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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (36 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Los otros españoles asintieron. Se decidió, pues, regresar a Sevilla por su único puente. Al cabo de unos minutos, los diez o doce vigilantes de su cabecera vieron con incredulidad cómo del margen del río, descendiendo por el terraplén, se acercaba hacia ellos el grupo de los fugitivos del Alcázar. Hubo voces de alarma, desenvainaron sus armas y se aprestaron a cortarles el paso. El grupo respondió con una salva cerrada de todas sus armas de fuego. Sabían que ya no tendrían oportunidad de volverlas a cargar.

En medio de la humareda y entre cuerpos que se retorcían de escozor, hubo un choque de aceros. Twiss, Gutiérrez y los gemelos blandían sus armas por una parte, y aquellos que habían resistido la descarga lo hacían por otra. Mientras tanto, Artola, Herradura y Fermín ganaban el puente ayudando a Hogg. Pronto todos comprendieron el porqué de la campana a esas horas. Los inquisidores habían despertado al barrio entero y habían sublevado a sus vecinos propalando que gentes del asistente Olavide pretendían profanar su muy venerada parroquia de Santa Ana. De este modo, un ingente tropel de parroquianos armados con hachas, hoces, estacas y cuchillos afluyó hacia el puente, hacia el lugar donde parecía haber jaleo.

Los que cubrían la retirada del grupo luchaban desesperadamente. Debían retroceder y a la vez mantener a tanto facineroso y fanático como los acometían. No habían recorrido ni la mitad del pasaje cuando ya estaban al límite de su resistencia. El puente se hacía interminable. Mientras que los de la vanguardia apenas podían arrastrar a Hogg, los cuatro de la retaguardia iban de lado a lado del maderamen, de maroma a maroma, tratando de cubrir los huecos por donde se colaban los espadines y las hoces.

—¡Ah, canallas...! —gritaba Gutiérrez lleno de coraje—. ¡Si en lugar de esta espada de villano... hubiese traído mi sable militar... sabríais lo que es bueno...!

En ese momento el teniente recibió una estocada en un hombro. No cayó, e incluso mantuvo en alto su arma, pero ya no podía luchar como antes. Twiss y los gemelos se colocaron a su alrededor para protegerle. La muchedumbre los rodeó contra una de las maromas. En unos segundos acabarían con ellos.

Sin embargo, por encima del griterío, de las armas chocando y del lejano tañer de la campana del castillo, se sobrepuso un estruendo acompasado que se acercaba por el otro lado del puente. Más de sesenta granaderos, encabezados por el capitán Moya y por el viejo sargento Bustamante, avanzaban a bayoneta calada sobre las tablas de puente, al trote, marcando fuertemente el paso con sus botas. Y además seis tambores se encargaban de que nadie perdiese el ritmo. La imagen de fuerza era de gran impresión.

Antes de llegar a la altura de Hogg y sus tres auxiliadores, las cuatro columnas de la compañía se dividieron por ambos lados, los sobrepasaron, se volvieron a unir y llegaron a donde estaba todo el fragor de la lucha. Bastaron unas descargas de fusilería al aire de los primeros pelotones para que la chusma retrocediese espantada, atropellándose unos a otros en su huida hacia Triana.

Finalmente, al alcanzar el grupo la orilla de su salvación, fue recibido por Francisco de Bruna. Montaba un corcel espléndido y blandía un sable. De aquí para allá se mostraba henchido de satisfacción.

—¡Bien hecho, señor Bruna! —le felicitó Artola—. Nunca imaginé que me alegraría de ver a un civil de esa guisa.

—Den gracias a la campana de su salvación —añadió Bruna, burlón—, esta noche el Santo Oficio no tendrá queja de nosotros. ¡Vive Dios que hemos restablecido el orden público...!

Y además había dispuesto tres coches para que trasladasen a los aventureros al Alcázar Real.

Fermín parecía estar viviendo un sueño, con tanta bayoneta y tanto tambor. No dejaba de escudriñar en la oscuridad, como si buscase a alguien en especial con quien compartir esa experiencia. Ya dentro del coche, sentado con Twiss y Hogg, tampoco cesó de mirar por las ventanillas hacia las sombras de las calles, hacia detrás de los granaderos que les escoltaban sin detener su trote. Twiss se apercibió de ello, y sospechaba a qué se debía.

—No busques más, muchacho, no lo encontrarás —le dijo comprensivo—. Don Gaspar no puede dejarse ver esta noche con nosotros. Acabamos de cometer una ilegalidad.

—¿Y qué? Hemos estado a punto de morir, señor Twiss...

—Verás, Fermín... Él es un hombre poco corriente. No pienses que no tiene sentimientos, posee más que todos nosotros. Lo que pasa es que prefiere ocultarlos, pues se cree que haciéndolos públicos sería un gesto de debilidad, de mal gusto por su parte. Don Gaspar es tan generoso que piensa que mostrando abiertamente sus pesares o sus alegrías cometería un acto de egoísmo. Y no se da cuenta de que así a veces hace daño a la gente que le aprecia. Pero ya verás como a ti algún día te dará más cariño de lo que te imaginas.

Fermín no comprendía muy bien aquellas palabras, pero, mediando un gesto de Hogg, pareció quedarse conforme.

Los del grupo fueron recibidos en la ciudadela del Alcázar como héroes. Muy pocos habían tratado con Hogg o le habían visto siquiera, pero se alegraban de que con motivo de su rescate se hubiese dado un buen escarmiento a los moradores del castillo. Hubo abrazos, lloros y risas. Después Bruna ordenó servir abundante vino. Más tarde, otro coche trajo del hospital de la Caridad al médico Morico y dos asistentes para que atendiesen las heridas de Hogg y Gutiérrez.

Jovellanos, que había estado esperando el desenlace de la misión encerrado en la biblioteca del Alcázar, aunque sin poder leer nada, salió de ella y se unió a la celebración con su habitual distanciamiento. Todo lo contrario que Rafael Artola, hombre extrovertido y bravucón, quien, rodeado de los que llamaba sus
conquistadores
carabineros, se puso a contar en uno de los salones con voces altas y ademanes exagerados toda la peripecia que habían sufrido, como si él solo hubiese llevado el mayor peso de la misma.

Cuando estuvieron frente a frente, Fermín creyó que su amo le regañaría por su disparatada aventura. Pero Jovellanos simplemente le revolvió el pelo y le sonrió. Con eso bastaba. Fermín se alejó dando saltos de júbilo, yendo a mezclarse con la bulliciosa soldadesca.

Hubo una breve reunión en el cuarto de fumar, vasos en mano y puros en boca. En ella se trató de las posibles repercusiones del asalto al castillo de San Jorge. Todos estuvieron de acuerdo en que iba a ser muy difícil volver a imponer la autoridad en la margen opuesta del río. Por el momento Triana estaba perdida. A menos que se quebrase la resistencia del Santo Oficio con algún progreso decisivo en el asunto de los asesinatos. Pero como ello por ahora parecía incierto, y había una gran probabilidad de que los crímenes continuasen, elevando la tensión entre el populacho, se hacía necesario adoptar algunas medidas preventivas. Bruna tomó la resolución de convocar a la tertulia del Alcázar para dentro de dos días.

Una vez concluido el parlamento con los gobernantes del Alcázar, Jovellanos y Twiss se alejaron de sala en sala, procurando evitar aquellas donde hubiese signos de celebración. Fueron a dar al gran jardín de las Damas, en el que se alza una fuente de mármol coronada por la figura de Neptuno entre limoneros y arrayanes. Después de algunos comentarios acerca de la placidez nocturna y de la belleza de la primavera sevillana, no tuvieron más remedio que hablar de sus relaciones. Había que restablecer la confianza mutua si querían seguir colaborando en la investigación.

—Le ruego que me perdone si esta mañana me mostré brusco con usted —dijo Jovellanos sorprendiendo gratamente a Twiss—. Estoy tan imbuido de pesquisas y sospechas que en verdad creí por unos momentos que era un espía.

—No tiene por qué hacerlo, Gaspar. Usted cumplía con su deber. La culpa fue mía por haber propiciado con mi actitud que otras gentes mal pensadas se imaginasen antes tal cosa... Pero bueno, a veces un puñetazo en el mentón hace reír...

Jovellanos advirtió en su tono un dejo de amargura. Sin duda que la traición de Juana de Iradier debía de haber sido un duro golpe para él; porque a pesar de las diferencias que hubiese entre ellos, era evidente que había sentido algo por la actriz. Lo curioso era la forma que tenía el inglés de sobrellevar ese pesar de corazón, esa manera de revestir a la desdicha de humor absurdo. Acaso esa filosofía epicúrea —siguió pensando Jovellanos— era la más sabia para no sufrir demasiado en este mundo. Ciertamente que Twiss era más ducho en los asuntos del amor que él, como lo había demostrado con el párrafo escrito en su libro azul. Y puesto que ya no podía ocultarle nada sobre el dolor de sus sentimientos, por qué no procurarse un consejo suyo, una orientación que le sirviese para afrontar su pasión atormentada con tal vez ese humor absurdo tan sano.

Jovellanos metió una mano en la fuente y movió sus dedos por el agua como cinco pececillos.

—Cuánto lo siento por haber tenido que obligarle a hablar de su madre y su hermana delante de toda aquella gente...

—No se preocupe. Son damas honorables.

Esa nueva prueba de saber salir con donaire por parte de Twiss de los momentos más embarazosos animó por fin a Jovellanos a exponer lo que se proponía.

—Es curioso que a menudo percibamos mejor los problemas ajenos que los propios. La observación que ha hecho en su libro acerca de mí me ha dado mucho que pensar. Lleva razón, la luz de doña Mariana me está haciendo daño, porque demasiada luz ciega. —Twiss intentó una réplica, que Jovellanos contuvo con un gesto—. No, por favor, no es un reproche. En cierto modo me satisface que alguien se haya dado cuenta tan certeramente de mi malestar. Es como si de alguna manera compartiese esa carga conmigo.

Twiss intuyó enseguida el deseo velado de su acompañante de hablar por fin de ese asunto tan enclaustrado en su pecho.

—¿Una carga? ¿Por qué habría de ser una carga un amor que ni siquiera ha sido rechazado? Porque no ha sido rechazado, ¿verdad...?

—¡Ojalá, Richard! Al menos sabría a qué atenerme.

—¿Qué le impide, pues, confesarle ese amor a doña Mariana?

—¿Es que cree que ella no lo presiente?

El caballero inglés se agachó y arrancó dos pequeñas flores del jardín. Las puso a la altura de sus ojos.

—Fíjese en estas flores, Gaspar. ¿Qué sería de ellas si no hubiese una abeja que yendo de una a otra no mudase el polen que las hará fértiles? Las palabras de amor son como la abeja, que deben pronunciarse para rescatar a los sentimientos de su estéril soledad. Debe hablar con ella pase lo que pase posteriormente, porque es peor la incertidumbre que el fracaso.

—Todo ello es muy poético. Pero no se trata de eso... Digo que ella presiente que una confesión tal quizá sería peor que el silencio. Aunque doña Mariana me correspondiese, sería una correspondencia frívola, estéril como ahora lo son esas dos flores cortadas, porque nuestro amor no podría pasar de la mera palabra, y si llegase a más, necesariamente estaría empañado de ocultación y disimulo, de unas tinieblas que nos harían infelices...

Twiss escuchaba atentamente, asintiendo despacio a cada frase de Jovellanos, como animándole a proseguir por un camino que él sabía adónde conducía. Este último continuó después de una breve y dramática pausa.

—Usted no ignora las diferencias de posición que hay entre nosotros. Yo provengo de una familia digna, pero tan solo hidalga y de una remota villa, y sin fortuna. Doña Mariana, en cambio, pertenece a una de las más nobles del reino, es una grande de España. Estaríamos condenados a un amor furtivo. Aún peor, seríamos los protagonistas de un idilio que aparecería libertino a ojos de todo el mundo, como tantos otros de la Corte o de la casquivana París. Nuestro amor confeso nos apartaría de la sociedad. Yo podría pechar con ese baldón, incluso sería capaz de renunciar a mi carrera, pero en el fondo me comportaría como un ser vil. No tengo derecho a separarla de su mundo, a negarle lo que ella tiene al alcance por cuna.

—¡Bah...! ¡Bobadas...! —Esta vez fue Twiss quien obligó a Jovellanos a mantener silencio con un movimiento de mano—. ¿Se le ha conocido algún pretendiente a doña Mariana? Ninguno. ¿Por qué? Porque no vive en ningún mundo, como usted piensa. Una persona de su sensibilidad e inquietudes está por encima de las normas y los afanes de la sociedad corriente. Su mundo será aquel que construya con su ser amado, con la persona que sepa apreciar toda la extensión de su espíritu. Y no le importará de dónde provenga. Si los toman por libertinos, Jovellanos, que los tomen. Si los apartan de la sociedad, que los aparten. Si usted por su amor es capaz de aceptar cualquier sacrificio, estoy seguro de que ella por el suyo haría lo mismo. Y si no lo cree así, Jovellanos, es que no valora sus sentimientos. En ese caso será mejor que se aparte de ella, lejos y pronto.

—¡Señor, Señor...! —Jovellanos miró a la miríada de estrellas que titilaban en el firmamento—. Ni puedo estar cerca, ni me puedo alejar de ella. A menudo tengo la ocurrencia de pedir el traslado fuera de Sevilla, de toda Andalucía para así poder olvidarme de doña Mariana. Sin embargo, frecuentemente, por mi cabeza pasan ideas descabelladas, disparatados viajes, enrevesados encuentros, desplantes ante su familia, retos al propio rey, no dejándola escapar de entre mis brazos hasta el día en que la senectud nos separe. Es como si me viese seguro realizando todo lo anterior, porque en el fondo estoy convencido de que no puedo tener un futuro sin esa mujer a mi lado. ¿Qué puedo hacer, Twiss? Si ahora miro a las estrellas desde este espacioso jardín, y, en cambio, tengo la sensación de estar observándolas desde el fondo de un pozo...

Twiss no le contestó de inmediato. Condujo a un callado y pensativo Jovellanos a lo largo de un sendero del frondoso jardín. Cuando hubo juzgado que su acompañante había reflexionado bien sobre su situación, y que se había convencido de que cualquier otra determinación que la antes apuntada sería deshonesta, Twiss retomó la palabra.

—Permítame sugerirle lo que puede hacer. En la próxima tertulia acérquese a doña Mariana, sea cortés con ella, ofrézcale su mano...

Jovellanos se detuvo en seco y elevó la voz.

—¿No hablará en serio? ¡Delante de toda Sevilla! ¿Quiere que me comporte con ella como un bracero, que todo el mundo piense que soy su cortejo, y que ella...?

—¡Sí, sí...! Delante del Universo entero dígale que ahí está usted para ir de su mano, y que ninguna otra cosa le importa.

—¿Pero y si ella me rechaza? Algo así sería muy embarazoso para ambos... —se quejó Jovellanos atribulado.

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