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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (89 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Mientras Jovellanos y Twiss intercambiaban unas rápidas impresiones sobre la necesidad de desandar lo recorrido, con el agua ya casi por sus pechos y con las luces en alto para mantenerlas encendidas, el farolillo de Berardi iluminaba lo que se le antojó su salvación. A unas tres varas y media de altura, cerca del techo cóncavo, se abría un agujero por donde fluía una leve corriente de agua que caía escurriéndose por la pared. Tal vez el desastre telúrico había abierto aquel hueco. Hueco que, por el agua que emanaba de su interior, podía conectar con otra cloaca de un nivel más elevado. Llevase a donde llevase, era su única salida.

—¡Por ahí! —gritó Berardi al tiempo que comenzaba a ascender de piedra en piedra en dirección al agujero.

Sus acompañantes le imitaron sin pensárselo dos veces. El agujero, irregular y angosto, no tenía mucha longitud. Su primera mitad se abría entre las rocas de la pared de la cloaca, pero su segunda parte, de similar grosor, lo hacía entre lo que parecía ser un muro de ladrillo. A rastras, Berardi asomó su lámpara en una cavidad oscura como boca de lobo, y que, le dio la impresión, debía ser enorme. Era un lugar que además estaba inundado de agua, de agua más bien quieta, hasta el mismo borde del agujero, por donde rebosaba tan escasamente. Se introdujo en el agua y comprobó que le llegaba un poco más abajo de la cintura. Detrás de él salieron Jovellanos y Twiss. Juntos los tres, con sus farolillos alzados en diferentes direcciones, arrancaron de las sombras el secreto de aquella estancia tan espaciosa. Era un sótano, sin duda, que quizá había tenido el uso de almacén o silo, y que, a juzgar por su estado de abandono, no había sido hollado por pies humanos desde los árabes. Porque árabe era, según Berardi. La construcción de ladrillo, los arcos donde se unían sus gruesas columnas y pilastras así lo indicaban.

—Podría ser este el cubil de... —susurró Berardi al oído de Jovellanos.

—No creo. Demasiada agua —le contestó Jovellanos de igual forma—. Ni siquiera un ser como Herradura podría pasar aquí una hora seguida.

Twiss se colocó detrás de los dos y habló también muy bajo entre sus cabezas.

—Yo no estaría tan seguro. Observen el agua por delante de nosotros...

Los tres miraron hasta donde alcanzaba la luz de los farolillos. El agua era clara como la de un manantial; sin embargo, se apreciaba un reguero turbio, que llegaba hasta ellos desde el agujero de la pared y que, a partir de ellos, se perdía por el sótano en dirección a una fila central de columnas. No había que ser muy perspicaz para deducir que alguien, antes que ellos, había caminado por allí, removiendo el fino limo del fondo con sus pies. ¡Y hacía muy poco! De inmediato sus músculos se pusieron tensos, y sus ojos, abiertos en demasía, intentaron escudriñar en la oscuridad circundante. Jovellanos y Berardi extrajeron los espadines de sus cinturones, y Twiss, como solo podía manejar una, sacó una de las pistolas. Alerta, en silencio, avanzaron juntos siguiendo el rastro turbio, que serpenteaba paralelo a la fila de enormes y cuadradas columnas centrales. Poco a poco, mientras avanzaban despejando sombras, se fueron separando unos de otros. Jovellanos y Twiss siguieron por el lado del reguero de limo; el primero, más próximo a la pared lateral y el segundo, más pegado a las columnas. En cambio, Berardi decidió desviarse por el otro lado de la fila de columnas.

Mientras Jovellanos estrellaba su luz contra las pilastras de la pared, Twiss se dio cuenta de que el rastro parecía cortarse unos metros por delante de ellos. Se difuminaba en el agua, como si quien lo había provocado se hubiese detenido, y hubiese ido dubitativo de un lado para otro. Con el corazón latiéndole en la garganta, Twiss se subió mejor la pañoleta de su cuello y chistó a Jovellanos para hacerle ver esa circunstancia. Entonces fue cuando estalló un gran revuelo.

Provenientes de la parte de Berardi se oyeron bruscos y cortantes chapoteos, y unos gritos, uno de ellos de dolor. Y se apreció que la luz de su farolillo desaparecía bruscamente. Twiss se dirigió hacia allí, rodeó la columna que le impedía ver lo que sucedía y se le heló la sangre por lo que descubrió. Silva extraía su daga del pecho de Berardi, a quien, sin vida y sujeto por su asesino, apenas se le podían ver emergidos parte de la cabeza y un hombro.

—¡Tú! —exclamó Twiss apuntando su arma.

—¡Yo, tu muerte...! —respondió Silva con sus ojillos brillantes como siniestras luciérnagas, al tiempo que dejaba caer el cadáver de su víctima y se abalanzaba sobre la próxima presa.

Twiss apretó el gatillo de su arma, pero, como se temiera, la pólvora estaba demasiado húmeda para prenderse. Silva le arroyó, aunque Twiss esquivó su daga con un golpe del cañón de la pistola. Enzarzados, cayeron con gran estruendo en el agua. El farolillo se apagó. Al instante la luz fenecida era sustituida por la de la lámpara de Jovellanos. Contempló atónito la pelea descomunal de Twiss y Silva: sumergidos o emergiendo envueltos en torpes brazadas, en agua que volaba y en gritos ahogados. Jovellanos por un instante dudó en intervenir, le paralizó la idea de que su farolillo también se apagase y que, en la oscuridad, no pudiesen continuar avanzando de ninguna manera. Pero, dado lo que estaba pasando, peor era no hacer nada. Silva había perdido su chambergo y mostraba una cabeza monda apenas cubierta de pelusa, descarnada y cadavérica, y su capa se había pegado empapada a su cuerpo como una mortaja negra. Ahora que con una mano mantenía a Twiss bajo la superficie, con la otra se disponía a asestar la estocada decisiva. Jovellanos puso la punta de su espadín en su pescuezo, y ello fue suficiente para detener a aquel esqueleto viviente, que le encogió el corazón en cuanto alzó su calavera y le miró. Silva fue a decir algo que se adivinaba soez, pero, de repente, como si un escalofrío hubiese recorrido su espinazo, se dobló hacia atrás bruscamente. Se medio levantó, volvió a caer al agua emitiendo espantosos gañidos, y entre el líquido y el aire se debatió con terribles convulsiones. Jovellanos trató de mantenerle la cabeza a flote tirando con su mano libre de su camisa. Bien sabía, por la reacción similar que había tenido Mariana, que había sido alcanzado por uno de los dardos no
anima pinguis
de Herradura.

—¡Twiss, Twiss...! —llamó.

Twiss, libre de la garra que había atenazado su cuello, surgió del agua con una energía descomunal, como si aún tuviese un enemigo enfrente. Vio que Jovellanos parecía tener dominado a Silva y se arrojó a él con la intención de rematarle.

—¡Bien hecho, Gaspar! —gritó Twiss, que en la pelea había perdido todo lo que llevaba. Agarró él también la pechera de Silva.

—¡Yo no he hecho nada! Fíjese en ese dardo de su cogote. ¡El
interfector
está aquí!

Al oír esas palabras, Twiss se puso de nuevo en guardia. Soltó a Silva y, con ambos puños fuertemente cerrados, encorvado como un gato rabioso, se dispuso a hacer frente a la amenaza capital que estaba ocultándose en la oscuridad, lista quizá para atacar otra vez.

—Ayúdeme, Twiss, este hombre se va a ahogar.

Twiss miró de soslayo a Jovellanos con ojos furibundos, en tanto que este procuraba mantener la boca sin labios del facineroso fuera del agua.

—Suéltele. No podemos hacer nada por él.

—¿No lo dirá en serio?

—¿Qué quiere hacer por esa alimaña? Se merece lo que le está pasando.

—¡Nadie se merece esto! —El brazo de Jovellanos flojeaba, y veía que de un momento a otro tendría que soltar a Silva.

—Pero tampoco podemos llevarle a cuestas —sentenció Twiss—, sobre todo si dentro de cinco minutos nosotros también estamos así.

Jovellanos lanzó un bufido de frustración. Con las últimas fuerzas de su brazo arrastró a Silva hasta una de las columnas. Le enderezó como pudo apoyándolo sobre ella y le soltó. Pero ese cuerpo en su sudario negro, agitado por espasmos regulares, al instante comenzó a escurrirse para ir hundiéndose en el agua. Jovellanos se lamentó con una maldición. No quiso ver el fin de aquel infeliz y fue a emparejarse con Twiss hombro con hombro.

—No se lamente, Jovellanos. Debemos sobrevivir para salvar a doña Mariana.

—Somos igual que animales... —comentó Jovellanos, acompasando su respiración entrecortada a la de Twiss—. Y el pobre Berardi...

—Sí... Es una lástima... —Twiss no cesaba de escudriñar en lo posible entre las tinieblas de alrededor—. En fin... Páseme el espadín, creo que yo lo manejaré mejor. Y enciéndame una de sus velas para poder alumbrarme.

Mientras Jovellanos ejecutaba lo que le había pedido Twiss, enfrente de ellos, a una distancia equívoca y en una dirección indefinida, sonó un sutil quiebro en la superficie del agua, como si alguien se hubiese movido de lugar. Herradura todavía permanecía allí, a pocos pasos de ellos —pensaron—, y ofrecían un blanco perfecto a su cerbatana. Se miraron de reojo por un par de segundos para activar la inteligencia en común que tanta ayuda les había reportado en los meses anteriores. Ya no importaba el ruido que hicieran ni lo que se dijeran —se dijeron en silencio—, su única alternativa era no perder la cara al asesino. Es decir, ir hacia él y buscar el cuerpo a cuerpo, porque a poca distancia era donde ellos dos podían tener alguna oportunidad de salir con bien. Y porque lo necesitaban perentoriamente si querían alcanzar su objetivo.

Ambos se soltaron las coletas para protegerse el cogote con el pelo y se subieron la pañoleta a la altura del entrecejo. Avanzaron lentamente removiendo aún más cieno del fondo de aquel sótano infernal que ya se había tragado dos vidas. En eso que oyeron un nuevo sonido del agua.

—To
the left...
—avisó Twiss en inglés sobre la dirección en la que creía que se movía Herradura, en la confianza de que no lo entendería.

Jovellanos asintió. Por separado iniciaron un movimiento envolvente sobre la dirección indicada.

—To
the left...?
—se preguntó una voz conocida a un costado de ellos—. No, caballeros. No estoy a la izquierda, estoy a la derecha...

Sin pensárselo dos veces, porque no era el momento ni para la sorpresa, la pareja se lanzó a toda velocidad hacia donde Herradura había delatado su presencia. No les importó el riesgo que corrían de que sus luces se apagasen. Sin embargo, solo descubrieron más agua y más limo revuelto. Una risa hiriente resonó por los arcos. Intentaron deducir de dónde surgía, pero las carcajadas parecían el crascitar de bandadas de cuervos que revoloteasen por encima de ellos. Por fin, una voz a sus espaldas les obligó a revolverse.

—Disculpen mis modales, señor alcalde, señor Twiss, pero este no es el lugar apropiado para que nos veamos las caras. Por supuesto que esperaba que ustedes llegasen hasta aquí, su inteligencia les avala, mas he de confesar que me ha resultado una sorpresa la presencia de ese individuo de rostro mondado. Se había arrastrado por la alcantarilla que baja de San Pedro. Luego descubrí que les precedía en sus pasos y decidí aguardar a ver qué se proponía. Supuse que para algo tan divertido como lo que hizo en la universidad. Quería matarlos, al fin y al cabo. Bien... Ha eliminado a ese francmasón de Berardi. Bueno... Silva era un esbirro del inquisidor Ruiz desde la estancia de ambos en México. Simplemente ha hecho su último trabajo, aunque haya quitado de en medio a un hombre que poseía ciertas cualidades dignas de admirar. Berardi será una víctima más para el panteón de los luchadores por la libertad. Así se teje el cañamazo de la Historia. No obstante, yo no podía permitir que Silva les hiciese daño a ustedes dos, pues me pertenecen —la voz se interrumpió cuando Jovellanos y Twiss reanudaron el movimiento hacia donde creían que se encontraba Herradura—. No malgasten sus energías y su ingenio, caballeros. No tienen ninguna posibilidad contra mí, y menos en este subsuelo. ¿Saben lo que realmente me ha sorprendido de Silva? Que veía mejor que yo en la oscuridad. Y no es de extrañar, puesto que era una rata de cloaca. Señor Jovellanos, no llego a ser un
nictálope,
como opina ese matasanos de Morico, pero he de reconocer que mis sentidos están desarrollados más de lo común. Ahora mismo puedo oír el sonido de su respiración antes de que alcance su boca, y, especialmente, percibir el olor que desprende su piel, un olor de ansiedad y angustia.

Jovellanos se paró y detuvo a Twiss agarrándole de un brazo.

—Está bien, Herradura... —habló hacia la oscuridad—. Ya sabe a qué he venido aquí. Yo también sé qué es lo que espera de mí, estoy en sus manos, haga, pues, lo que quiera. Pero entregue el antídoto a Twiss y deje que se marche con él. Entonces usted y yo nos habremos quedado solos.

Hubo un silencio prolongado sin respuesta alguna. Después volvió a sonar la voz de Herradura desde un ángulo distinto a la vez anterior, lo que obligó a Jovellanos y a Twiss a girarse de nuevo.

—Debo desilusionarle, pero no hay más salida que la mía, de modo que ambos habrán de pasar por allí. Aunque una vez que lleguen a la misma no podrán salir vivos. Por otro lado, he advertido que el nivel del agua de este sótano ha subido unos dedos por su cintura, lo que significa, caballeros, que el colector por el que llegaron aquí está rebosando por el agujero. ¡Oh, maldita lluvia...! Clamó Herradura con sarcasmo, y luego escapó otra bandada de carcajadas de su garganta. La pareja, entre incrédula y sorprendida, se observó mutuamente la cintura. En efecto, el agua parecía estar subiendo.

—Es un bastardo que sabe mirar bien... —comentó Twiss dirigiéndose a Jovellanos.

—Mucho más de lo que se imagina, Twiss —replicó la voz de Herradura desde otra dirección—. ¿Quiere un ejemplo verdaderamente interesante y no una simple anécdota? Esta mañana, en el patio del Crucero, percibí el mismo rubor en las mejillas de doña Mariana que el que tenía mi difunta esposa con un mes de preñez. Qué curiosa es la naturaleza...

—¡No, Gaspar! ¡No...!

Fueron gritos tardíos por parte de Twiss, en todo caso inútiles, porque ya aquel se había lanzado en tromba hacia donde creía que estaba el sórdido nido de las risas.

—¡Loco! ¡Loco asesino...! —maldijo Jovellanos.

Dejó caer su farolillo, que por unos momentos flotó, hasta que se hundió, disminuyendo en gran medida la luz que los guiaba. A continuación perdió pie. No obstante, braceó desesperadamente en un nadar desmañado, hasta que desapareció del influjo de la vela de Twiss. Segundos más tarde, un chapoteo salvaje en la oscuridad apremió a Twiss a lanzarse también en aquella dirección, con sumo cuidado para mantener viva la única llama. Cuando Twiss alcanzó a Jovellanos, este se encontraba exhausto y medio sumergido en el agua, encorvado como de rodillas. Estaba sobre los escalones, casi inundados todos, que conducían a la entrada de aquel recinto. No había rastro de Herradura.

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