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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (54 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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En eso que le sobresaltó algo que se alzaba en un rincón. Parecía ser un hombre de grandes bigotes y disecado. Pero no... —respiró aliviado—. Miró mejor y se dio cuenta de que era un muñeco de escala humana, vestido a la usanza turca. Se encontraba detrás de una larga mesa, y en esta había dibujado un tablero de ajedrez. Un tablero singular, puesto que estaba surcado por canales en todos los sentidos de sus casillas. Twiss volvió a sonreír al inspeccionar bajo la mesa, donde se acumulaba un amasijo de mecanismos de relojería. Había oído hablar de tal artilugio. Se trataba de un autómata que jugaba al ajedrez, inventado años atrás por el prusiano Wolfgang von Kempelen. Aquel sin duda era una imitación.

Twiss se colocó delante del turco, estiró unos dedos con otros dedos hasta hacerlos crujir y se dispuso a mover un caballo blanco a fin de conjurar el jaque de un alfil negro a su rey. No resultaba fácil desplazar el caballo por los canales del tablero, ya que era la única pieza que para moverse debía saltar por encima de otras. Twiss comenzó a apartar peones, con gran esfuerzo, de forma que los engranajes de debajo de la mesa chirriaron. Por fin consiguió llevar el caballo a la casilla que quería, bloqueando así el ataque del alfil. A continuación, puesto que le tocaba mover al autómata, este levantó uno de sus brazos con movimientos espasmódicos; el mecanismo de relojería parecía crujir bajo él. Entonces el turco del mostacho no atinó a agarrar su alfil, dudó, renqueó y descargó un brutal guantazo sobre la cara de Twiss, que cayó de espaldas al suelo.

Jovellanos y Morico acudieron alarmados al rincón del jaleo.

—¿Pero qué ha hecho, insensato? —preguntó Morico, viendo que del mecanismo de relojería salía algo de humo.

Twiss contestó rodeado de frascos rotos, atolondrado y con una mano en la mandíbula.

—Mover un caballo blanco...

—¡Agh...! —se lamentó el médico con rabia—. ¡Eso era precisamente lo que no debía hacer! ¿Por qué se cree que la partida la había abandonado yo en ese punto? ¡El movimiento del caballo aún no está perfeccionado!

Un sonriente Jovellanos ayudó a Twiss a levantarse.

—¿Sabe una cosa? —replicó Twiss tanteándose los dientes—. Va a tener que perfeccionar
mucho
su condenado ajedrez. He oído decir que Von Kempelen utiliza para jugar a un enano muy listo escondido bajo la mesa...

—¿Qué dice, descreído inglés? —exclamó Morico escandalizado—, ¡Nadie ha podido demostrar semejante majadería! ¡Ni siquiera el gran maestro Philidor! ¡Von Kempelen es un científico serio! En fin... Aléjese de mi turco y vengan ambos a ver esto.

Los tres se congregaron alrededor del microscopio. Morico se puso a manipular el tejido negro con dos pinzas, de forma que separó sus lienzos exteriores de una capa interna de color blancuzco, pegajosa y que se estiraba.

—Fíjense en este material —explicó—. No había visto nada parecido en persona. Solo se le asemeja algo la fina película que crece sobre el óleo semiseco de las pinturas. Es elástico, a él se adhiere cualquier cosa y, lo más sorprendente, es impermeable, no lo traspasa el agua.

Intrigado, Jovellanos aplicó un ojo al microscopio y lo observó.

—Pero eso no es ninguna novedad... —comentó Twiss.

—Ya lo sé... —replicó molesto Morico, que a continuación echó mano a un periódico amarillento para señalar una noticia—. Vean lo que dice
El oráculo de Europa
de José Maner. Cuenta que el explorador La Condamine describió esta sustancia hace unas décadas para la Academia de París en uno de sus viajes a las Indias. Los aborígenes lo llaman
cauchu,
caucho. Caballeros, ¿qué necesidad tiene el
interfector
de usar un traje con caucho para sus correrías?

Twiss tomó el relevo de Jovellanos al mando del microscopio.

—Porque tal vez necesite aislarse del agua...

A este comentario de Jovellanos le siguió una sarcástica risa de Morico.

—No me haga reír, señor alcalde. Si no llueve en Sevilla desde hace medio año. Más bien se me ocurre otra causa que ya me rondaba por la cabeza y que después la vi muy clara cuando me enteré de que Thiulen, un jesuita, es el asesino. El caucho únicamente viene a remachar esa idea. Aquel día me acordé de una noticia publicada hace años, y desde entonces he estado laborando para ponerla en práctica. A ver, a ver...

Morico se puso a buscar con denuedo un ejemplar determinado entre un montón de periódicos y piscatores. Jovellanos sonrió observándole; tenía a mano lo que hacía años que no leía y no encontraba lo que había leído hacía pocos días. Por fin Morico halló un piscator roído por los ratones. Cuando se volvió para mostrar la noticia, se quedó estupefacto: Twiss tanteaba en un rincón un gran lienzo de tafetán blanco de forma esférica que tenía allí depositado.

—¿Qué hace, señor Twiss? ¡Aléjese de eso!

—¿Sí? ¿Qué nuevo y maldito invento es este?

—Ahora se lo digo. Pero, por favor, no lo toque... —Una vez que Twiss hubo regresado a la mesa, Morico prosiguió sus explicaciones— Caballeros, sepan que en tiempos del rey portugués Juan V, en 1709, un jesuita llamado Bartolomeu Lourenço de Gusmão hizo una demostración ante el monarca y toda su corte del vuelo por los aires de un globo hecho con tafetán. Desde entonces nadie ha vuelto a acordarse de ello, excepto yo el otro día. Yo y tal vez el
interfector,
otro jesuita, que, permítanme la licencia, acaso se valga de algún globo que lo eleve por los aires para desplazarse en medio de la noche sevillana y así sorprender mejor a sus víctimas...

Sendas y contenidas convulsiones de risa pugnaron en los pechos de Jovellanos y Twiss por salir al exterior. No obstante, era tan ridículo lo que oían que no valía la pena molestarse siquiera en reír.

—No, no se rían... Esta idea no es tan descabellada como parece. Ustedes ignoran que existen gases más ligeros que el aire. Entre ellos se encuentra el flogisto, gas primordial, que extraído apropiadamente de la materia podría elevar del suelo a un hombre. ¿Quién sabe si Thiulen no lo ha conseguido? Me acuerdo que cuando le conocía estaba muy interesado en las propiedades del flogisto. Decía que calentando óxido de mercurio rojo lograría
éter deflogistado.
Por eso me hice amigo de él, aunque no le dejé nunca entrar en mi laboratorio. Temía que se aprovechase de alguno de mis experimentos. Y ahora creo que sí, que Thiulen llena sus globos con
aire deflogistado,
y que además necesita recubrirse de caucho para dar más ligereza a su cuerpo y para protegerse de otros gases venenosos que pueblan la atmósfera alta.

—Comprendo... —comentó Jovellanos divertido y a la vez escéptico—. Con ese tafetán de ahí usted pretende emular a Thiulen...

—En efecto. Con
ese tafetán,
que en realidad ya es un globo, trataré de demostrar que el asesino se introduce en los patios y en los corrales a través de los aires.

Twiss observó varias hojas clavadas en la pared, donde había dibujos del globo, de sus posibles trayectorias y de los modos de gobernarlo.

—Veo que todavía no ha resuelto los problemas de navegación...

—Los afinaré en cuanto realice la primera prueba. He de reconocer que el asunto es más difícil de lo que parece. Thiulen tiene que haber alcanzado con su globo un grado de perfección digno de admirar, y apostaría a que lo ha recubierto también de caucho. Debe llevar su peso, el de sus mortíferas herramientas y el de las cabezas que sustrae... —Morico se calló por un momento, como si de repente una idea hubiese regresado a su cabeza—. A propósito de cabezas, caballeros, creo que he averiguado el motivo del afán decapitador del
interfector.
Proviene de los orígenes nórdicos de Thiulen...

Jovellanos y Twiss no pudieron evitar que Morico les hablase de la costumbre germana de cortar la cabeza a los enemigos y de conservarla macerada en aceite de cedro. Era como un culto, un homenaje que se tributaba a los guerreros vencidos. Thiulen podía haber leído las obras de Jeanne Béar o de MacPherson y su
Ossián,
que tan de moda estaban, y quizá en ello había encontrado su forma de renegar de la civilización cristiana.

La pareja no quiso polemizar sobre tan singular teoría, que parecía una muestra más de las extravagancias de Morico. Se despidieron de él y regresaron a la Audiencia para comer algo.

Ya encerrados ambos en el despacho de Jovellanos, cada uno con un plato y su vaso de vino, estuvieron practicando algo de inglés mientras comían. La conversación sobre cosas comunes no tardó en derivar hacia el análisis de lo que había acontecido aquella mañana. Convinieron, hasta donde alcanzaban sus deducciones, que un nuevo vaticinio se había cumplido al pie de la letra con la muerte del preste Juan. A partir de ahí surgía la pregunta crucial: ¿cuál había sido el motivo del asesinato? Por lo que ellos sabían, no parecía haber una apariencia de índole sexual, o de moral, si así se tomaba, como en los anteriores casos. Por otro lado, el escenario donde había aparecido el cadáver solo hablaba de escarnio y de humillación hacia la víctima. La calle del Ataúd podía relacionarse con el ataúd de Luis Lista, del que el preste Juan se había burlado. Y su cuerpo sin cabeza, atascado en el callejón como un barril, parecía remitir a la entrevista que habían mantenido con él en la Taberna del Barril. Aunque ¿serían esas las impresiones que pretendía suscitar el
interfector?
Profundizaron en sus deducciones.

—Fíjese en qué lugar estaba el cuerpo, Richard. ¿No le ha parecido la calle del Ataúd algo así como una garganta? ¿Y no hablan los versos del vaticinio de palabras, verdades o mentiras, que dejarán de correr, sin duda que por la muerte del cura Juan? Ese hombre se pasaba los días enteros de taberna en taberna haciendo correr habladurías y rumores. Nos consta que por unos reales para vino. Era un «vil que propalaba» cosas que debía callar. ¿Acaso por ello Thiulen le creía un ser tan despreciable que debía eliminarle? Tal vez, pero usted y yo sabemos que eso es una mera apariencia que es real, como dice el último verso. En realidad el preste Juan, por frecuentar los locales donde acudían, sabía mucho de los hombres de Thiulen. De Lista, de Mateo Berrocal, de Andrés Palomino, puede que de Barral y de Horcajo, y quizá conociese al mismo Thiulen. Sí, ese jesuita se ha deshecho de otro obstáculo, de un peligro para sus planes. No me sorprendería que, en lugar de huir como el violinista Guido por el barrio de Santa Cruz, volviese sobre sus pasos y nos viese hablando con él frente aquel figón. Posiblemente, teniendo en cuenta las asociaciones que hemos hecho antes con las palabras
ataúd y barril,
ya le constaba a Thiulen que el cura Juan Garrosa se iría de la lengua.

—Muy interesante su análisis, Gaspar, pero ha cometido un error lógico de bulto. Thiulen no necesitó, disfrazado de Guido el violinista, vernos charlando con el padre Juan Garrosa, puesto que ya le había sentenciado meses antes en el piscator. ¿Usted cree que ese asesino mató a Juan por temor a que nos revelase cosas en el futuro que debía callar? ¿Por qué iba Thiulen a pensar eso? También podía haber supuesto que ya nos las había contado, en cuyo caso su muerte sería una venganza a fuer de innecesaria. Pero todo ello entra en contradicción con la secuencia temporal del vaticinio. Por lo tanto, a mi juicio, la clave se encuentra en los meses previos a los crímenes, cuando Thiulen estaba maquinando su plan. Recuerde que era un recién llegado a Sevilla después de muchos años, que tal vez no conocía a nadie de fiar, y que necesitaba reclutar gente para sus propósitos. Gentes que debían ser descontentos, rebeldes, buscavidas, con un punto de
vileza
en sus costumbres, y más bien relacionados con el clero, por razones obvias. ¿Y quién podía proporcionarle esa gente a Thiulen? No otro que el preste Juan. En definitiva, ese gordo y borrachín cura fue quien allanó el camino a Thiulen para sus primeros pasos. Y como si fuese un Bautista actual, también ha perdido su cabeza...

Twiss rió, esperando que Jovellanos le imitase por esa ocurrencia. Pero este no lo hizo, sino que muy serio se limpió los labios con una servilleta y luego la arrojó a la mesa con brusquedad.

—¡No bromee con esos temas, señor Twiss...!

—Perdón...

—No hace falta caer en la grosería para deducir cosas inteligentes. La única que cabe ya aquí es que Thiulen ha eliminado al cura Juan porque le había llegado la hora de que cumpliese con su rito. Un rito que cada vez más se me antoja que está relacionado con el tiempo, con una especie de dominio sobre la temporalidad de los fenómenos y las cosas.

Twiss estaba atribulado por la reacción de Jovellanos, y no quiso discutir esa última hipótesis directamente. Echó mano al ejemplar de
El Único Piscator,
que se encontraba todo manoseado y manchado entre los platos, buscó el modo de salir airoso de aquella situación incómoda en la que creía encontrarse y la halló.

—Mire..., mire... —indicó uno de los vaticinios—. Habla de «antes de señalada fecha» referente a la muerte del cura Juan. Hace pensar que esa fecha debe ser el día que intente rescatar el oro. Sin embargo, para mí que ese día especial debe de tener otro significado para Thiulen. ¿Por qué habría de ser señalado el día del rescate del oro, si solo sería el momento de aprovechar una oportunidad? A menos que para Thiulen, repito, signifique algo más, que sea una especie de símbolo, otro de los muchos que pululan por su cabeza. Sabemos que el rescate puede ser en Semana Santa, dentro de pocos días, ¿se le ocurre algún acontecimiento importante que haya que rememorar para entonces? No me malinterprete, hablo desde el punto de vista de Thiulen.

Estas observaciones consiguieron lo que se proponían: desvanecer cualquier resquemor en Jovellanos. Este era un hombre de principios, religioso a su manera, pero no un fanático. Interesado por lo que había oído, Jovellanos cogió el piscator de las manos de Twiss y se puso a repasar los acertijos. Se los sabía de memoria, aunque quiso cerciorarse de que la cabeza no le estaba jugando una mala pasada. Puesto a repasar los vaticinios, uno enseguida descolló sobre los demás.

A una década pasada

de los italianos virtuosos,

en su semana festejada

los penitentes culposos,

que el ladrón perderá sus dedos

y la piedad se tornará desvelos.

De repente Jovellanos se levantó de su silla de un salto. Sus ojos estaban como dilatados.

—¡Claro que sí...! ¡Sí..., pero no...!

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