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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (5 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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En efecto —se dijo—, Osborne no había exagerado. Impresionaba sentir la ascendencia que el clero ejercía sobre Sevilla. No se podían dar más de diez pasos sin tropezarse con su presencia; ora un grupo de monjas, al que enjambres de menesterosos se acercaban con manos pedigüeñas; ora un par de esculapios con varas de caña, que conducían a base de azotes a una fila de sumisos niños de largos blusones negros y semblante compungido.

Todo ello animado por andares pausados, rodeado de cuchicheos y miradas hoscas, a lo largo de calles muy estrechas, de trazado intrincado. De tarde en tarde alguna que otra carreta cargada de leña o sacos quebraba esa monotonía con el estridente chirriar de sus ejes, de manera que rascaban con sus laterales las paredes de las casas, de tan juntas, o levantaba a su paso hondas roderas en la porquería que se acumulaba en el suelo. Pero aquello no dejaba de ser una ilusión pasajera de movimiento y vida. Igual que también lo parecían los escasos toques de color en las indumentarias. Eran pocos los viandantes que vestían como él conocía que se llevaba en el resto de Europa. Contados comerciantes ricos, de casaca y capote rojo, o nobles señoras de pelo empolvado y vestido de tafetán cerúleo que iban seguidas de sus parlanchinas doncellas. Pero estas eran gentes que no tardaban en desaparecer, al doblar una calleja en dirección a un imponente palacio o al subir a una recargada carroza que pronto reanudaba su marcha.

Era tarde, y ya la luz de la vela se consumía y la tinta escaseaba en su tintero. Twiss se lamentó de no haber conseguido nuevas cartas de presentación en la Corte después de que las primeras se las robasen en Toledo. Pero es que algo así le hubiese acarreado otra vez largas semanas de presentaciones y ruegos de aquí para allá, de la cámara de un señor influyente al despacho de un alto funcionario, sin la seguridad de alcanzar de nuevo su propósito por su condición de inglés. Y su viaje requería ante todo rapidez de movimientos, porque el tiempo urgía. Bueno —se animó—, ya que no podía penetrar en la cárcel, en los próximos días habría de procurar acercarse a esos palacios y a esas carrozas para conocer a las fuerzas vivas de la sociedad desde su cumbre. Lo que buscaba igual despertaba la codicia entre los proscritos que entre los poderosos.

A la mañana siguiente, mientras se afeitaba delante de un aguamanil con espejo, Richard Twiss oyó voces broncas y entrecortadas provenientes del rellano de la escalera. Una de ellas era la de Hogg, que parecía discutir con alguien inútilmente, ya que hablaba un español que aun no dominaba con soltura, aprendido a lo largo de sus andanzas por las Antillas. Sin apenas tiempo para colocarse la peluca, puesto que un caballero con ella aun desnudo siempre estaba presentable, corrió a abrir la puerta. Antes de girar el basto picaporte, se acordó de sus dos pistolas, que dormían bajo la almohada de la cama.

«Déjalas dormir...», se dijo, apartando la mirada de la cama.

Además de Hogg, que se disponía a descargar su gran puño, y que hubiese hecho rodar a cualquiera por las escaleras, Twiss se topó con el sujeto de ojillos oscuros y fríos que había conocido en el coche de colleras acompañando a las dos enigmáticas damas. Permanecía igual; embozado en su negra y larga capa y calado hasta las cejas por su chambergo. Por un leve movimiento en la capa, Twiss advirtió que bajo ella empuñaba algo puntiagudo, algo que podía herir con facilidad. Hogg se había librado por poco de enfrentarse a una daga quizá muy diestra.

—Mi señora quiere verle...

Le dijo el embozado con una voz mal articulada y de tono inquietante, apagada por la tela que recubría su boca.

Capítulo 3

Richard Twiss apenas había visto por un breve momento el rostro de esa mujer. Sucedió cuando cambiaron de coche en la ciudad de Jaén. Mientras que él y Hogg proseguirían su viaje hacia el sur por la agreste ruta de Granada, la dama y los suyos se perderían en un carruaje rumbo al suroeste, a lo largo del valle del Guadalquivir. En el instante de subir a su nuevo coche, ella volvió su cabeza hacia Twiss, apartó la holgada capucha de su capa y su mantilla morada de fino organdí y dejó ver la sonrisa luminosa de su boca. Sus ojos rasgados y verdes le conmovieron especialmente. Aunque le dio la impresión de que otra mantilla más los cubría. Un velo invisible y sutil que parecía querer cubrir y descubrir a la vez un secreto, quizá un deseo demasiado atrevido.

Ahora tendría la oportunidad de volver a intentar escrutar en ese misterio verde.

El embozado les condujo por un laberinto de calles a cuál más angosta por el sórdido barrio de El Arenal. A Twiss el sujeto le parecía un asesino; sin embargo, poseía una categoría siniestra en sus ademanes que le alejaba del vulgar asaltante callejero. Además, la razón que había esgrimido para convencerle de que le siguiese, aunque apoyada con un puñal oculto, le había parecido convincente: su señora quería disculparse en persona por su actitud desabrida en el coche de colleras.

Mientras avanzaban a través de las paredes en sombra de las casas, que de trecho en trecho dejaban asomarse desde sus ocultos patios interiores alguna palmera, o un naranjo con sus frutos, o las ramas de un almendro con su incipiente flor, a Twiss le fue invadiendo un profundo desasosiego de otra índole. En Inglaterra era completamente inadecuado que una dama se viese en su domicilio con un desconocido, en cualquier lugar en realidad, y si lo hacía era delante de su esposo, de lo contrario sería motivo de escándalo. En consecuencia, le molestaba la idea de que se fuese a meter de cabeza en una escena violenta; él, un extranjero en un país tan susceptible con lo foráneo.

Fueron a parar a una minúscula plaza, en la cual se alzaba la Posada de Baviera. Aquel era un lugar pestilente, por donde no parecían pasar los carros que una vez a la semana recogían las inmundicias de las calles sevillanas. Sentados en corros o discutiendo de pie, se encontraban gran cantidad de sujetos con trazas de rufianes o busconas. Hogg y el embozado se encargaron de apartar a varios borrachos que bebían y pedían en la puerta de la posada, y a alguna que otra fulana que ofrecía sus servicios. La casa de tres plantas estaba construida alrededor de un gran patio central, en cuyos corredores se abrían pequeñas puertas y ventanucos. Las risotadas y los insultos que tipos y prostitutas anónimas se arrojaban a la cara herían paso a paso los oídos de Twiss. Lo que por un segundo había conformado su ánimo, la posibilidad de conocer gente interesante en Sevilla, ahora se esfumaba ante la cruda evidencia. Si aquella mujer le había citado, era porque estaba claro que no le importaban en absoluto las habladurías.

Twiss encontró a la que había considerado una dama en una alcoba más espaciosa de lo que le había parecido desde afuera, desde la galería más elevada del patio. Estaba acompañada de una mujer mayor que ella, pero que ni mucho menos era una anciana. Era la gruñona que no se había separado de la joven durante todo el viaje desde Madrid. Poseía una piel muy pálida, que venía a transparentarse en una nariz pequeña; en tanto que la mirada que había sobre ella era aguda e inquisitiva, felina. Sus pómulos pronunciados, sus mejillas hundidas y su estatura elevada sugerían el tipo típico de un país norteño. No tuvo la oportunidad de saber cómo hablaba, ya que salió del cuarto en silencio y ejecutando un gesto de cortesía a una indicación de la más joven y bella. Por fuera del cuarto, el embozado cerró la puerta, dejando a Hogg con las ganas de seguir a su amo.

Antes de que se oyese la primera voz, Twiss tuvo los reflejos de estudiar el cuarto con un rápido vistazo. Sobre una mesa había numerosos potes de afeites y polvos de maquillaje, y varias pelucas a la última moda parisina. En la pared del fondo, sobre una pequeña cómoda, se alzaban un par de velas encendidas a ambos lados de una virgen de escayola, rodeada de varias estampas de santos. Parecía un pequeño altar. En un rincón se amontonaban dos baúles; abierto el de encima, y con su contenido revuelto o colgando de sus bordes. El desorden llegaba a una ancha cama, donde se extendían varios vestidos con brocados o de muaré, a cuál de ellos más extravagante. Le llamó poderosamente la atención un pequeño libro abierto y tirado en el suelo, con encabezados y versos que indicaban que se trataba de una pieza teatral.

La joven dama no tendría más allá de veintidós años. La belleza de su piel se correspondía con la de sus ojos. Era de un tono tostado y carnoso, realzado de tal forma por un cabello tan negro como un eclipse, y que cortó por un instante la respiración de Twiss. Ella era más bien baja y aparentaba fragilidad; sin embargo, sus movimientos nerviosos y sus gesticulaciones continuas denotaban una energía explosiva en su interior. Y así fue como enseguida estalló ante Twiss, con ademanes bruscos y graciosos, cuajados de una afectación que invitaban a la sonrisa. Al mismo tiempo, un torrente de palabras con todos los énfasis y matices posibles surgió de su grande aunque hermosa boca. Parecía un personaje que se estuviese moviendo en un escenario.

En efecto, después de disculparse con frases a menudo de tinte gracioso por su actitud en el coche de colleras, y del modo de hacerle llegar su mensaje, se presentó con gran solemnidad y empaque. Dijo ser Juana de Iradier, actriz de comedias y la más galana del teatro del Príncipe de la Corte, conocida como la Malagueña. La señora que la acompañaba se llamaba doña Irene, su dama de compañía; y el hombre atendía por Silva, su criado.

Una vez presentados, ella volvió a disculparse con su característico deje desconcertante.

—Perdóneme, don inglés, por mi mal fuste en el coche... —en esto que bajó su elevado tono de voz y se acercó en exceso a Twiss con una mirada malévola—. Pero es que delante de aquellos curas no podía confraternizar así como así con un inglés. ¿Qué pensarían de mí si hablase con un hereje? Porque es usted protestante, ¿no?

Twiss sonrió, sonrisa que disimuló con el borde de su tricornio. Todavía no salía de su asombro por verse en una situación tan embarazosa y ridícula.

—¡Oh...! Lo comprendo, señorita. No necesita disculparse.

—¡Sí, sí...! No vaya a creer que todos los españoles somos unos incultos, y que no sabemos tratar a los caballeros que nos visitan. Yo he viajado como usted. He visto mucho mundo.

—¿Ah, sí...? Dígame algún sitio. Quizá nos hayamos cruzado sin darnos cuenta... —comentó Twiss con agudeza. Suponiendo que tal vez un apuro bajaría de su arrogante pedestal a aquella jovencita, y que la haría sincerarse de una vez sobre el verdadero motivo de su llamada.

—Eso no puedo decírselo, porque pronunciar ciertos lugares en Sevilla no está bien visto —respondió ella con gran desparpajo—. Los pasos que da una persona por la vida ha de guardárselos para sí, señor. ¿Le pregunto yo por qué para llegar a esta ciudad ha tenido que dar un rodeo por Granada y Cádiz?

Twiss enarcó las cejas de la sorpresa. Estuvo a punto de perder la compostura, pero hacía mucho que había aprendido a dominar con flema ciertos accesos sanguíneos que le desagradaban. ¿Cómo sabía ella que había pasado por Cádiz? Posiblemente había preguntado por él en La Cruz de Malta. Comoquiera que fuese, comprendió que aquella mujer era tan escurridiza como una anguila, y que le había devuelto el apuro tal vez sin proponérselo.

—Soy un viajero, señora, y no podía dejar de visitar la Alhambra.

—Bueno... Pues diga eso y procure que la gente no piense que se ha pasado por Gibraltar...

Twiss notó como la sangre afluía a borbotones a sus sienes.

—¿Por qué habría de haberlo hecho? —preguntó con una mirada de acero.

—¡Ah! ¡Usted sabrá...! —Juana se pasó una mano por delante de la cara con grácil desdén—. ¿No ve como a veces es mejor no hablar de ciertas cosas? La gente debe conocerle a uno por lo que diga, o por lo que diga que ha hecho. Así se engrandecen las famas. Yo, por ejemplo, he interpretado a los más grandes: a Lope, a Calderón, a Moliere, a Racine...

—¿Ha leído a Shakespeare? —preguntó Twiss enrabiado para sus adentros, sintiéndose como un pelele en manos de una criatura tan frágil.

—¡Bah...! Yo no leo noveluchas...

Esa respuesta, un desplante ingenuo y altanero, dejó a Twiss con tres palmos de narices. Juana se alejó de él con gran soltura, haciendo sonar el frufrú de su vestido en el suelo, y se acercó al baúl abierto en el rincón. Sacó de él una botella y dos vasos. Los medio llenó y le ofreció uno a su invitado. Twiss lo aceptó allí de pie en medio de la estancia, de donde todavía no se había movido.

—Venga, caballero, alegre esa cara esmirriada y acepte este vino. No me guarde rencor por no aceptar el suyo en el coche. ¡Ay, qué vergüenza...!

Twiss echó un buen trago para humedecer su boca reseca, y al instante una tos ahogada salió de su garganta quemada.

—¡Pero si esto es coñac, señora...! —gimió con la cara congestionada.

—Bueno, sí... Vino francés... El suyo tampoco era español, ¿no? —sonrió picaruela—. A propósito, ¿es más grande Londres que Sevilla?

—Solo un poco más...

—¡Ozú...! No exagere, caballero...

Algo azarado por una conversación tan poco razonable, Twiss se movió por fin de su sitio y cambió de tema.

—¿Es que hay teatro en Sevilla?

—Acérquese y mire, caballero Twiss —dijo la Malagueña abriendo la ventana del aposento.

Twiss se acercó y miró hacia donde ella señalaba con un pañuelo bordado. En medio de un mar de tejados y terrazas, no muy lejos, sobresalía una construcción ovalada con anexos a sus costados. Juana dijo que ese era el teatro El Coliseo, donde ella figuraba como la actriz principal. A Twiss le recordó vagamente el Globe Theatre de Shakespeare, pero no quiso mencionarlo por no tener que dar más explicaciones de las necesarias.

A continuación, Juana de Iradier contó que el mismo asistente de Sevilla, don Pablo de Olavide, a quien Dios guardara muchos años —y se santiguó—, había hecho que viniera de Madrid, pues su fama artística era mucha. Y que la compañía de El Coliseo estaba preparándose para estrenar el
Tartufo
de Molière, obra en la que ella interpretaría a Elmira, la indiscutible protagonista femenina. Pero se estaban encontrando con muchas dificultades. A pesar de que el cardenal Solís no ponía grandes impedimentos, la oposición a que se representase tan escandalosa obra era feroz entre los grandes nobles y, sobre todo, en el Cabildo de la ciudad.

—¿Conoce al asistente? —preguntó Twiss con indisimulado escepticismo.

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