yeso que semanas antes había hurtado a Solís en la cama, como si se hubiese cobrado la pieza de antemano. Para Herradura todo debía acomodarse al orden y significado establecidos en su espíritu perverso. Él era como el Bautista, según sus palabras, es decir, aquel por quien habrían de rodar cabezas a su semejanza.

Por supuesto que deberían capturar a José de Herradura en el intento, antes de que consumase su crimen más grande. Desde su angustiosa experiencia del yeso en el rostro, la vigilancia de Su Eminencia se había reforzado. No se le había dejado solo ni un minuto a partir de aquella noche, al punto de que desde entonces dos capellanes pernoctaban con él en su alcoba. A causa de los graves sucesos que empañaban la Semana Santa, el anciano cardenal había querido salir del arzobispado para tratar de mediar entre las partes. Pero se le había disuadido de ello con el argumento de que no había voluntad ni intereses que lo propiciasen. Ahora, en cambio, debía cumplir con una secular tradición, como era dar misa en la capilla mayor de la catedral, en el centro exacto del edificio. Era la misa capitular del domingo de Resurrección, que era obligado que la oficiase el arzobispo de la diócesis frente a las autoridades del Cabildo y del Alcázar. Dadas las circunstancias, posiblemente asistirían muy pocas autoridades, pero de lo que nadie dudaba era de que Solís no iba a renunciar a aquella ceremonia pese a las advertencias. A partir de ahí su persona quedaría expuesta a cualquier contingencia. El cardenal saldría de su palacio, cruzaría la calle de Placentines, subiría unos escalones del templo para penetrar en él por su puerta de los Palos y, ya a cubierto, cruzaría el espacio que separa la capilla real de la sacristía alta, dispuesta por detrás de la capilla mayor. Era el camino más corto posible para que pudiese cumplir con su obligación. Puesto que resultaba inevitable ese recorrido —se preguntó Jovellanos—, ¿por qué no valerse del mismo?

Las horas previas al mediodía, Jovellanos y Twiss las aprovecharon para preparar toda una red de vigilancia alrededor y dentro de la catedral de Sevilla. Varios soldados se encaramaron a los tejados de las naves. Se apostaron a la sombra de los arbotantes y se quedaron inmóviles como gárgolas retraídas, con los ojos avizores. Igualmente, al abrigo de las bóvedas, más de dos docenas habían encontrado buenos nichos de vigía en los rincones de las capillas, detrás de sus rejas y balaustradas, entre las pilastras más apartadas. Se apostaron también en sus varias sacristías, en su grandioso coro central y en cada una de las puertas. Se identificó a los pocos fieles que oraban desperdigados y se los concentró en la capilla mayor. Y luego, cuando comenzó a llegar el grueso de los asistentes a la misa por la única puerta abierta de San Cristóbal o del Reloj, al sur, se estuvo muy atento para que no se introdujese nadie sospechoso.

Mientras que a un lado del recogido y amplio umbral el teniente Gutiérrez y los hermanos Rubio observaban el paso de la gente, al otro hacían lo propio Jovellanos y Twiss. Advirtieron que entre quienes acudían a la ceremonia, como era de prever, no había nadie a quien se pudiese catalogar de potencial amotinado o simpatizante de los rebeldes, lo que daría un respiro en caso de complicaciones.

—¿Qué preferiría, Jovellanos? ¿Que Herradura no viniese para evitar riesgos o que traspasase esta puerta para poder cogerle dentro?

—Preferiría haberle encontrado ya.

—No le entiendo.

—Me entiende, Twiss. Aunque en el fondo se niegue a aceptarlo, sabe como yo que el
interfector
puede estar ya dentro de la catedral.

Twiss hizo una reverencia, y obligó a Jovellanos a imitarle. Por delante pasaba doña Leonor, junto a otras damas del Alcázar, todas ellas bajo negras mantillas que cubrían sus rostros. Había que hacer un gran esfuerzo visual con un grado elevado de descortesía para estar atentos a que bajo encajes y lazos no pasase nadie con barba rasurada.

—Pero si hemos buscado en todos los rincones... —arguyó Twiss.

—Ese condenado puede estar donde menos lo pensemos. Hace un rato, mientras usted bajaba a los sótanos para revisarlos, yo estaba en la torre con los gemelos. No había nadie. Pero a uno de los Rubio se le ocurrió medio en broma que el asesino podía colgarse perfectamente del badajo de una de las campanas, atarse a él y permanecer en el hueco metálico y oscuro durante horas, esperando actuar.

—¿Y ha mirado en las campanas?

—Naturalmente. Con ello quiero decir que en un templo tan gigantesco como este, con miles de recovecos, el
interfector
puede haber tomado cualquier apariencia. Recuerde lo que nos hizo en la universidad. Quizá hoy vista un traje a imitación de la piedra, o tal vez sea dorado, para confundirse con la decoración de un retablo.

—Da igual. Lo que importa es que si quiere matar a Su Eminencia ha de moverse, acercarse a él, ponerse a nuestro alcance. ¿Me da permiso para disparar si es necesario?

Jovellanos giró la cabeza y miró al inglés con una mueca de fingida perplejidad.

—Que el cielo le confunda, señor Twiss...

Este no pudo replicar nada, ya que hubo de imitar a Jovellanos en otra reverencia. Mariana cruzaba el arco de la puerta, seguida de doña Amelia y de Rosario con sus dos hijas mayores. Ellas también iban tocadas de mantillas y asían devocionarios. La marquesa dejó traslucir una sonrisa hacia don Gaspar a través del encaje morado, de afecto, aunque también con travieso sentido. A Jovellanos no le complacía nada en absoluto ver a Mariana allí, tampoco a las otras señoras. En cualquier momento podría presentarse una situación muy peligrosa que podría comprometer sus integridades físicas. Pero, al igual que Solís, había resultado inútil hacerles desistir de acudir a la catedral. La tradición de siglos podía más que el mayor riesgo.

Para asistir a la misa se congregaron poco más de un centenar de fieles. La mayoría eran gentes del Alcázar, pero tampoco faltaban vecinos del interior del perímetro que desafiaban así la probable censura de los amotinados. Mariana y doña Leonor se acomodaron en un lugar de preeminencia, por detrás de ellas lo hicieron las esposas de los oficiales y las demás mujeres; y, paralelos a todas ellas, se agruparon los hombres de acuerdo a su jerarquía. Así como Gutiérrez y los gemelos, Jovellanos y Twiss prefirieron mantenerse en los aledaños de la gran nave central. Discretamente estarían atentos a cualquier eventualidad yendo de un lado para otro.

Poco antes de las doce un sordo rumor de pasos acalló por completo el susurrante rezo de las mujeres. Todos se incorporaron mientras que a sus espaldas se oía el canto de los niños del coro. Proveniente de las estancias de la sacristía comenzó a llenar el presbiterio la nutrida comitiva que acompañaba a Su Eminencia.

Primero lo hicieron cuatro diáconos con las palmas de las manos juntas, después seis monaguillos, cada uno con una gran cruz, más tarde una larga fila de canónigos menores con incensarios, a continuación el cardenal portando su báculo alto de plata y pedrería, en medio de más de veinte canónigos prebendados con hábitos de coro para dar misa, y, por último, ocho de sus dignatarios. Cada cual fue ocupando el sitio que le correspondía a ambos lados del altar y del retablo de alerce. El aire se cargó enseguida de humo y aroma del incienso, un humo que parecía adquirir los multicolores matices de los vitrales, que desdibujaba a su vez las luces de la multitud de velas y los brillos del oro, la plata y las gemas, y que se elevaba hacia las cúpulas de intrincados adornos.

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