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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (6 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—¡Ja...! —exclamó Juana al tiempo que se revolvía hacia el cuarto con una gracia histriónica—. ¡Soy su protegida!

Aunque de inmediato intuyó que no sería para tanto, Richard Twiss pensó que había encontrado el medio de poder acceder a los palacios de las gentes poderosas de Sevilla, esas que desaparecían tras sus cancelas o dentro de magníficas carrozas. Por consiguiente, no tardó en sugerir a la actriz la posibilidad de que hablara al asistente en su nombre, a fin de que le concediera una audiencia.

—¿Una audiencia? ¿Por quién me ha tomado, hombre de tres varas? —Juana se precipitó a sobreponerse uno de los vestidos extendidos en la cama; se lo observó y anduvo con él por todo el cuarto con requiebros y giros—. Voy a hacer algo más por usted, caballero. Le voy a llevar personalmente ante él al Alcázar. Mañana mismo, si le viene bien.

—¿Ma..., mañana...? —tartamudeó Twiss estupefacto.

—Sí. Mañana hay tertulia. —Juana se acercó a Twiss hasta dos palmos de la chorrera de su pecho, y, elevando su cabeza, le miró haciendo parpadear pícaramente sus largas pestañas negras—. ¿Qué tal me queda?

—¿Qué...? ¿El vestido? —preguntó Twiss algo atolondrado—. Yo diría que le queda como a una musa griega.

Juana se rió, y su risa hizo que por fin Twiss se relajase desde que había salido de La Cruz de Malta. Ahora se sentía mejor, con la sensación de haber conseguido una meta que antes veía irrealizable. A pesar de que todavía no estaba muy seguro de la veracidad de las palabras de la actriz, se impuso creer en ellas. No tenía otra opción. Se dejó llevar, pues, por un entusiasmo contenido y a partir de entonces la conversación entre ambos tomó un carácter más sosegado, en cierto modo más íntimo. No es que pretendiera conseguir una conquista amorosa, que no era el mejor lugar ni el momento más apropiado, pero en verdad que se sentía a gusto al lado de aquella singular belleza.

Los temas fueron por derroteros más personales. Juana se las arregló hábilmente para indagar sobre si estaba casado, y si era noble, y si no lo era qué oficio tenía, y por qué viajaba tanto fuera de su país, y por qué había venido a Sevilla. Twiss contestó a todo con no menor destreza, procurando siempre no hablar de aquello de lo que convenía callar. Juana acabó sentada en la cama y Twiss enfrente, en una silla al lado de la ventana.

De repente una risotada y las voces de una bronca de rufianes recordaron al caballero dónde estaba. Por algún motivo, que quiso creer provenía del agradecimiento, e incluso de la piedad, sintió que aquella grácil criatura no merecía estar en tan infecto lugar.

—¿Por qué se hospeda en este, en este...? —preguntó Twiss no atreviéndose a acabar la frase.

—Dígalo, caballero Richard —repuso Juana con una voz que por primera vez parecía adquirir una inflexión sinceramente dramática—. Diga «en este burdel»... ¡Ay, señor inglés...! ¿Quién se atrevería a dar habitación en un lugar decente a una actriz, a una mujer que ni siquiera cuando muera podrá ser enterrada en tierra consagrada? Mi cuerpo irá a caer fuera de los muros de una iglesia, como los de un relapso.

Dicho eso, la joven se persignó repetidas veces.

En ese momento entró sin llamar doña Irene. No dijo nada, pero su actitud era bastante elocuente: daba por terminada la charla. Twiss no pudo evitar cierto pesar, pero aprovechó la oportunidad y se despidió de ellas con cortesía. Se volvió a encasquetar su sombrero. Al salir del cuarto, Hogg, que fumaba de una pipa apoyado en la baranda de madera de la galería, le dirigió una mirada inquisitiva.

—Luego te cuento... —dijo Twiss en inglés cuando ya bajaba la escalera con decisión detrás del oscuro Silva.

Al día siguiente, una calesa paró en la puerta de La Cruz de Malta y recogió a Richard Twiss. Mientras él tomaba asiento dentro, Hogg se subía al pescante trasero, junto al embozado Silva. En el interior aguardaban Juana de Iradier y doña Irene. Lucían sus mejores galas; la actriz con el vestido que el día anterior había elogiado Twiss, y ambas con pelucas empolvadas, lunares postizos en sus mejillas y grandes sombreros de escofieta a la moda, así como suntuosos echarpes sobre sus hombros y recargados abanicos en sus manos. Todo ello les daba un aspecto tan relamido que al principio desconcertó a Twiss. Pero Juana se encargó pronto con su facundia de hacerle entrar en situación. Le contó que la calesa les había sido enviada desde el Alcázar por el propio asistente. El viaje no sería muy largo, pero supondría un menoscabo a su talento que Su Excelencia hubiese permitido que ella, la Malagueña, hubiese llegado al palacio a pie.

—La tertulia no es para gente de baja estofa, caballero.

El coche se dirigió calle de las Sierpes abajo, cruzó la plaza de San Francisco y enfiló la calle de los Genoveses. En pleno trayecto Twiss no tuvo más remedio que; admitir la sinceridad de Juana de Iradier. Pensó que debía de ser una mujer de cualidades excepcionales para, desde su posición tan baja, codearse con lo más granado de Sevilla. Sin embargo, todavía no atinaba a comprender el porqué de su interés por él, hasta el punto de mandar a su sirviente en su búsqueda con la determinación de usar un puñal si hubiese sido preciso. Indudablemente, como acaso todo el mundo en Sevilla, se había enterado de la llegada de un caballero inglés con su criado negro; un caballero que ella ya conocía, y al que quería presentarle en sociedad a su lado. Sería algo así como un toque exótico en su atuendo para dar la nota. A él se le tomaría por un bracero, o por un apuesto cortejo, por ambas cosas a la vez, y levantaría murmullos de admiración entre las otras damas de más alcurnia. Twiss tragó saliva con dificultad y suspiró de desasosiego; a lo que Juana, que no le perdía de vista, respondió con una sonrisa de regocijo, que inmediatamente ocultó bajo su abanico desplegado. En fin —se dijo él—, tendría que pasar por ese suplicio si quería entrar en la verdadera vida sevillana.

Después de dejar atrás la catedral y la plaza del Triunfo, la calesa cruzó el muro del Alcázar Real por su puerta principal, la llamada puerta del León debido al gran felino que adornaba su frontispicio. Atravesó el patio del León, pasó bajo el arco de un paño de vieja muralla romana y paró en otra plaza mucho mayor, cuadrada, llamada de la Montería. Enfrente se alzaba la portada principal del palacio, en el más puro estilo almohade. Más de una docena de carruajes aguardaban bien alineados entre una nave denominada Sala de la Justicia y la fachada de la antigua Casa de la Contratación, alrededor de los cuales charlaban sus cocheros, mozos de librea y criados de la propia casa. No faltaban varios menesterosos sentados al sol clemente del invierno sevillano, esperando tal vez que alguien atendiese sus súplicas.

Tal y como se temía, Juana le ofreció su brazo y él hubo de llevárselo. Ya sin los criados, aunque precedidos por una especie de chambelán, se internaron en el edificio, que no parecía una construcción uniforme y única, sino que era como un racimo de salones, patios y pasajes añadidos a través de los siglos, circunstancia que a la vez le daba un aire caótico y fascinante. Predominaba, no obstante, la arquitectura árabe, rica y recargada, con sus arcos de herradura en suntuoso mármol, con sus azulejos cuajados de filigranas y con sus yeserías talladas.

—¿Ha dado aviso al asistente de mi llegada? —murmuró Twiss al oído de Juana, impaciente e inquieto, procurando que el chambelán que caminaba delante no le oyese.

—No se preocupe... Su Excelencia espera a todo el mundo, caballero mister... —replicó ella entre breves risitas.

Al poco un rumor de conversaciones precedió a su entrada en un gran espacio. El chambelán se alejó sin anunciarles, ejecutando un gesto altivo. La estancia era el Salón de Embajadores. Lo primero que de él vio Twiss fue su cúpula de estilo árabe, magnífica, plena de lacería tallada en cedro sobredorado. Cuando bajó la vista se encontró con que más de cien personas, caballeros y damas, charlaban animadamente o tomaban chocolate con dulces. Había varias mesas con libros, algunas sillas y un clavicordio. Extensas alfombras de Turquía cubrían su piso, salpicadas de cojines multicolores de otomán. En todos, alfombras y cojines, se sentaban rimeros de mujeres, con sus brillantes vestidos de tafetán recamado abiertos como pétalos de flores sobre un campo de lana y seda. Richard Twiss ya sabía de esas reuniones, a las que llamaban tertulias, y que proliferaban incluso en los pueblos más apartados. No dejaba de sorprenderse de que en un país donde la palabra estaba tan perseguida hubiese tantas ganas de hablar.

Las miradas se volvieron hacia Twiss y Juana. Ambos se inclinaron para saludar y avanzaron con breves reverencias de trecho en trecho. Los caballeros enarcaban sus cejas de admiración por la belleza de la actriz, o fruncían el ceño en cuanto observaban a su acompañante. Las damas, tal y como había previsto Twiss, cuchicheaban entre sí, con miradas de censura o envidia. La Malagueña jugueteaba con su abanico, su sonrisa y sus ojos de esmeralda como si se jactase de su larguirucho y pálido cortejo. Por su parte, a su lado Twiss confiaba en que su sonrosada piel no hubiese adquirido un tono más intenso, como de bochornosa vergüenza.

—No me había dicho que vería a Su Excelencia entre tanta gente... —musitó Twiss por un lado de la boca, tratando de no perder la sonrisa de cortesía.

Juana hizo oídos sordos a la ahogada iracundia de él cerrando el abanico con violencia ante sus narices. Acto seguido echó mano a una taza de chocolate y unas pastas que un criado paseaba con su bandeja. Al igual que casi todas las damas, Juana se puso a degustar la exótica gollería con verdadero deleite, de tal forma que el chocolate dejaba un cerco en sus labios, el cual no se recataba en relamer. Twiss declinó una taza de café, pues sabía que su bochorno se haría más patente en el nerviosismo de sus manos.

Juana se sentó sobre unos cojines del suelo alfombrado, y así se entretuvo apurando su taza. De pie, al lado de ella, sabiéndose el palo mayor que debía soportar impasible una tormenta, Twiss se mantuvo firme pasando los peores momentos de su vida. Y de repente los ojos de la actriz adquirieron un brillo especial. Juana alargó una mano a su cortejo inglés para que le hiciese de bracero, y se incorporó con la cara iluminada.

—¡Oh, ahí viene Su Excelencia...! —exclamó.

Todas las demás mujeres también se levantaron. Y los caballeros se irguieron y atildaron sus trajes.

Pablo de Olavide había nacido en Lima hacía cincuenta y un años. Pasaba por ser un hombre inteligente y sagaz, con estudios bien aprovechados. Pronto encaminó sus pasos hacia empresas mundanas y provechosas: el comercio y, sobre todo, la Administración colonial. Fue sucesivamente Asesor del Cabildo de la ciudad de Lima, Auditor de Audiencias y Oidor del virreinato. Desde sus cargos había promovido las artes y las ciencias en Perú, ayudando a que penetraran los nuevos usos e ideas que llegaban como chispas perdidas provenientes de la gran luz de la Ilustración europea. Esto le granjeó acerbos enemigos, de tal forma que, a instancia de ellos, se le descubrieron fraudes en la gestión de los dineros públicos. Antes de que la Inquisición peruana diera cuenta de su persona, Olavide abandonó su tierra a los veinticuatro años para no regresar jamás.

Olavide se casó en España con una rica viuda llamada Isabel de los Ríos. Se hacía llamar marqués de Olavide, y durante una temporada en Marsella dijo ser sobrino del conde de Superunda, virrey de Perú. Conoció a personajes poderosos, entabló amistad con varios de los más distinguidos
philosophés
y
phisiocratés,
se empapó intensamente de las teorías de Montesquieu, de Diderot o de Locke. Hasta llegó a visitar a Voltaire en su retiro de Ferney, con el que congenió y con el que mantuvo correspondencia durante años posteriores.

De nuevo Olavide en España, su amigo, el conde de Aranda —amigo también de Voltaire—, que a la sazón era presidente del Consejo de Castilla, el hombre más poderoso después del rey, le nombró Intendente de los cuatro reinos de Andalucía. Poco más tarde, en el año 1767, le confirió además el cargo de asistente de la ciudad de Sevilla, que era como allí se denominaba al representante real en el Cabildo del Ayuntamiento. En la práctica Olavide acumulaba tanto poder que se podía considerar el virrey de las tierras andaluzas. Y así se comportó desde su llegada, rodeándose de una verdadera corte en el Alcázar Real de Sevilla.

Nada más acceder al cargo, se preocupó de impulsar reformas e instituciones: autorizó la reapertura de los teatros; estableció la limpieza regular de las calles; a estas las distinguió con sus nombres en azulejos pegados en sus fachadas; abrió silos y controló la distribución de grano; reguló los baños en el río y las exageraciones en el uso del luto; favoreció la apertura de industrias, hospitales y academias culturales; reformó los planes de estudios de la universidad. Todo lo anterior, junto con su pretensión de limitar los excesos de las procesiones religiosas y dictar una ley agraria para el campo andaluz, provocó enseguida la animadversión de gran parte de la nobleza y de casi todo el clero. Pronto la Inquisición empezó a recabar información sobre él, persistente y secretamente como actuaba siempre, a fin de poder caer sobre su persona en cuanto se presentase la ocasión. Esto lo intuía Olavide, pero no le importaba mucho, hasta el punto de que eran públicos y notorios sus ataques a los males de la Iglesia. Confiaba en sus amistades y en su suerte, en su capacidad de desembarazarse del Santo Oficio en el último momento, como ya había ocurrido en Perú.

Dos empresas, o dos empeños, ocupaban por aquel entonces todo su pensamiento. Uno residía en la colonización de la desierta Sierra Morena, escarpada e intrincada cordillera que separaba los reinos de Andalucía de Castilla. Su plan consistía en fundar unas
Nuevas Poblaciones
a lo largo de la cara sur de la sierra. Eran pueblos
científicamente
pensados, con nombres evocadores como La Luisiana, Fernandina, Guarromán o Isabela. Su otro empeño consistía en mantener viva su célebre tertulia sevillana. No había viajero notable que pasase por Sevilla y que no fuese invitado. Por las fechas en las que Richard Twiss acudió por primera vez a la tertulia, el asistente se encontraba en la ciudad celebrando su cincuenta y un cumpleaños, que era una edad más que meridiana.

Sin embargo, no todo en el corazón de Olavide era ya ilusión y dicha. Hacía años que había muerto su esposa Isabel, en circunstancias tan penosas que la pérdida se había sentido harto dolorosa. Y a esa tragedia se había agregado no hacía mucho la si acaso todavía más terrible desaparición de su hermanastra Gracia de Olavide. Porque Gracia había sido una dama bella, alegre e inteligente, el verdadero espíritu de la tertulia.

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