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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (43 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Jovellanos mandó callar a Fernández con varios pases seguidos de una mano. Su rostro reflejaba una profunda contrariedad, no se había esperado oír términos tales. Tampoco Mariana, aunque procuraba mantener la compostura de la sangre noble y de la mente ilustrada. Morico, en cambio, se mostraba exultante, por su descubrimiento y porque el secretario había transcrito con exactitud lo que le había dictado.

—Que conste que esa «otra versión más vulgar» es la mía —prorrumpió Twiss a continuación—. No estoy de acuerdo con la fantasía de Morico. Me parece que la explicación es más sencilla y obvia: poco antes de su muerte, Luis Lista había tenido una actividad de carácter onanista. Quizá el
interfector
le sorprendió en la cama haciendo...

Morico bufó para replicar. Estaba claro que la disputa entre ambos, interrumpida minutos antes, se debía a ese tema.

—¿Qué sabrá usted de las reacciones del organismo humano? Se han dado casos de ejecutados en la horca que, mientras bailaban en el aire, han tenido un orgasmo como si yaciesen con mujer. Afirmo que la muerte a veces puede ser tan placentera que llega a provocar un éxtasis carnal. No me extrañaría que el
anima pinguis,
aparte de su efecto mortal, coadyuvase a ese estado...

Twiss y Morico se encararon, como si de repente no existieran todos aquellos que les observaban.

—¿Sí? ¿Y por qué en los anteriores casos no se detectó?

—Porque llegamos tarde o porque no me dejaron explorar más detenidamente...

—¿Han tenido igual reacción las ratas de sus experimentos?

—Ignoro la sexualidad de los roedores. —Morico alzó la cabeza para observar con fiereza el mentón de Twiss al final de su chorrera—. Si usted mismo me da la razón por otro lado. ¿No opina que el cerebro muere después que el resto del cuerpo? Así es, y disfruta cuando su fin es dionisiaco...

Jovellanos se llevó una mano a la cara, medio exasperado medio avergonzado, viendo que ambos lo estropeaban todo por momentos. Mariana salió de su incómoda indiferencia. Se dirigió a Jovellanos dándose unos toques en el vestido, procurando disimular su rubor.

—Me parece que todavía nos queda mucho por averiguar, don Gaspar —dijo—. Voy a hablar con las hermanas Lista.

Se alejó en dirección a la casa de las modistas. Antes de que alcanzase la puerta, los vecinos se apartaron a su paso. Con respeto, pero también con miradas hoscas. Parecía que hasta el corral del Agua habían llegado las habladurías sobre su fama.

—Caballeros, ¿por qué no han moderado sus expresiones? —preguntó Jovellanos enfadado, intentando interponerse entre Twiss y Morico.

—Ya se lo advertí —dijo el primero.

—Son términos científicos —arguyó el segundo.

Y los dos continuaron enzarzados en sus argumentos y razones. Jovellanos los dejó por imposibles. Dio una vuelta alrededor del pozo y de la alberca. En eso que se apoyó en el brocal del pozo y, meditabundo, se entretuvo en observar desde allí todo alrededor. Un árbol por donde podía haber bajado y subido el asesino. Docenas de huellas en la tierra del patio, posiblemente algunas de él. El cubo de cobre amarrado a una soga, de pie en el brocal, de donde tal vez, cansado después de su criminal trabajo, había bebido agua. También miró al interior del pozo, a su fondo, donde la lámina del agua reflejaba su torso al contraluz del cielo de mediodía, rodeada de la oscura humedad de su redonda pared.

De repente algo llamó poderosamente su atención. Algo blanco y diminuto que flotaba en el agua, algo que no debería estar allí, ya que sobre el pozo no había siquiera una parra que hubiese dejado caer uno de sus tiernos pámpanos. Llamó a Twiss y a Morico para que le ayudasen a discernir qué podía ser aquella extraña bola blanca, si su insensata discusión se lo permitía. A simple vista ni siquiera Fernández con sus antiparras se atrevió a asegurar que no fuese una semilla de álamo que el viento hubiese llevado allí. Pero era demasiado temprano para la floración de los álamos, incluso en Sevilla. Del interior de su casaca Twiss sacó un pequeño catalejo, que desplegó.

—Parece que usted lleva de todo encima, señor Twiss —le comentó Jovellanos.

—También llevo whisky. ¿Quiere un trago?

—Ni lo sueñe.

Una vez que hubo escudriñado a través del catalejo con creciente interés, Twiss se lo pasó a Jovellanos. Al poco la cara de este adquirió una expresión vivaz y tensa. Acto seguido, excitado, lanzó el cubo de cobre al fondo del pozo a fin de capturar el objeto. Pero este debía de ser tan liviano que las ondas que producía el cubo en el agua lo alejaban de él cada vez que se ejecutaba el movimiento de captura. Sin resignarse, Jovellanos llamó a Fermín y le pidió que, a horcajadas sobre el cubo, bajase para agarrar el enigmático objeto.

—Ya sé que peso poco, amo, pero ¿y si se rompe la soga? —se quejó.

—Fíjate en todos esos muchachos —replicó Jovellanos, señalándole con la mirada a los rapaces del patio que los observaban con gran interés—. ¿No querrás que crean que has tenido miedo?

Fermín se lo pensó a disgusto.

—No...

Dicho eso, se montó en el cubo, agarrándose fuertemente a la soga.

—Atiende —le indicó Jovellanos—, Coge esa cosa con el sombrero. No se te ocurra tocarla con la mano. ¿Entendido?

Fermín tragó saliva con dificultad y asintió.

Poco a poco los hombres fueron bajando por el pozo al cubo y a su jinete. Una onda de inquietud recorrió a todos los vecinos que les observaban. Los alguaciles se volvieron hacia ellos y alzaron sus fusiles.

El muchacho comprobó cómo de forma paulatina la pared oscura, curva, pedregosa y húmeda le rodeaba, y la luz de la boca se iba haciendo cada vez más pequeña sobre él. El cubo llegó al agua, y apenas tuvo que alargar su tricornio para que aquel frágil objeto cayese a su interior. En ese momento se quedó extasiado observando el baile de la superficie, con una negrura insondable bajo ella. Un escalofrío le sacudió. Le vino a la memoria el agua de la pila bautismal de las ruinas de San Ildefonso, reflejándose en ella la siniestra silueta del asesino negro, que levantaba los ojos para fijarse en él.

A continuación, arriba, los hombres oyeron un angustioso chillido de Fermín, apagado en la oquedad del subsuelo.

—¡Súbanme, rápido! ¡Súbanme...!

Alarmados, el grupo de cuatro hombres tiró de la soga con todas sus fuerzas. Poco después veían aparecer por la boca del pozo la menuda persona del muchacho. Subía temblando, con la cara llena de espanto, pero también con el sombrero pegado al pecho.

—¿Te ha pasado algo? —le preguntó Jovellanos.

Fermín negó con la cabeza, sin poder hablar.

Se congregaron en torno a su tricornio, donde flotaba el extraño objeto. Lo estudiaron en silencio. Se componía de un pequeño palito, de medio dedo de largo. A un extremo tenía enrollado lo que parecía ser un mechón de algodón. El otro extremo presentaba la forma de bisel, como la punta de una pluma de escribir, impregnado de una sustancia ocre y de textura oleosa. Los hombres se miraron unos a otros con profundo asombro. Todos sabían que acababan de descubrir el instrumento con el cual el
interfector
inoculaba a sus víctimas el
anima pinguis.
Algunos curiosos del patio, atraídos por lo que observaba el grupo del pozo con tanto interés, trataron de aproximárseles, pero los alguaciles se lo impidieron con algún que otro culatazo.

—Qué rara y minúscula flecha... —comentó Fernández.

—¿Eso es una flecha? —preguntó Morico—. ¿Qué clase de arco puede disparar algo así?

—Un arco, no. Pero sí un cañuto o el tallo hueco de una planta —explicó Twiss—. Los árabes lo llaman
zarbatana.
Este dardo lo dispara una cerbatana. Es un arma de caza usada en Berbería, en Extremo Oriente y en Brasil, que yo sepa...

Jovellanos derramó el agua del sombrero, quedándose el dardo en su borde, solo e inquietante.

—Fíjense —dijo—. No está manchado de sangre o de algo que antes hubiese sido sangre. El asesino no ha llegado a usarlo. Me pregunto qué haría en el fondo del pozo...

Twiss cruzó por encima del cadáver, volvió a acercarse a la alberca y al pozo y los estudió con actitud reflexiva. Luego giró hacia el grupo y dio su respuesta.

—En mi opinión no hay ningún misterio, don Gaspar. El
interfector
dejó sus instrumentos en el brocal del pozo mientras completaba su infernal tarea en la alberca con la cabeza de Luis Lista. Podemos pensar que, quizá a causa de un golpe de viento, uno de sus dardos rodó y...

—No, no... —se le aproximó Jovellanos—. ¿Cómo iba a llevar el asesino sus mortales dardos en las manos? Correría el riesgo de pincharse accidentalmente.

—Recuerde que va protegido por esa vestimenta negra...

—¿Es que cree que lleva una cota de malla?

Fernández intervino desde el extremo más alejado de la alberca, con un tono de disculpa, pero que sonaba bastante sensato.

—Perdone mi atrevimiento, señor alcalde. Tal vez ese dardo se encontraba dentro de su saco, y rodó y se cayó...

El médico Morico alcanzó a Jovellanos y Twiss, sacó un pañuelo de la manga de su casaca, agarró el dardo con una ligereza temeraria y a continuación lo envolvió en el pañuelo.

—Caballeros, ¿qué más da? Lo que importa es que ya sabemos con qué medio mata el
interfector,
y que tenemos una muestra virgen del
anima pinguis.
Veremos qué descubro en mi laboratorio. —Y se guardó la envoltura en un bolsillo de la chupa, junto al corazón.

—Yo que usted tendría mucho cuidado al toser... —le advirtió Twiss muy serio.

El gordito Morico se estremeció, en tanto que Jovellanos hubo de disimular su sonrisa haciendo que se enjugaba el sudor de su frente.

Un rumor entre los vecinos provocó que los tres dirigieran sus miradas hacia donde provenía. Doña Mariana había salido de la casa y ahora cruzaba altiva entre los curiosos, aunque con el semblante apesadumbrado, con leves signos de haber llorado. Nuevas lágrimas pugnaban por caer de sus ojos, pero su orgullosa posición le prohibía que ocurriera en público. Ya en el centro del corral, recomponiendo el dominio de sí misma, contó lo que había pasado en la casa de las hermanas Lista.

Dijo que, a pesar de sus desgracias, las tres hermanas estaban solas, sin siquiera una vecina que las consolase. Esto hizo que aumentasen sus sospechas sobre lo que ya intuía, de modo que se aprovechó de su condición y del desconsuelo de las modistas para ir tirándoles de la lengua. Poco a poco fueron revelándole la ominosa carga que las aplastaba. Su hermano Luis las forzaba de vez en cuando a cada una de ellas, sin posibilidad de defenderse por la brutalidad de él y por no escandalizar más de lo necesario. Y eso no lo ignoraban sus vecinos del corral, de ahí la causa de su apartamiento.

—¿Comprenden la situación, señores? —explicó Mariana ante unos atónitos acompañantes—. De esa manera, propiciando él mismo que el secreto corriera de boca en boca, Luis había destruido la reputación y el futuro de sus hermanas. Conseguía mantenerlas atadas a la casa y así conservar siempre preparado su puchero. O lo que se terciase...

Ni Twiss ni Morico habían acertado, se dijo Jovellanos. Resultaba que en realidad aquel despreciable sochantre había sido sorprendido por el asesino al poco de dejar a alguna de las hermanas. Bien conocía el
interfector
la calaña de Luis; satisfecho podía estar de lo que en su mente había sido el
ajusticiamiento
de quien tanto se lo merecía, y que había pronosticado en uno de los vaticinios de
El Único Piscator:

En vivir entre el vulgo

para extender el incesto,

que no fue un solo virgo

sino que son más de ciento,

preso con sus hermanas de gozo

libre será en el hondo pozo.

Jovellanos estaba pensando en cómo podía haber estado Luis Lista tan ciego o ser tan soberbio para no caer en la cuenta de que aquella clara advertencia iba dirigida hacia él. Entonces fue cuando oyó un grito femenino que reclamaba su cargo de juez.

—¡Alcalde del Crimen, esta muerte se la debemos a su amigo Olavide! —exclamó una mujer alta y recia, casi desdentada, arremangada para trabajar, de ropa sucia y remendada. Se había destacado de entre sus vecinos, que la animaban, amenazante con un dedo apuntando en su dirección.

Rápidamente dos alguaciles se precipitaron hacia ella para acallarla, pero un gesto de Jovellanos los contuvo.

—¡Ese peruano ha traído la desgracia a Sevilla! —continuó—. ¡No le queremos, ni a sus ideas ni a sus libros! ¡Él está asesinando a la religión de nuestra tierra, que tendrá sus pecados pero que es la nuestra!

Muchos de los vecinos secundaron sus palabras desde sus casas o desde las galerías con mueras y vivas. Sus hostiles ademanes y sus insultos inquietaron a la gente de Jovellanos. Los alguaciles retrocedieron hacia ellos, por si había que protegerlos En eso que un hombre surgió de un rincón y se encaró con la mujerona. Jovellanos lo conocía por haberle visto en la Fundición de Artillería.

—¡Calla, estúpida...! Si no fuese por el asistente y su gente, qué sería de nosotros. Yo no quiero mendigar a la puerta de los conventos por un pedazo de pan, ni tener que pagar el aceite que los señores nos roban con sus pesos trucados. ¡El asistente está repartiendo tierras a los pobres en Sierra Morena!

—¡Mentira! Las vende con usura a extranjeros. Y luego estos hacen esclavos toda su vida con deudas a los paisanos que han engañado —replicó ella, echándole mano a la pechera de su camisa—. ¡Olavide es un bribón que quiere hacerse rico como sus amigos ateos! Todos son unos farsantes. Mirad a esa
marquesita
tan bien vestida y con ese sombrerito, que sabe leer y come fino, y miradme a mí, con treinta años, que ya no puedo ni con los huesos...

Hubo voces de aliento hacia la mujer.

Esa mención a Mariana sobrepasó la paciencia de Jovellanos. Había esperado que aquella gente le transmitiese sus inquietudes, e incluso sus quejas por no saber atrapar al asesino; pero no que se hiciesen eco de los más viles bulos que esparcían los sicofantes de oficio. Jovellanos saltó a la alberca y desde ella se encaramó al brocal del pozo. Al verle allí de pie, observándoles todo serio, los vecinos enmudecieron de repente. Estaba dispuesto a replicar, aunque no con otros argumentos que se opusiesen a sus burdas soflamas, sino apelando a su sentido moral.

—¡Vergüenza debería darles! —dijo, sin elevar mucho la voz—. Fíjense en ese cuerpo extendido a mis pies. Hay un asesino que le ha matado y que le ha cortado la cabeza, sí. ¿Pero quién le consintió en vida a él que a su vez cometiese uno de los crímenes más reprobables? ¿Quién se calló y quién no lo denunció a la justicia por degradar a sus tres hermanas? ¡Ninguno de los que ahora veo a mi alrededor! Esas pobres mujeres lloran ahora allá dentro sin que ninguno de sus vecinos comparta su dolor... Y mucho me temo que no tardará en que tengan que abandonar como apestadas este corral. ¡Espero que tal cosa no suceda, porque entonces aquí solo quedará bajeza y cobardía!

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