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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen

BOOK: El alcalde del crimen
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Sevilla, 1776. La ciudad se ve sacudida con la aparición de una serie de sacerdotes decapitados. En todos los casos, los cuerpos no presentan herida alguna —salvo un corte limpio y preciso— y no hay rastro de sangre, sino tan solo una especie de líquido solidificado en torno a los cadáveres. El pánico comienza a apoderarse del clero y de toda la población. Gaspar de Jovellanos, juez de la ciudad hispalense, ayudado de Richard Twiss, un intrépido viajero inglés recién llegado a España, y de Mariana de Guzmán, una joven e inteligente aristócrata secretamente enamorada de Gaspar, comenzarán una búsqueda frenética del asesino ¿o asesinos? cuyos incesantes horrores parecen seguir unos vaticinios ya publicados. En la vorágine de tales sucesos, Sevilla se debate entre el miedo y el oscurantismo representado por el Santo Oficio y las nuevas ideas traídas por la Ilustración.

Los únicos hilos de los que podrán tirar para esclarecer tan horrendos crímenes antes de que la población se levante en armas no parecen tener mucho en común. Por un lado, se está llevando a cabo una cuidada y selectiva eliminación de religiosos de oscuro pasado y reprobable comportamiento. Por otro, cuenta una leyenda que en la Semana Santa de 1767, cuando los jesuitas fueron expulsados del reino, alguien escondió un fabuloso tesoro de oro en uno de los edificios más emblemáticos de Sevilla. ¿Qué relación existe entre ambas pistas? ¿Estarán a tiempo de solucionar el rompecabezas antes de que la ciudad estalle? ¿Podrán Gaspar de Jovellanos y Mariana de Guzmán expresar libremente su amor antes de que la locura y el terror los arrastre a ellos también?

Francisco Balbuena

El alcalde del crimen

ePUB v1.0

LittleAngel
12.01.12

Primera edición: enero de 2011

B31O01S11S v.1.1

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico

© 2011, Francisco Balbuena © 2011, Ediciones Planeta Madrid, S. A.

Ediciones Martínez Roca es un sello editorial de Ediciones Planeta Madrid, S. A.

Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid

www. mrediciones. com

ISBN: 978-84-270-3700-7

Depósito legal: Na. 3.354-2010

Fotocomposición: EFCA, S. A.

Impresión: Rotativas de Estella, S. L.

Impreso en España-Printed in Spain

Para mis amigas Anay Sala y Salomé Lope

«Aunque tuviese cien bocas y cien lenguas y mi voz fuese de

hierro, no podría enumerar todas las formas del crimen.»

Virgilio

«La medida del amor es amar sin medidas.»

San Agustín

Capítulo 1

El muerto encontrado aquel día en la Fábrica de Tabacos no era uno más, parecido a los despojos humanos que todas las mañanas recogía Chacho Pico con su carro por las calles de Sevilla. Este destacaba por su reverenda identidad y, sobre todo, por el asombroso y horrible estado en que se hallaba. Jovellanos no pudo o no quiso precisar más a Twiss en el camino que mediaba entre el Alcázar y la fábrica. El trayecto no era largo y lo hicieron a pie. Iban acompañados del teniente Gutiérrez, del médico Morico y de seis soldados. Además del inspector de labores de la fábrica, que había sido el portador de la mala nueva que había conmocionado a la tertulia.

El edificio al que se dirigían había llamado poderosamente la atención de Twiss el día de su llegada a Sevilla. Estaba fuera de sus murallas, pero, como se había construido semejante a una fortaleza, no necesitaba de su protección, ya que contaba con un gran foso de agua en todo su perímetro, y con una rampa levadiza para acceder a su interior. La fábrica era una construcción sólida y única, inmensa, de planta cuadrangular. Ofrecía su fachada principal frente al muro que se extendía desde la puerta de Jerez a la de San Fernando, paralela a la parte posterior del Alcázar. La decoración del frontispicio triangular era alusiva a la actividad tabaquera que albergaba. Twiss la observó de nuevo mientras avanzaba entre los caballeros y los soldados. Se fijó en una estatua de la Fama, de pie en el vértice del frontón, con sus alas extendidas y tocando una larga trompeta levantada al cielo azul. Se le antojó que la Fama esa mañana tal vez anunciaba una noticia que tardaría en olvidarse en aquella ciudad.

El portón de la entrada condujo al grupo de hombres a través de bulbosos pedestales a un amplio vestíbulo de alto techo, de piedra blanca, con gruesas pilastras y esbeltos arcos. A él iban a dar varios ventanales, unas anchas escaleras que llevaban al piso superior y un abovedado pasaje que, con estancias a ambos lados, se abría a un segundo vestíbulo. De este partían largos y anchos pasillos que comunicaban a la multitud de naves y patios de la factoría, conformando un verdadero laberinto para el profano.

Precedidos por el inspector de labores, se dirigieron a la nave donde se encontraban los molinos para triturar el tabaco. De camino, advirtieron como en las salas laterales se había interrumpido el trabajo. La multitud de operarías, jóvenes y niñas la mayoría, algunas gitanas, se arremolinaban en corros detrás de grandes mesas llenas de hojas de tabaco y de picadura. Todas mostraban temor en sus morenos rostros. Ellos se internaron por entre los molinos teniendo que sortear las numerosas mulas que les daban la fuerza motriz. Para permitirles proseguir, a veces los obreros hubieron de apartar sacos de aspillera que contenían el tabaco ya seco. En una de sus revueltas les salió al paso el director de la fábrica, un tal Alonso Quiñones. Llevaba la peluca deshilachada, sin duda que por haber tirado de ella con desespero, mientras que por sus ojos no cesaban de fluir lágrimas.

—¡Por aquí, señor Alcalde del Crimen...! —exclamó con una voz lastimera— ¡Qué desgracia, Dios mío! ¡Qué desgracia...!

Jovellanos, Twiss y el teniente Gutiérrez se miraron con aprensión, y por un momento vacilaron antes de seguir avanzando. Pero enseguida don Gaspar se adelantó hacia donde había una cuadrilla de obreros en torno al último molino.

—¡Ea, señor Quiñones...! —le regañó entretanto—. Un poco más de compostura...

Ante la llegada del grupo del Alcázar, los obreros se apartaron del molino y se descubrieron con muestras de respeto. Lo que a continuación vieron los recién llegados a sus pies hizo santiguarse a varios y que clamasen por algún nombre santo.

El cadáver se hallaba al fondo del molino, sobre una gran piedra circular donde se amolaba la hoja de tabaco, en medio de otras dos cónicas, una vertical llamada volandera, y otra horizontal llamada mortero. Se encontraba como a vara y media más abajo del piso por donde dos caballerías en su yunta debían dar vueltas para accionar el mecanismo aéreo que hacía mover las piedras cónicas, girándolas sobre sí y trasladándolas por la amoladora. Pero es que el cadáver no estaba entero. Se presentaba decapitado, y no había cabeza alguna por el lugar. Además, el cuerpo vestía un traje religioso, un rico traje pluvial de dar misa.

Después de unos momentos de tenso silencio, Quiñones se arrodilló juntando las manos y elevándolas como si implorase, y volvió a prorrumpir en sollozos.

—¡Qué desgracia, Dios mío! Un sirviente del Señor... La maldición eterna ha caído sobre esta institución...

—¡Retiren al señor director de aquí...! —ordenó Jovellanos a sus hombres—. Con llantos no habrá manera de saber nada...

Un par de granaderos cogieron a Quiñones en volandas y lo arrastraron fuera de la nave.

Los recién llegados volvieron a fijarse en el cadáver y su lecho. La insuficiente luz que penetraba desde el patio más cercano permitía apreciar que no había sangre por ninguna parte. No hacía falta tener mucha perspicacia para darse cuenta de que aquel hombre había sido asesinado fuera de la nave, con probabilidad fuera de la propia fábrica, y que su cuerpo había sido llevado hasta aquella piedra. A una indicación de Jovellanos, el médico Morico descendió hasta la amoladora y examinó el cadáver.

—Está frío como la nieve —dictaminó, al tiempo que sacaba un reloj de saboneta de su chupa y, escudriñando entre sus manecillas, hacía un rápido cálculo mental—. Yo diría que entregó su alma antes de la media noche.

—Lo raro... —meditó en voz alta Gutiérrez al otro lado del molino, mesándose las guías de su bigote militar—. Lo raro es que no hay rastro de sangre. Ni siquiera se advierten huellas de sangre en la tierra, o entre toda esta hojarasca, la propia que dejaría un cuerpo arrastrado en ese estado.

—Cierto —corroboró Morico observando la escena a ras de suelo desde su zanja circular—. Solo se ven pisadas y hendiduras de cascos. Este infortunado debía de pesar unas siete arrobas castellanas. Estaba bien gordo. No sería fácil cargar con él. Aunque le faltase media arroba de cabeza.

—Un poco de respeto, Morico —advirtió Jovellanos al pequeño y regordete galeno.

—A menos que no fuese solo uno, sino que fuesen más de uno sus asesinos... —volvió a opinar el teniente Juan Gutiérrez.

Dicho eso, todos se miraron como si algo tan elemental les sorprendiese. Claro, podían ser varios los asesinos, de forma que hubiesen trasladado el cuerpo por los aires. En todo caso, habría sido demasiada la gente y demasiado el movimiento como para pasar desapercibidos. A continuación, Jovellanos mandó que se presentasen el vigilante nocturno y el encargado de los molinos.

De entre el grupo de obreros se destacaron dos hombres, que se aproximaron con el torso inclinado y con excesivo respeto. El guarda, más joven y apellidado Mojarra, juró por sus hijos y por su santa madre que no había visto nada, que no se había dormido porque le dolían las muelas desde hacía tres días, que las llaves de las puertas las guardaba como un tesoro, y que ninguna entrada había sido forzada. Por su parte, el encargado jefe de los molinos, llamado Federico Quesada, un hombre fuerte, adusto y de genio serio, explicó cómo se trabajaba en la nave.

Muy pronto, antes del amanecer, llegaban las mulas de los secaderos de Morón y Osuna con su carga de tabaco. Se hacía así —explicó— porque el aire allí no era tan húmedo como el de la ribera del Guadalquivir. Ya que, si bien las hojas para los puros necesitaban tener cierta humedad para ser trabajadas, el tabaco destinado para el rapé debía estar bastante seco para la molienda. A continuación, una vez que los sacos habían sido descargados, se traían las mulas de la fábrica y se uncían a los molinos. Pero hete aquí —advirtió Quesada— que al uncir la última pareja de bestias los obreros se apercibieron de que algo brillaba al fondo del molino bajo las luces de sus farolillos, sobre la amoladora. Ninguno quiso bajar por superstición a comprobar qué era exactamente ese bulto. Hasta que las primeras luces del día fueron descubriendo las bordaduras de oro y plata de la ropa pluvial de un sacerdote.

Richard Twiss, que hasta ese momento se había mantenido al margen de las especulaciones de los demás, se agachó al borde del molino y observó el cuerpo con detenimiento, provocando con ello cierta desazón celosa en Morico.

—¿Se han fijado en la sangre, caballeros? —apuntó por fin—. No parece que esté coagulada, sino más bien
solidificada,
por así decirlo.

Y puesto que no hay mancha alguna de sangre en su vestimenta, me atrevería a sugerir la posibilidad de que se hubiese cuajado antes incluso de que le hubiesen cortado la cabeza.

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