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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (58 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Este episodio lo confirmaron los gemelos la mañana siguiente en la Audiencia, donde se habían habilitado los cuartos de la familia Fernández para que los vigías repusiesen allí fuerzas mientras eran relevados por unas horas, sin tener que alejarse hasta el Alcázar. Junto con ellos, Jovellanos y Twiss, en compañía de Mariana de Guzmán, sopesaron la situación a la luz de los últimos datos aportados por sus
agentes.
Los hombres estaban sentados a la mesa, cansados y ojerosos, mientras que ella daba los últimos toques a un potaje en la cocina.

—Y después de la procesión, Barral se entrevistó con otro sujeto en la Taberna del Cuervo, en la calle del Azafrán —contó uno de los Rubio.

—Eso no es todo, señor alcalde... —añadió su hermano—. A la hora del almuerzo fue al hospital de San Gregorio a hablar con un segundo tipo.

—¿Tenía cejas grises y peluca muy negra? —preguntó Twiss.

Los gemelos lo negaron simultáneamente como si fueran una sola persona. Twiss sonrió aliviado.

—No podía ser de otra forma —dijo—. A esa hora el doctor Horcajo
atendía
en su casa a una viuda muy enferma.

—Lo que significa que hay alguien más en el hospital implicado en este asunto —comentó Jovellanos—. Y todo ello, caballeros, viene a decirnos que se ha estado corriendo la voz con las últimas instrucciones de Thiulen. Todo parece indicar que es el estudiante Sabas Juaranz quien las ha recibido directamente de él, tal vez en el corral del Ladrillo, donde quizá el jesuita ha encontrado cobijo.

Jovellanos desvió la mirada hacia Mariana, que venía de la cocina con un gran puchero. Se había puesto el delantal de la señora Rosario sobre su vestido. Lo lucía con soltura, y, por el olor del potaje, parecía que no cocinaba nada mal.

—¡Ea, señores...! —exclamó ella al posar el puchero en la mesa—. A comer, que se están quedando ustedes como muertesequillas.

—Si lo que necesitamos es dormir... —replicó Jovellanos.

—Don Gaspar, no se duerme bien con el estómago vacío —sentenció Mariana.

Después de las primeras cucharadas, uno de los Rubio volvió a retomar el tema que los ocupaba.

—Señor alcalde, ¿por qué no rodeamos y tomamos el corral del Ladrillo con toda la tropa del Alcázar? Muerto el perro, se acabó la rabia.

—Ese sería un paso muy arriesgado. En realidad no tenemos la seguridad de que allí se encuentre Thiulen, y menos de que pudiésemos capturarle en aquel lugar precisamente. Es el cubil de Pedro Sarmiento y sus contrabandistas, con vigías por todas partes y con más salidas ocultas que una conejera de campo. Si fracasásemos en una tentativa tan evidente, cabe la posibilidad de que Thiulen abortase su plan por extrema prudencia. Eso no nos conviene, ya que ahora, en este momento, el que se lleve a cabo el rescate del oro es nuestra única oportunidad de caer sobre él. Y mucho me temo que Thiulen, frustrado el proyecto que ha erigido en su mente a partir del oro, continuase matando gente con más empeño todavía.

Los gemelos asintieron a la vez y continuaron masticando. Twiss, satisfecho, hizo un gesto a doña Mariana con dos dedos formando un círculo en señal de conformidad y felicitación. Ademán extraño y algo bárbaro que ella no llegó a comprender.

Después de la comida tempranera, el grupo se echó a dormir en las camas que antes había ocupado la familia de Fernández. Este mismo los despertó a eso de las cinco de la tarde, tal y como le había sido encomendado. Entonces ambas parejas partieron de nuevo a sus respectivos puestos de observación. Jovellanos y Twiss relevaron a los dos soldados que vigilaban la casa de Horcajo. Se apostaron en su callejón favorito. Poco después comenzó a decaer el sol por el horizonte.

Jueves Santo era un gran día de procesiones; la ciudad entera estaba en las calles, desde todas partes se oían los tambores y las trompetas de las cofradías, los latigazos y los lamentos de los penitentes, y, de vez en cuando, alguna que otra copla dedicada a algún paso. Ya era noche cerrada cuando Jovellanos dio un codazo a Twiss para llamar su atención. El médico salía de su casa. Acarició a su perrazo y cerró la puerta. Horcajo iba vestido de cofrade con la correspondiente túnica, aunque el capirote lo llevaba bajo un brazo; también portaba una larga vela apagada.

—No hay duda... Este es el día, Twiss. ¿Lleva bien cargadas las pistolas?

—¿Y usted ha cogido el espadín que le ofrecí?

Jovellanos hubo de asentir con cierto pesar.

Tal como se esperaban, Jacinto Horcajo se dirigió calle de las Sierpes arriba, luego por la del Amor de Dios, y se encaminó doblando a la izquierda por la de Santa Bárbara hacia la abarrotada plaza de San Lorenzo. Enseguida se hizo patente a los ojos de sus seguidores lo que mucho antes habían supuesto con temor. Cientos de penitentes encapuchados con sus capirotes, semejantes entre sí, acompañarían el paso de Jesús del Gran Poder, de forma que no podrían saber quiénes serían aquellos de la banda. Mezclados entre la multitud de fieles, Jovellanos y Twiss vieron como Horcajo penetraba en la iglesia de San Lorenzo por una puerta lateral. Solo les quedaba aguardar a que saliese la procesión del templo y seguirla atentamente con la esperanza de advertir algún movimiento raro entre las filas de cofrades. Twiss se fijó en el escudo que se alzaba sobre las columnas salomónicas de la fachada principal, en el que se leía: «IN MANU EIUS POTESTAS ET IMPERIUM» («En Su mano está el poder y el imperio»). Nada más cierto —pensó—, y por eso rogaba para que en aquella noche les fuese concedido un poco de clarividencia.

Casi al cabo de una hora se puso en marcha la procesión. Precedidos de estandartes llamados «sin pecados» y una gran cruz dorada, salió de la iglesia un largo cortejo de nazarenos portando sus velas encendidas, encapuchados con sus túnicas negras y descalzos.

Después lo hizo el paso de Jesús del Gran Poder, con su plataforma elevada por docenas de esforzados costaleros. Y por último una inacabable fila doble de más nazarenos, o de penitentes cargando cruces, o arrastrado cadenas con los pies, o flagelándose las espaldas desnudas con látigos de cáñamo acabados en abrojos de hierro. A pesar de que Jovellanos le había explicado más o menos cómo era una procesión sevillana, Twiss se sorprendió desagradablemente al ver aquel grado de encarnizado fervor. Tanto más cuando, al pasar algunos flagelantes por delante de sus damas, se azotaban con tanta pericia que conseguían que algunas gotas de su sangre, y aun pizcas de carne, fuesen a caer a sus vestidos para impresionarlas. Y lo conseguían, pues algunas caían desvanecidas.

Jovellanos tiró de Twiss para que se moviese, pues se había quedado como traspuesto. Optaron con sentido común por vigilar la parte posterior del cortejo, cada uno desde un lado de la calle. Entre ambos se harían señas con las manos para comunicarse cualquier novedad o impresión, al estilo del lenguaje indio que Twiss se había traído de Norteamérica.

Media hora más tarde, en la confluencia de la calle de la Vera Cruz con la de las Armas, la procesión realizó uno de sus descansos, momento que aprovechó Jovellanos para acercarse a la herrería donde estaban Artola y los suyos. Se los encontró entre la gente por aquí y por allá, atentos a lo que pasara frente al cercano hospital. Ordenó a Artola y a cuatro de sus hombres que, al igual que él y Twiss, siguiesen a la procesión mezclados con los fieles, dispuestos a cualquier eventualidad. Los otros cuatro que se quedaban en la herrería deberían seguir ojo avizor sobre San Gregorio. Sí, esa era una buena idea —se dijo Jovellanos—, ir movilizando gente conforme iban pasando por los edificios vigilados, de tal forma que paulatinamente se irían concentrando más fuerzas sobre los puntos restantes. Cabía la posibilidad de que el asalto se produjese en uno de los edificios pasados ya —admitió—, pero ese era un riesgo que debían correr.

Jovellanos tardó en localizar de nuevo a Twiss. Lo hizo en la confluencia de la calle de las Armas con el inicio de la calle de Jesús del Gran Poder. Las velas y farolillos iluminaban su alta figura al otro lado de la calle. Parecía estar hablando con alguien. Por sus ademanes bruscos daba la sensación de que de nada bueno. Alarmado, Jovellanos cruzó la calle y con ello atravesó las filas de cofrades. Se abrió paso entre las gentes con osadía y brusquedad, las cuales le recriminaron su irreverente acción.

Cuando alcanzó a Twiss reconoció a su interlocutor: era uno de los gemelos Rubio, que sudaba y respiraba cansado. Le explicaron sucintamente lo que sucedía.

Antonio Barral había salido de El Coliseo poco después de que los hermanos retomaran su vigilancia. Le habían seguido hasta fuera de la ciudad, más allá del arrabal de la Macarena, a unos corrales donde se vendía ganado caballar. Ellos dos, que eran hijos de labrador, se sorprendieron de que el actor comprase cuatro hermosas mulas sin regatear siquiera, amén de sus correspondientes juegos de alforjas. Luego, Barral regresó con las bestias a Sevilla. Callejeó hasta penetrar en unos establos que había en la plaza del Cronista. Para sorpresa de los Rubio, que desconocían sus habilidades para el cambio de vestuario, el actor salió de los establos vestido con la túnica de cofrade, aunque sin las mulas, por supuesto. Ya que sabían el significado de aquella túnica de la Hermandad de Jesús del Gran Poder, supusieron sin la menor vacilación que quien se cubría con su capirote debía ser el actor.

—¿Y qué hicieron ustedes? —preguntó Jovellanos comido por una gran tensión.

—¿Qué podíamos hacer, señor alcalde? Continuar siguiendo a ese tipo.

—¿No advirtieron que la plaza del Cronista está a cuatro pasos de San Luis de los Franceses?

Unos fieles les mandaron bajar la voz, Jesús del Gran Poder pasaba por enfrente de ellos. Jovellanos, nervioso, retiró a Rubio y a Twiss hasta un callejón cercano y desolado.

—Pues claro, señor alcalde —replicó el gemelo con no menor coraje—. Mi hermano y yo seguimos a Barral juntos hasta la alameda de Hércules. Pero entonces optamos porque yo continuaría solo tras de él mientras que mi hermano se acercaba a la carrera a la cercana plaza de San Martín para poner en alerta a Sagrario y sus hombres. Después perdí a Barral en cuanto se internó en la iglesia de San Lorenzo. Y, al igual que ustedes, decidí seguir la procesión con la esperanza de encontrármelos por las calles. En este momento mi hermano debe de estar ya en San Luis con todos los demás.

Unos rápidos pensamientos pasaron por la cabeza de Jovellanos. Los Rubio habían obrado bien, habían seguido a Barral y a la vez habían puesto en guardia a la reserva de hombres de Esteban del Sagrario. Era evidente que las mulas estaban preparadas para llevar la preciosa carga de Thiulen, ¿y qué mejor sitio para dejarlas dispuestas que enfrente mismo del objetivo? Era otra de las astucias del jesuita. Aunque la mayor de todas residía en la comedia de las túnicas de cofrade, en haberles hecho concentrar su atención en la procesión, a muchas manzanas de distancia de donde se iba a realizar el asalto. Por fortuna, todavía podían estar a tiempo de reaccionar.

—¿No creen que si Barral hubiese querido podría haber despistado a cualquiera por medio de su habilidad para el disfraz? Pero no, le interesaba que le siguieran. ¿Y no les parece que en San Luis de los Franceses debe de haber un poco de jaleo? —comentó Twiss al tiempo que se calaba mejor su tricornio a la chamberí.

—Entonces, ¿qué hacemos hablando aquí? —preguntó Jovellanos aprestando sus vestiduras.

Sugerido y hecho. Los tres hombres emprendieron una alocada y veloz carrera rumbo al noreste de la ciudad.

A pesar de ser Jueves Santo, resultaba imposible para la autoridad cerrar las bodegas y figones de El Arenal. Hubiese sido un buen gesto por parte de Bruna de cara a las piadosas hermandades, aunque sin la certeza de que se lo reconociesen, pero también podía originar tumultos entre el hampa y los marineros que llenaban tales establecimientos. Por eso aquella noche la taberna de la Posada de la Reina permanecía abierta. En un momento dado, Fermín vio levantarse de su mesa a Sabas Juaranz para dirigirse hacia la salida. Fermín volvió la espalda al estudiante cuando pasó a su lado, y luego, cuando hubo desaparecido el manteísta, tiró su escoba a un rincón y salió tras él.

Después de mucho caminar siguiendo a Sabas, Fermín se dio cuenta con desagrado de que el manteísta iba derecho al corral del Ladrillo, al territorio prohibido para él. Y lo perdió de vista cuando más tarde entró en la Fonda de San Basilio. Fermín sabía que aquella era una noche importante, en la que tal vez se podría prender a la figura malvada y negra que le había aterrado en las ruinas de San Ildefonso. Hizo de tripas corazón y se encaminó también hacia la fonda. Estaba dispuesto a todo con tal de no perder de nuevo a ese escurridizo de Sabas.

Por las esquinas había vigías de anchas patillas y montera, de largas capas que ocultaban sospechosos bultos. Eran hombres del temible Pedro Sarmiento, a quien muy pocos habían visto, pero de quien Fermín desde pequeño había soñado con ser su hijo. Le dejaron pasar sin apenas fijarse en su menuda presencia. Ya dentro de la fonda, le envolvió una espesa nube de humo de tabaco y de alguna lumbre sin chimenea. Fermín aún recordaba el local tal y como lo había conocido, sabía en qué lugares había luz de candiles y en cuales no, dónde se jugaba a las cartas y dónde se cantaba, dónde se servía vino y dónde nadie podía acercarse. Buscó a Sabas creyéndose amparado por la pringosa niebla que lo velaba todo.

No lo pudo encontrar. En cambio, sí descubrió a su enemigo Carahigo. El pillastre dormía en un rincón, al lado de donde varios sujetos de piel atezada jugaban a la baraja y bebían en compañía de varias mozas de vestidos rojos y azules. Había que alejarse de allí. Sin embargo, al darse la vuelta se tropezó con un tipo de espesa barba y un trabuco bajo un cinto más ancho que un brazo.

—¿Tú quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Qué buscas? —preguntó de seguido el del trabuco.

En ese momento Fermín recordó las palabras de Jovellanos de no entrar nunca allí de donde no se supiese salir. Pero él era listo y se conocía a aquella gente, noble en el fondo.

—Soy Fermín —respondió—. ¿No se acuerda de mí? Hace un año yo vivía aquí.

—No. Yo soy de Ronda y acabo de llegar.

Esta respuesta dejó aturdido al muchacho. El del trabuco le cogió de la camisa y le elevó un palmo del suelo con aviesas intenciones. En eso que otro sujeto que recogía su coleta con una redecilla y que había estado apoyado en una columna intervino.

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