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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (4 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—Amo Twiss, parece la aleta de un tiburón gigante que sobresaliese del mar —comentó Hogg al ver la giba rocosa de Gibraltar.

—Ahora que lo dices... Es verdad... —murmuró Twiss, fascinado por la imaginación de su acompañante.

La pareja alcanzó Gibraltar, extenuada de su viaje por el interior del país. Por fin estaban en casa, aunque solo fuese por pocos días; en una colonia recién adquirida y que había que conservar con dificultad. Richard Twiss pasó la última semana de diciembre de 1775 y los primeros días del nuevo año en La Roca, hospedado en una residencia de Main Street por el coronel James, su gobernador a la sazón.

Twiss hizo buena amistad con el ingeniero William Green, encargado por el Almirantazgo de reforzar las defensas de la plaza. Ya había habido un intento por parte de los españoles de recuperar Gibraltar en 1727. En el presente, al abrigo de las revueltas que se extendían por las colonias de Norteamérica, cabía la posibilidad de que lo intentasen de nuevo.

Seguidos por la enorme figura de Hogg, el ingeniero Green mostró a Twiss las nuevas baterías instaladas recientemente. Además visitaron los cuarteles de los tres regimientos de Hannover que el rey había habilitado con mimo para sus paisanos. De todo ello tomaba buena nota Twiss, como si describiera especies nuevas de pájaros, en una época en la que el espionaje no se asociaba a hombres de honor.

—Espero que su criado sea de confianza... —comentó Green a su invitado, mientras miraba de soslayo a Hogg.

—Le confiaría mi vida —respondió Twiss tratando de mostrar seriedad en su rostro.

A principios de enero llegó a La Roca por medio de unos contrabandistas la noticia de que en el pueblo costero de San Fernando se encontraba un elefante blanco traído de Filipinas como regalo de su gobernador al rey Carlos III. Lo mantenían allí para trasladarlo más adelante a Madrid, a la espera de que los fríos del invierno remitiesen. El hecho despertó la curiosidad de Richard Twiss, y le dio una buena excusa para despedirse cortésmente del coronel James. Compró en La Línea un caballo para sí mismo y una muía para Hogg y cabalgaron hacia la bahía de Cádiz.

En San Fernando no le dejaron ver el elefante, siendo él un inglés, ya que era poco menos que un secreto de Estado. Twiss no insistió en su empeño, sospechando que el destino de esa criatura sería parecido al de los elefantes de Aníbal.

Ya que estaba a pocos kilómetros, subió por su istmo a Cádiz. No se sorprendió de encontrar una ciudad próspera e industriosa, en lugar de uno de los muchos burgos oscuros y decadentes que había conocido hasta entonces. Twiss sabía que a causa del traslado por orden real en 1717 de la Casa de la Contratación de Sevilla a Cádiz —que hasta entonces había detentado el monopolio del comercio con las Indias— la ruina se había abatido sobre aquella ciudad, mientras que esta, más pequeña, ganaba día a día mayor empuje.

—Sevilla debía su grandeza a los galeones pequeños, de no más de doscientas toneladas, que ya son un recuerdo —así lo remarcó el comerciante de sherry Robert Osborne a Twiss, mientras degustaban el contenido de una barrica en el puerto, en medio de un ir y venir incesante de negociantes ingleses, holandeses e italianos—. Yo le aconsejaría que si puede evitar ir a Sevilla será mejor que lo haga...

—Me alarma, señor Osborne.

—No bromeo, señor Twiss —aseveró Osborne al tiempo que al trasluz observaba el sherry de su vaso—. Esa ciudad siempre ha sido un lugar muy peligroso, pero ahora lo es mucho más. La miseria y el orgullo mezclados forman un vino demasiado amargo. Además está el clero, que en Cádiz hemos logrado mantener a raya. Allí es especialmente abundante e
inquisitivo.
¿Me explico?

—Se explica, Osborne... Pero no puedo dejar de ver sus fabulosos tesoros.

—¿Tesoros? Piedras carcomidas y viejas pinturas...

—No todo lo que reluce es oro, amigo mío —sentenció Twiss.

—Allá usted... —Osborne se acercó de nuevo a la barrica de vino—. Aunque si cambia de idea no olvide que aquí encontrará un amigo, y oportunidades de hacer grandes negocios. ¿Les apetece otro trago?

Hogg dio un gran paso y se apresuró a adelantar su vaso vacío.

—A mí sí, señor... —respondió.

Twiss hizo caso omiso de la advertencia de Osborne, y se encaminó hacia el norte. Poco a poco los suaves repechos de Jerez dieron paso a la inmensa llanura del bajo Guadalquivir. Los campos salpicados de vides se convertían en otros cuajados de naranjos, o binados para el trigo, o de olivos cargados de sus frutos, o de tabaco, o de arroz bordeando las pantanosas marismas. Pasado mediodía, la ciudad de Sevilla apareció aplastada en el horizonte.

Por aquellos años una imponente muralla con sus 170 torres de recia mampostería aún circundaba Sevilla en su integridad. Algunos afirmaban que era obra de los almohades; sin embargo, los eruditos certificaban que la habían construido los romanos. Árabe, en cambio, sí lo era la gigantesca torre de ladrillo que sobresalía por encima de todas las almenas y las cúpulas de las iglesias, y que parecía un faro fabuloso en medio de la exuberante llanura.

Twiss y Hogg cruzaron la muralla a lomos de sus monturas por la puerta de Jerez. No dejó de llamar la atención del viajero una lápida inscrita al lado del muro que aclaraba mucho sobre el origen de la ciudad.

Hércules me edificó

Julio César me cercó

De muros y torres altas,

Y el Rey Santo me ganó

Con Garci-Pérez de Varga.

Una vez cruzada la puerta, los dos viajeros se adentraron en la zona más noble y monumental de la ciudad. Avanzaron dejando a su derecha el Alcázar Real, la Casa Lonja, la catedral y el palacio arzobispal, y a su izquierda las torres del Oro y de la Plata, el hospital de la Caridad, la Casa de la Moneda, el puerto y la plaza de toros. Tras pasar por la gran plaza de San Francisco, con el Cabildo y la Audiencia Real a ambos lados, se internaron en la céntrica y concurrida calle de las Sierpes. Se alojaron en la posada de La Cruz de Malta.

A juicio de Twiss, La Cruz de Malta era un albergue aceptable en comparación con las inmundas ventas donde habían encontrado cobijo diurno durante su viaje. Daban bien de comer, sin que el huésped hubiese de llevar su propia comida, y los colchones de las camas alimentaban los chinches estrictamente necesarios para no desentonar.

La posadera, doña Elvira, se mostró muy solícita con los recién llegados, y les ofreció el mejor cuarto que le quedaba. Aunque solo uno, eso sí, porque a Hogg no podía facilitarle ninguno; su establecimiento era muy decente. Twiss declinó su propia idea de alojarlo en el suyo, no ya por su condición de criado o por su color, sino por ser hombre. Un extranjero como él no podía permitirse dar que hablar, y mucho menos en una población donde era patente que existían bastantes oídos deseosos de escuchar. Antes de consentir que durmiese en la cuadra de las caballerías con los otros criados, decidió, de acuerdo con doña Elvira, que pasase las noches en el rellano donde moría la escalera que daba a su puerta. Aunque Hogg no podría estirar sus largas piernas, era un lugar encalado y limpio.

—Lo siento, Hogg —le dijo Twiss cuando le sacaba una manta para que se resguardase del frío, no excesivo en todo caso—. Si permanecemos mucho en la ciudad, ya veré el modo de alquilar una casa.

—No se preocupe, amo. Esto es para mí un palacio.

Durante los dos siguientes días, Twiss se dedicó a visitar algunos de los edificios cuya fama era notoria en toda Europa. Por supuesto que el primer lugar debía ser la catedral.

Conforme se acercaban a ella, Hogg señaló con temor el pináculo de su gran torre de la Giralda. Había creído ver que el muchacho encaramado allí se había movido. Twiss le hubo de explicar lo que él ya sabía por boca de doña Elvira. Que se trataba de una estatua de bronce que representaba a la Fe, con un pendón de triunfo en la mano derecha y una palma en la izquierda, y que estaba instalada de tal forma en un pináculo que al menor soplo de aire giraba como una colosal veleta.

Ya dentro de la también llamada Iglesia Mayor, uno de los templos más grandes de la cristiandad, el asombro de Hogg no cesó de aumentar. Iba pegado a las espaldas de su señor, con sus ojos exageradamente abiertos. No tanto para intentar ver mejor en la penumbra circundante como por la viva impresión que le producían los recargados y ricos ornamentos, las pinturas de un realismo sobrecogedor y las esculturas que parecían observar su paso. Por doquier se oían los cánticos de las cien misas diarias que allí se oficiaban, y peroratas de rezos semejantes a inacabables zumbidos, y se distinguían grupos de fieles arrodillados en su suelo de ladrillo, o que iban desfilando despacio de un racimo de velas a otro. El aire estaba cargado de humos sacros y de olores exóticos, de una luminiscencia débil y mórbida proveniente de un centenar de vidrieras que luchaban por arrinconar a las tinieblas en las sombrías entrañas de multitud de capillas recoletas.

Después de comer en la posada, se acercaron a la Casa de Contratación o Casa Lonja, de la que todo buen amante de la mar y su comercio había oído hablar con entusiasmo. De aquellos tiempos en los que en sus galerías y en su patio de mármol se amontonaban los metales preciosos o las especias más valiosas. Richard Twiss comprobó que la Casa Lonja estaba abandonada, parecía que desde tiempo inmemorial, y que ya presentaba síntomas alarmantes de ruina.

Aquellos días el edificio daba cobijo a varias familias en su planta superior. Vivían allí sin derechos de propiedad y sin pagar alquiler alguno; simplemente porque nadie se molestaba en desalojarlas. Twiss entabló conversación con uno de los inquilinos en el centro del patio porticado, un tipo que se había ofrecido de guía a cambio de unas monedas. La conversación, naturalmente, giró en torno a la antigua actividad de la Lonja.

—Sí, caballero —dijo el vecino—, esto lleva muchos años sin oler el oro. Pero aun así todavía hay mucho oro y mucha plata en Sevilla. A pocos pasos de aquí se encuentra la Casa de la Moneda, rebosante de buen metal.

—Supongo que oro legal, ¿no? —dejó caer Twiss.

—Por supuesto —contestó el hombre, un tanto azarado por la sugerencia—. Aunque si se refiere a algunas migajas que se muevan digamos que bajo cuerda... Siempre las hay.

—¿Ah, sí...? —Twiss dejó ver en su mano unos reales más, a los que el tipo miró con ojos ávidos—. ¿Y quién mueve esas digamos que
migajas...?

El sujeto se hizo con las monedas como el águila con su presa, se acercó a Twiss y miró de reojo a todos lados antes de hablar.

—El hombre que sabe más sobre ese asunto está en la cárcel. Hace cuatro años el Alcalde del Crimen le metió en ella...

—¿Cuál es su nombre?

El sujeto negó con un gesto de aturdimiento y miedo. Acto seguido se alejó de Twiss rumbo a una gran escalinata de mármol que conducía a la planta superior. La subió deprisa. Abajo, Twiss cruzó su mirada con la de Hogg, entreverada de desaliento y de resignación.

Por la mañana de una nueva jornada, a Twiss le bastó con salir de La Cruz de Malta, cruzar la calle y bajar unas cien toesas para dar con la Cárcel Real. La estuvo observando un buen rato, la rodeó sin perder de vista sus altas ventanas enrejadas, y comprobó que ocupaba toda una gran manzana en el centro mismo de la ciudad. Se estuvo preguntando cómo podría acceder a la misma, hasta que llegó a la conclusión de que pensar en ello era una arriesgada veleidad por su parte. No debía olvidar que era un extranjero, alguien sospechoso por principio. Además, su presencia en Sevilla no había pasado desapercibida, de suerte que notaba que estaba siendo vigilado desde la tarde anterior. Deducía de parte de quién; del todopoderoso Santo Oficio. Así pues, tenía que extremar la prudencia. Por lo tanto, para empezar debía alejarse de aquel edificio tan señalado. Volvió a cruzar la calle y continuó su paseo por el barrio comercial de la ciudad.

Durante la tarde, Twiss continuó con el recorrido que debía realizar un viajero curioso. Dirigió su caminata hacia el noroeste, bordeando el río Guadalquivir, que por aquella zona alcanzaba los trescientos pasos de ancho. Conforme avanzaba a la sombra de la muralla, podía observar que en la orilla opuesta se extendía Triana, un pueblo de pescadores, artesanos y contrabandistas, aunque en realidad pertenecía al núcleo urbano de Sevilla. Estaba comunicado con la ciudad por un frágil puente de diecisiete barcas, al que se accedía desde ambas riberas por sendos terraplenes de tierra.

Se fijaron en una mole de piedra que se extendía a lo largo de la orilla de Triana, desde los terraplenes del puente hacia el norte. Era un gran castillo de diez torres, al borde mismo del río. Parecía desolado, envuelto en un halo maligno. Twiss no tardó en preguntar por su nombre y a quién pertenecía. Los barqueros le dijeron en voz muy baja que era el castillo de San Jorge, la fortaleza donde tenía su sede la Inquisición de Sevilla. Twiss no quiso saber nada más de tan siniestro lugar y reanudó la marcha con más presteza.

Avisados por doña Elvira, la pareja optaba por recogerse en La Cruz de Malta cuando el sol invernal daba signos de agotamiento, pues la noche sevillana era un manto oscuro y lóbrego de impunidad para el crimen. Ya en la posada, antes de cerrar la puerta del cuarto, Twiss pidió a Hogg que le pasase un libro. Hogg sacó uno de tapas azules del interior de su casaca y se lo entregó a su amo; luego se sentó en el rellano, con la vista fija en la empinada y tétrica escalera que subía de la planta inferior. Solo pues, a la luz de una vela, Twiss se entretuvo durante un buen rato en hacer anotaciones en las páginas en blanco del libro.

Recordó las palabras que Osborne le había dirigido en el puerto de Cádiz: todo en Sevilla daba signos de abandono y ruina, todo aparentaba ser la reminiscencia de una era extinguida. Por sus estrechas calles sin empedrar, polvorientas o embarradas según el tiempo, deambulaban gentes que no se correspondían de ninguna manera con el siglo de las luces. Llamaba la atención especialmente su forma de vestir. Las mujeres iban ataviadas con trapos generalmente oscuros casi enrollados a sus cuerpos, de forma que acababan sujetos a sus cabezas en forma de moños. Acarreaban cántaros o canastas, cuando no niños de sucios andrajos, dando una triste sensación de desaliño. Los hombres iban cubiertos con enormes capas negras y con chambergos. Algunos, los menos, lucían un toque de color blanco alrededor del cuello en forma de almidonada golilla, con gruesos quevedos sobre la nariz, de manera que su porte era de una dignidad rancia y patética. Twiss dedujo que una buena cantidad de esas gentes eran mendigos, o enfermos sin hogar, o logreros al borde de la legalidad. Asimismo, pensó que el resto lo componían criados de las casas señoriales, o religiosos pertenecientes a las abundantes iglesias y conventos.

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