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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (95 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—¿Y qué le ha hecho cambiar, Gaspar? —preguntó Twiss con un nudo en la garganta.

—Las palabras de una mujer sencilla. La Bachillera ha pasado mucho tiempo a mi lado atendiéndome, y yo le he contado todo. ¿Sabe lo que me dijo? Que la vida es como la marisma, no como el río del poeta, sino como la marisma. Una marisma a la cual tan mal le viene la escasez de agua como su abundancia, porque en ambos casos todo en su interior se trastoca. Lo que significa que hay que tomársela con mesura, con cierto distanciamiento. La marisma, la vida, no es un río que fluye, es un espacio que permanece, y que a veces es anegable y otras es desecable. Se agranda o mengua, por ello, siendo en verdad su existir continuo y total, no obstante, debe sentirse con escepticismo. El mal del que hablamos aquella noche, Richard, es el Absoluto. En buena medida Herradura y yo hemos sido iguales. Él creía en una idea absoluta que le condujo inexorablemente al odio más extremo. Yo creía en otro, en la absoluta perfección humana, que se encarnó en Mariana amándola. Lo cual no podía ser bueno...

—No diga eso...

—Sé que el amor nunca es bastante, y el mío por ella fue infinito. Pero hay que ser prudente. Amando nos trascendemos en otra persona y nos redimimos, mas hemos de saber los peligros que reporta y estar preparados. La marisma de la vida no es un río, tampoco es un océano de eternidad, es solo un ensayo, o un deseo de eternidad. Así que hay que aguantar, sufrir, resistir los vaivenes del agua que anega o desaparece. Llevaba razón Zenón de Citio cuando dijo «sufre y abstente». Y en mi caso, me dije en Los Isidros, además «vive». Porque mientras que yo viva, amigo mío, doña Mariana no morirá definitivamente, siempre habrá en su marisma agua, y flores, y aves, y un sol que iluminará mis recuerdos.

Jovellanos y Twiss alargaron sus manos y se estrecharon las muñecas con fuerza, con emocionado nervio. Así permanecieron durante varios segundos, en silencio, hasta que Twiss volvió a hablar.

—¿Visitará su tumba?

—No lo necesito.

El caballero inglés asintió con una sutil sonrisa.

Una semana más tarde, Twiss, Juana y Hogg abandonaban Sevilla rumbo a Inglaterra con escala en Cádiz.

Jovellanos y Twiss mantuvieron una abundante correspondencia, que se prolongó hasta el último momento de sus vidas. También se vieron tres veces más. Una fue en el año 1791, en Gijón; la otra durante el destierro que don Gaspar sufrió en la isla de Mallorca, en 1808; y la tercera en la ciudad de Cádiz, en 1810, rodeada por los ejércitos franceses. De este modo cada cual estuvo al corriente siempre de la suerte del otro como si permaneciesen juntos, a pesar de los graves acontecimientos que se abatirían sobre el mundo a partir de entonces.

Así, Jovellanos supo de la boda de Twiss y Juana por medio del
Gretna Green
en el distrito londinense de Fleet, un modo decoroso de salvar las diferencias que los separaban. Supo del nacimiento de su hijo Horatio y de la muerte apacible de un anciano Hogg. Supo de determinadas actividades de Juana, madura y bella actriz, en los turbulentos tiempos del Directorio y del Consulado, cuya verdadera índole se juzgó prudente silenciar, pero que no era difícil de imaginar. También Twiss le comunicó, con indisimulado regocijo, que en uno de sus muchos viajes se había topado en la Alejandría de los mamelucos con un tal Mustafá Kebir, que no era otro que el desaparecido Caetano Nunes, a quien se le había creído achicharrado en el incendio de la Cárcel Real. Caetano vivía feliz con tres esposas y era un próspero comerciante de metales nobles. Aunque su fe en Alá y su Profeta posiblemente era dudosa.

Por su parte, Twiss supo que al año siguiente Jovellanos fue llamado a la Corte para desempeñar altas funciones en el Gobierno. Supo de sus cargos y de sus caídas. De su absurdo nombramiento como embajador en Rusia —que declinó, por supuesto—. De su amistad con el pintor Goya, que le hizo varios retratos. De que había traducido el primer canto de
El paraíso perdido
de Milton. De la trayectoria personal del muchacho Fermín, que había dejado al cuidado de Fernández. A quien costearía sus estudios desde la lejanía, y que llegaría a ser un abogado de prestigio, y uno de los firmantes en el Cádiz de 1812 de la primera Constitución que tendría el reino.

Sin embargo, ni por escrito ni de palabra, Twiss oyó de Jovellanos otra vez la mínima mención a Mariana de Guzmán, y ni siquiera a otra mujer. Él, por supuesto, tampoco hizo referencia a ella, pues pensó que no era quién para evocar lo que el otro guardaba bien recóndito, o que quizá iba olvidando. Supo, no obstante, que Jovellanos hablaba de Mariana de forma velada, como si el propósito de mesura que se había hecho le prohibiese animar su recuerdo en todo su esplendor. Fue así que creyó descubrir su huella en la
Elegía a la ausencia de Marina;
o en otro poema que se enteró que Jovellanos también había escrito, y cuyo comienzo era bastante elocuente.

Voyme de ti alejando por instantes,

¡oh, gran Sevilla!, el corazón cubierto

de triste luto y del continuo llanto

profundamente aradas mis mejillas.

Estas impresiones sucedieron cuando eran jóvenes. Pero pasó el tiempo y Twiss no volvió a descubrir vestigios del secreto de Jovellanos. Se imaginó que el transcurrir de los años iba diluyendo el recuerdo de su amor de juventud, que acaso ya habría desaparecido en el torbellino de una vida bastante desdichada por otros motivos. Ocurre a menudo que el rostro de alguien, sus caricias, sus palabras, una vez desaparecido no se recuerdan ni se sienten tal y como eran, como si la ausencia fuese un ácido corrosivo que, piadosamente por parte de la Providencia, borra aquellas marcas en el espíritu de quien permanece. Tal vez Jovellanos agradecería esta circunstancia —elucubró Twiss—, cuando poco a poco notase que su dolor fuese remitiendo y convirtiéndose en una suerte de nostalgia placentera.

Pero hete aquí que a principios de 1812 un navío español se coló por entre las escuadras inglesa y francesa que merodeaban por el Canal, y arribó a Portsmouth. Entre sus muchos encargos y misiones de guerra, el navío transportaba un pequeño paquete para el caballero Richard Twiss de Norfolk. Dentro del paquete había una nota junto a un pliego de papel con dos dobleces. La nota iba firmada por Juan Agustín Ceán Bermúdez, amigo desde la infancia de Jovellanos. Comunicaba el reciente fallecimiento de don Gaspar en Puerto de Vega, cerca del lugar que le viera nacer. Asimismo, decía que el pliego adjunto era un legado que el difunto hacía a Twiss de acuerdo a su última voluntad.

Solo en su gabinete, nervioso, Richard Twiss desplegó la hoja. Descubrió que en ella estaba el retrato de Mariana que en un patio soleado de Sevilla le hiciese un día ya muy lejano el pintor Juan Espinal. Entonces Twiss supo que el último pensamiento de Jovellanos había sido para su único amor.

Muchos años después, su hijo Horatio realizó también su viaje meridional. Se pasó por Madrid, visitó el Museo del Prado y estuvo delante del retrato de cuerpo entero que Goya había realizado a Jovellanos a sus cincuenta y cinco años. De ese modo fue que descubrió algo que jamás su padre hubiese podido conocer.

Sacó de su levita la hoja doblada y la desplegó un poco. Así comprobó con un nudo en la garganta que era exactamente la misma que sostenía Jovellanos en una mano, y donde el pintor había escrito con óleo:

Jovellanos

por

Goya

Era una hoja para llevarse en el bolsillo interior de una casaca; era la prueba suprema de que Mariana siempre había estado bien presente junto a donde latían sus sentimientos. Y era así que, dentro de aquel genial cuadro, ella también viviría para la eternidad.

Agradecimientos

Expreso mi agradecimiento a mi familia, que me ha perdonado el tiempo que les he hurtado mientras escribía esta novela. A mis amigos, que me han alentado durante la redacción. A otros escritores, que han disfrutado con su lectura. Y a los editores, que han creído en el valor de la obra.

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