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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (51 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—Pero ¿es o no es médico? —preguntó Twiss.

Antes de contestar, Morico apuró la copa y cerró los ojos con fuerza y amargura, como si se negase a admitir la cruda realidad.

—No sé... En este momento lo dudo. Nunca tuvo mucha maña para las incisiones, se le desangraban los enfermos. Ahora pienso que acaso quiso estudiar con Virgili para aprender a cortar la carne con más destreza. Ya lo creo que aprendió... Lo que sí puedo asegurar es que sabía más que nadie de plantas medicinales y venenosas. Más de una vez me contó que los indios del Paraguay, que le llamaban
karaí,
le habían revelado muchos secretos de la naturaleza.

—¿Qué clase de hombre es? —preguntó Jovellanos, con la idea de conocer mejor al ser con el que se enfrentaba.

Morico sacó su pañuelo de una manga y se enjugó su abundante sudor.

—Creía que era un ser humano. Siempre me pareció algo místico, con ideas extrañas bullendo en su cabeza, pero nunca un mal hombre. Amaba las ciencias como yo. Jamás sospeché que pudiera guardar en su corazón tanto odio. Solo de pensar que sus manos asesinas estuvieron tan cerca de mí, me pone enfermo.

Para Jovellanos era un contratiempo que un hombre como Morico, acostumbrado a ver vísceras, fuese tan pusilánime. Porque para él había planeado una misión delicada, que requería mucha sangre fría. Debía ganarse la confianza de Jacinto Horcajo, el médico de San Gregorio de los Ingleses, a fin de averiguar si tenía alguna relación con Thiulen, como se sospechaba, y si estaba en el secreto del paradero del oro que pudiera encontrarse en el edificio donde trabajaba. Por supuesto que Horcajo no iría a colaborar tan inocentemente, tampoco se le sonsacaría con ingenuidad. Bastaría con hacerle las preguntas apropiadas para, de acuerdo a sus respuestas, deducir si ocultaba algo. Sin embargo, nada de esto era posible por el momento, ya que en plena reunión Morico se negó a participar en tal juego. Alegó que él era un científico y no un militar o un policía.

Respecto al resto de los planes que expuso Jovellanos, todos los demás estuvieron de acuerdo en llevar a cabo su parte. Al oírlos, Bruna devolvió el asentimiento al Alcalde del Crimen, dándole a entender que asumía el riesgo de posibles atropellos y desatinos, tan delicado era todo lo que se venía encima.

Nada más acabar la reunión, cada cual se puso en la tarea que le había sido encomendada. Para ello, mientras estuviesen en la calle realizando su labor, todos debían abandonar sus ropas de cortesano o de soldado y vestirse a la usanza vulgar. Los rasgos que les identificarían entre sí serían tricornios a la chamberí de piel de castor y sables militares, que llevarían oportunamente ocultos bajo las capas.

La idea fundamental consistía en establecer seis puestos de vigía y uno de apoyo en el centro de aquellos, para que en caso de necesidad en alguna parte pudiese haber hombres de refuerzo. De este modo, Meneses, junto a dos soldados, se encargó de vigilar el colegio abandonado de la Purísima Concepción. Para tal propósito se encontró una casa desocupada en la cercana calle de Santa Ana. En el hospicio de San Hermenegildo se logró que José de Herradura y otro soldado, de acuerdo a la dirección del centro, encontrase acomodo en una habitación de los empleados. El antiguo convento de San Luis de los Franceses era bastante grande, y en buena parte estaba derruido, de manera que el capitán Moya y varios de sus hombres lograron mezclarse con los menesterosos que se cobijaban en él por la noche. Al lado del hospital que entonces ocupaba San Gregorio de los Ingleses había una herrería con grandes establos; allí, por medio de unos ducados que el dueño puso a buen recaudo, se instaló Artola con otros tres soldados, en una magnífica atalaya que dominaba toda la recta calle de las Armas hasta la Puerta Real. Hubo que ocupar también otra casa deshabitada no lejos del abandonado colegio de San Patricio de los Irlandeses, a cargo del capitán Doncel y dos de sus soldados. Para vigilar el gran edificio que albergaba la universidad y su iglesia de la Anunciación, no hubo manera de encontrar un punto fijo desde donde hacerlo. Puesto que además tenía varias entradas que se abrían a diferentes calles, el astuto y prudente sargento Bustamante estableció con cinco granaderos unas rondas que partían y terminaban en el concurrido mercado de la cercana plaza de la Encarnación. Ya que se esperaba que Thiulen y los suyos se moviesen de noche y que a esas horas sería un riesgo deambular por las calles aun para aguerridos soldados, Jovellanos tuvo la ocurrencia —pensando en las travesuras de Fermín— de que los hombres se encaramasen a los tejados de las manzanas adyacentes a la universidad. Un grupo lo haría en la angosta calle de la Sopa y el otro en la ancha calle de Laraña. Por último, Esteban del Sagrario y no menos de una docena de soldados establecieron el punto de apoyo en un almacén que el Cabildo tenía en la plaza de San Martín, en un lugar razonablemente equidistante de los demás enclaves.

Faltaba por determinar y controlar el factor más importante de toda la operación: el día exacto en que Thiulen hubiese decidido actuar. Jovellanos y Bruna sabían que conforme fuesen pasando los días sin novedades ello contribuiría a socavar la atención y la moral de la gente, e incluso su disciplina. Era algo que había que tener muy presente, y que había contribuido a desechar el empleo de los alguaciles de la Audiencia. Ellos jamás podrían albergar las motivaciones que servían de acicate a las personas del Alcázar. Sin embargo, pronto este factor de incertidumbre quedaría despejado de la manera más inesperada.

Al cabo de cuatro días desde la reunión en el Alcázar, se acercó Mariana a la vivienda de Jovellanos a eso de las diez de la mañana. Le había costado lo suyo cumplir con la misión que ella misma se había encomendado, hablar de nuevo con las hermanas Lista, pero no era fácil en aquellos tiempos, y menos en Sevilla, entrar en una casa de tres solteronas de luto y censuradas por toda la ciudad.

El cochero Guillén abrió la portezuela de la calesa, Mariana se despidió de sus doncellas, cruzó la calle y llamó a la puerta. Poco después esta se abría a manos de Jovellanos. Se sorprendió de verla y se disculpó por recibirla tan desaliñado, pero es que estaba ocupado en unos quehaceres manuales.

—Vengo de la Audiencia —dijo Mariana con el semblante todo serio.

Se quedó aguardando una réplica, fija en el rostro de Jovellanos, en el que, como temía, advirtió signos de preocupación, aquellos que solo el amor puede descubrir de inmediato en el umbral de una casa. Jovellanos comprendió que ya la habrían puesto al corriente en la Audiencia, de modo que la hizo pasar y cerró la puerta prudentemente detrás de ella.

—Ya veo que le han contado algo... Pero no se alarme, Mariana —se explicó él—. Ha sucedido que simplemente esta mañana ha aparecido un perro muerto colgado de la aldaba. Doña Amelia ha tenido un susto de muerte...

Mariana corrió a echarse a sus brazos, ansiosa por revelarle su angustia.

—¡Oh, Gaspar, está en peligro...!

—Cálmese... Reconozco que es un aviso desagradable. Pero no hay que preocuparse más de lo debido. Creo que ha sido una buena idea mandar a doña Amelia y Fermín a la Audiencia para que se reúnan con su sobrina y todos se instalen en el Alcázar.

—¿Y usted? ¿Qué me dice de usted aquí solo?

—¿Yo? No tendrán valor para enfrentarse conmigo. Solo temo que hagan algo con mis libros y papeles. Bastante me ha costado conseguirlos. También los voy a mandar al Alcázar.

—Debería irse de esta casa con ellos, si no al Alcázar, que sea a la Audiencia.

—Ni hablar. Entonces la ley en Sevilla no valdría nada.

—Recuerde la pedrada en el coche... —suplicó ella.

Jovellanos se apartó de sus brazos y se encaminó hacia el interior de la vivienda. Mariana cruzó la sala principal tras de él y le alcanzó en su pequeño despacho. Este se encontraba todo desordenado, con cientos de libros apilados en distintos montones, anudados algunos con cuerdas. Jovellanos se puso a ordenar unas carpetas de documentos sobre el escritorio, como si no hubiese nadie más en la casa. Mariana se desprendió de su mantilla y le imitó en el quehacer, apilando su propio montón de libros. Así estuvieron un rato, callados, ignorándose. Ella sabía que aquellos libros significaban mucho para él, siendo la mayoría, por supuesto, prohibidos.

Por fin Mariana rompió el silencio, desconcertada por la aparente despreocupación de él.

—Se ha vuelto tan cabezón como ese inglés. El asunto del
interfector
les tiene a ambos tan desquiciados como al resto de la ciudad. Se creen que solo sus cabezas son capaces de solucionar este asunto y no se dan cuenta de que otras personas podemos ayudar más de lo que piensan. —Llamó la atención de Jovellanos tirando de la manga de su camisa—. Ya pueden ir a hablar con Morico. Él y yo hemos mantenido una charla muy interesante. Al final ha convenido conmigo en que será mejor colaborar con ustedes para sondear a Horcajo.

Él levantó sus ojos hacia ella con una expresión de creciente interés.

—¿No habrá...?

—No. No me mire así. No he hecho valer mi posición para presionarle. Simplemente he usado un poco de persuasión femenina. Y luego está lo de las hermanas Lista. Pues claro que ellas sabían algo de las extrañas relaciones que mantenía su difunto hermano con sus amigos. ¡Ejem...! En la cama se dicen muchas cosas. Ese sochantre hasta les había encargado que hiciesen varias túnicas con capirote para Semana Santa. ¿No se imagina para qué quería un solo hombre tanta túnica, Gaspar? Y luego está lo de las casas de su propiedad, que el hermano tomaba para quién sabe qué...

Jovellanos se precipitó hacia ella y la agarró por los hombros.

—¿Qué ha dicho? Repita eso, Mariana...

Ella contestó algo azarada.

—Que tal vez en las casas que ellas poseen, Luis Lista ha podido ocultar a Thiulen...

Dicha respuesta aumentó aún más el asombro de Jovellanos; aunque no lo suficiente como para desviarle de lo que le producía más interés. Se agitó de cabeza.

—Sí, sí... ¿Y lo anterior? Lo de las túnicas para Semana Santa...

—Por fin se da cuenta. Es evidente que las hermanas del sochantre han confeccionado unas túnicas para que Thiulen y los suyos vayan disfrazados de penitentes a la hora de hacerse con el oro. Dentro de pocos días, Gaspar.

Jovellanos levantó los puños y golpeó el aire con uno de ellos, como había visto hacer a Twiss alguna vez.

—¡Qué idiotas hemos sido! Naturalmente. Esa es la oportunidad que Thiulen está aguardando. Cuando toda Sevilla esté patas arriba de día y de noche y sea fácil desplazarse con una gran carga sin que nadie repare en ello —bajó su tono de voz hasta hacerlo casi enigmático—. Y cuando acaso sea también muy sencillo penetrar en el lugar donde se oculta ese tesoro...

—¿Y qué dice de las casas? Tengo sus direcciones. ¿En lugar de amontonar libros, por qué no va en busca de sus alguaciles?

Jovellanos sonrió con cierta condescendencia mientras acariciaba un mechón del cabello de Mariana por detrás de ella.

—¿No creerá que el asesino se encuentra todavía en alguna? Sería una estupidez de su parte que permaneciese en el escondrijo que le ha proporcionado una de sus víctimas. El sabe que tarde o temprano descubriríamos esa relación.

—¡Ay, caballero...! —Mariana se volvió de repente, quedando a una cuarta de él—. El asesino será muy listo, pero no puede cambiar las calles de Sevilla a su antojo. Precisamente, una de las casas se encuentra en la esquina de la calle de San Vicente con la de las Armas, al lado mismo de San Gregorio de los Ingleses. ¿No le dice eso nada? ¿No le hace suponer que Thiulen querría estar lo más cerca posible de
su
tesoro?

Los ojos de Jovellanos se humedecieron por la emoción. No solo por la belleza de Mariana, emanando a través de su aliento alterado que se mezclaba con el suyo, sino también y sobre todo por el espíritu sublime que sentía irradiar a través de su piel y de sus agudas palabras. Llevó sus dedos a sus mejillas pálidas, que se dirían traslúcidas, y notó los latidos de su alma. Quiso halagar a ese espíritu que parecía abarcar con sus manos.

—Mariana, nos hace aparecer a mí y a Twiss como a bobos. Soy un bobo que la ama con la inmensidad de un océano, con la fuerza de una tempestad...

Ella se complació estremecida al sentirse a continuación rodeada por los brazos de él; aunque esgrimió un reparo que hizo acrecentar la intensidad sensual de aquel momento.

—Déjese de poesías... ¿No sabe que ahí afuera aguardan mis doncellas y Guillén?

—Que esperen imaginando...

Se besaron, cerraron aún más su abrazo, y se agitaron con tal intensidad que una de las pilas de libros se cayó por la mesa y el suelo.

Media hora más tarde, Twiss llegaba a la puerta de la casa. También a él le habían remitido a la misma desde la Audiencia. Al encontrar la calesa parada enfrente, y al saber por medio del cochero que su señora llevaba un buen rato dentro, no tuvo más remedio que sonreír. Decidió esperar también, de modo que echó un trago de la petaca del whisky y luego se la ofreció a Guillén.

Buscaba a Jovellanos para proseguir juntos la nueva línea de pesquisas que habían iniciado a raíz de la reunión del Alcázar. Durante esos días se habían dedicado a inspeccionar con grandes precauciones los edificios principales en los que se sospechaba pudiera encontrarse oculto el oro. No resultaba fácil hacerlo en los tres inmuebles que estaban ocupados sin levantar suspicacias. Con la excusa de una revisión arquitectónica por parte del Cabildo en previsión de futuros terremotos, se mandó a gente experta y de confianza del Alcázar para que escudriñase en sus estructuras. Respecto a los colegios abandonados, Jovellanos y Twiss se encargaron en persona de las revisiones con más desahogo. Pero tanto en un caso como en otro, como se temían, nada fructífero llegó a sacarse. Claro está, las construcciones pertenecían a tiempos en los que era frecuente realizar pasajes y estancias secretas.

También inspeccionaron la docena de casas particulares expropiadas a los jesuitas. Nada habían encontrado. Dos sufrían ruina severa, con apenas unas paredes en pie; las demás estaban ocupadas por familias que en absoluto podían tomarse por sospechosas.

En cuanto a los seis individuos que habían transportado el ataúd de Luis Lista a San Isidoro, de ninguno se pudo sacar mucho por el momento. A Antonio Barral le seguían de día y de noche los gemelos Rubio. Nada había fuera de lo habitual en un hombre de su condición. Cuando no estaba encerrado en El Coliseo, salía a pasear por la alameda de Hércules recorriendo cada una de sus seis fuentes, o iba de compras al núcleo comercial más caro de la ciudad, a las calles Francos y Mercaderes, o la Botillería.

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