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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (13 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—Señor Alcalde del Crimen, ¿por qué no ha aceptado que un coche del arzobispado pasase a recogerle?

—Su Eminencia me perdonará. Pero he juzgado que por mi cargo civil no debía hacer usufructo de los bienes de la Iglesia.

—Mal hecho. La Iglesia no posee nada suyo, es todo de sus fieles.

—No piensan lo mismo algunos... Además, dados los tiempos que corren, es mejor delimitar bien los campos de la Iglesia y de la Corona.

—¡Ah...! Ya he oído antes tales argumentos: el Estado y la Iglesia deben mantenerse separados. Será partidario, pues, de las doctrinas condenadas de ese francés llamado Montesquieu...

—Le diré que en este momento soy partidario de que los poderes del Estado y de la Iglesia combatan el crimen con lealtad.

Solís asintió despacio y volvió su mirada cansada hacia la joven de su derecha.

—A eso se le llama pedir colaboración, ¿no, Mariana?

—Sí, Eminencia. El señor Jovellanos no es tan extremado como algunos piensan... —contestó ella con un gesto cortés.

Jovellanos y Twiss volvieron a cruzar las miradas. Se daban cuenta de que ese astuto anciano les iba llevando a donde quería con toda sutileza. Pero lo más desconcertante residía en que Mariana de Guzmán parecía estar en inteligencia con él. Los otros invitados callaban y comían sin preocuparse aparentemente lo más mínimo por el cruce de palabras. Volvió a hablar el cardenal Solís.

—Pues anteayer alguien me vino con quejas. Se lamentaba de que en su labor no encontraba la suficiente colaboración por parte de las autoridades civiles.

—¿Se refiere al padre Gregorio Ruiz, Eminencia?

El nombre de Ruiz en boca de Jovellanos provocó que los comensales silenciosos dejasen de masticar y dirigiesen sus miradas hacia quien lo había pronunciado. Eran semblantes de temor con labios temblorosos, de alguno de los cuales colgaba un trozo de capón.

—Noto cierta animadversión hacia ese servidor del Santo Oficio. ¿Usted qué opina, señor Twiss?

Twiss apuró su vaso para despejar su garganta. Al punto uno de los pajes de alrededor volvió a llenarlo de vino. Dirigió una expresión firme hacia el cardenal.

—Creo que sus métodos de trabajo son demasiado eficaces, puesto que siempre consigue un culpable, vaya o no vaya por una buena pista. A veces, Eminencia, más vale que el criminal ande libre por un poco más de tiempo antes de que a un inocente se le ocasione un daño irreparable.

—¿Es inocente Federico Quesada...? —preguntó Mariana a Twiss, cuando con propiedad hubiera debido preguntar a Jovellanos. Parecía querer apartarlo de su atención sin darse cuenta. El inglés dejó que su compañero contestase.

Midiendo mucho sus palabras, para evitar los detalles demasiado escabrosos, tanto más por cuanto que estaban comiendo y había una dama delante, Jovellanos expuso someramente en qué punto se encontraba la investigación sobre el asesinato del padre Mateo Berrocal. Aunque Quesada era el único sospechoso, en su opinión no aparecía con claridad como el posible asesino. Había hechos y cosas que alimentaban la esperanza de que para ese buen hombre no se le cerrasen detrás las fatales puertas del proceso y la condena.

—Esperanza, fe y caridad..., las tres virtudes teologales de que tanto adolecen los hombres —dijo Solís juntando las yemas de los dedos—. La falta de esperanza produce impaciencia y crueldad, que son siempre malas consejeras. ¿Y qué es lo que da origen a la desesperanza? No es otra cosa que la ignorancia. Ignorancia de las palabras que Dios nos dice al oído, pero también de lo que no nos dicen los hombres. El silencio de los demás no puede ser nunca bueno. Señor alcalde, este arzobispado se complacería mucho si le mantuviese al tanto de sus gestiones. Así, de ese modo, podríamos conjurar la impaciencia y la crueldad que inevitablemente se exigirá a la Suprema.

Francisco de Solís, pese a sus excesos y derroches, era un hombre moderado y sensato. No podría decirse que fuese un gran amigo del asistente Pablo de Olavide, pero sentía una simpatía natural por él. En el fondo ambos personajes eran semejantes: excesivos y derrochadores, pero generosos. Posiblemente no compartiese todas las obras e ideas de Olavide, pero sabía que emanaban de un hombre honesto, y que hacían más bien que mal. Sabía que Sevilla estaba en un atolladero, y que no saldría de él por medios brutales, sino aplicando la inteligencia. Con sus palabras estaba sugiriendo a Jovellanos que se encargaría dentro de lo posible de frenar a Gregorio Ruiz, siempre que él supiese de continuo por dónde iba la investigación para apoyarse en argumentos. Jovellanos comprendió, sonrió y asintió.

—Cuente con ello, Eminencia...

—Pero no será menester que lo haga el propio Alcalde del Crimen de Sevilla... —repuso Solís—. Como usted comentaba antes, hay que dejar al Estado y a la Iglesia en sus respectivos sitios. Para eso creo que Mariana será la persona más adecuada a fin de que nos mantenga al corriente día a día. Será un eficaz y delicado correo.

—¿Qué...? ¿No querrá Su Eminencia que...? —Jovellanos miró con desconcierto al cardenal y a la damisela; también, como último auxilio, a su compañero.

—¿Por qué no? —le dijo Twiss con regocijo.

—¿Es que tiene algo contra mí, señor? —preguntó Mariana desde el otro extremo de la mesa con verdadero enfado.

—No me parece conveniente que una mujer se meta en un asunto tan oscuro...

—¿De verdad es oscuro, o tal vez teme que una mujer lo vea más claro? —Jovellanos no sabía qué replicar, observado como estaba por todos, incluso por los comensales silentes—. Le recuerdo que no hace ni dos horas que le hice partícipe de determinada inquietud de Su Eminencia. Y que, sin ningún reparo de su parte, me permití sugerirle cómo podría actuar.

El caso al que Mariana aludía aparecía bastante borroso. Se trataba de la desaparición hacía ya más de dos semanas del teniente de cura de la parroquia de Santa Catalina, llamado Andrés Palomino. Nadie conocía su paradero. Se ignoraba también si había emprendido un viaje; pues aunque lo hubiese hecho, no había avisado ni a sus superiores ni a sus compañeros, e incluso sus cosas personales permanecían en su cuarto. La noticia, naturalmente, había llegado a conocimiento del cardenal, que se mostró muy preocupado; no solo por la desaparición de un clérigo de su archidiócesis, sino porque además el cura Andrés era hijo de un amigo suyo de toda la vida.

—¿Por qué no me avisó antes, Eminencia? —preguntó Jovellanos tratando de resarcirse de la evidente encerrona entre el prelado y la joven.

Francisco de Solís juntó las manos, se las llevó al pecho, agachó la cabeza y contestó con voz quebrada:

—La perversa desconfianza, hijo mío...

Durante las jornadas siguientes Jovellanos descuidó el caso del padre Mateo y se puso a investigar la desaparición de Andrés Palomino.

Siguiendo las sugerencias que le había hecho Mariana el día de la comida en el arzobispado, hizo que se preguntase por él en todas las tabernas y mesones, en las reboticas, en el puerto y en las estaciones de coches de colleras. Al cabo de tres días comenzaron a regresar las patrullas de alguaciles y soldados enviadas a buscar al desaparecido en diez leguas a la redonda. En ninguna venta de los caminos, ni en los pueblos ni en los cortijos, habían visto pasar a quien describían. El propio Juan Gutiérrez al mando de sus hombres había llegado hasta Cazalla de la Sierra para nada. Como a Palomino le gustaba salir de pesca por el río, también se inquirió sobre él en Triana y en el puerto de las Muelas. Finalmente, se dragaron las orillas del Guadalquivir hasta La Algaba, por el norte, y hasta las marismas, por el sur.

Todo resultaba infructuoso. Y, a decir de Mariana de Guzmán, el cardenal recibía esas malas nuevas con honda preocupación. Sin embargo, una mañana, mientras Gaspar de Jovellanos despachaba con su secretario Fernández, este le dijo que durante la noche, pensando sobre el caso en la cama, había recordado que el cura Andrés Palomino había declarado a favor de don Mateo Berrocal en el pleito interpuesto por Marta Quesada.

—Eran muy buenos amigos, señor alcalde —recalcó Fernández.

Jovellanos se levantó de su sillón como si este quemase de repente. Se llevó las manos a su larga cabellera rizada y se la estiró hacia atrás con lentitud.

—Fernández... —resopló—, se nos viene el cielo encima...

Capítulo 6

La poca luz que Juana necesitaba para ver mejor, la misma que penetraba por la persiana ligeramente subida por ella momentos antes, fue suficiente para despertar a quien compartía su cama. Twiss no podía dormir ni siquiera con la más leve claridad en la estancia donde se encontrase. Si había dormido hasta esa hora de la mañana, a pesar de las finas líneas de sol que se colaban por los intersticios de la persiana, había sido por causa del vino bebido y del fragor amoroso con Juana de Iradier la noche anterior. Mientras se despejaba de la somnolencia y del alcohol, dejó que su vista se fuese acostumbrando a la vigilia. Vio que estaba acostado en una gran cama con dosel, que a un lado, sobre una mesita, estaba el muñón de una vela consumida en su candelero, su peluca, un abanico, un espejo y afeites de mujer. Observó las paredes encaladas y los pequeños cuadros colgados de ellas, de temas mitológicos subidos de tono. En ese momento recordó quién era el dueño de la casa, un libertino rico que había llevado su ostentación hasta el punto de instalar una cama con dosel en una alcoba tan inapropiada como aquella. Twiss giró la cabeza y vislumbró al otro extremo del cuarto, tras los visillos que colgaban sobre la cama, un sillón tapizado de flores sobre el que descansaban mal colocadas las ropas de Juana y las suyas.

Allí mismo, en paños menores, la Malagueña parecía estar hurgando en los bolsillos interiores de su casaca y de su chupa.

—¿Qué busca, doña Juana? —preguntó Twiss con un tono severo.

La actriz gritó, dio un salto y se volvió de manera aturdida.

—¡Virgen Santísima, señor Ricardo...! ¡Qué susto me ha dado! —Como Twiss no replicaba nada, sino que continuaba mirándola con la mayor dureza de sus ojos azules, ella se aproximó con afectación y ejecutando gestos desmesurados, como si interpretase sobre un escenario—. ¡Ea! ¿Qué le voy a hacer? Las mujeres somos curiosas. Así nos hizo el Señor. Quería saber más de usted, porque usted es más reservado que un cerrojo, y no se abre ni en la cama.

—¿Qué lleva ahí? —preguntó Twiss, señalando con un movimiento de cejas un pequeño díptico que Juana trataba de ocultar tras de sí. Bien sabía él lo que contenía: dos miniaturas de retratos femeninos.

—¡Oh! ¡Qué tonta...! —Miró el díptico como si no se diese cuenta de que lo llevaba; acto seguido lo mostró, abierto—. ¿Quiénes son estas dos damas tan distinguidas? Qué callado se lo tenía, granuja...

Twiss incorporó el torso esgrimiendo una sonrisa. No dejaba de sorprenderse de la insolencia de esa mujer. Juana se sentó a un lado de la cama, esperando una respuesta con parpadeos exagerados, con el cabello negro y enmarañado cayendo hasta sus pechos. Pero qué diablillo más atrayente, pensó él.

—Son mi madre y mi hermana. ¿Es que no se parecen a mí? ¿Qué se imaginaba, Juana?

La Malagueña no trató de disimular un suspiro de alivio, y luego le besó repetidas veces por toda la cara.

—¡Ay, inglés ocultador...! Todos los ingleses se parecen, y más si están casados entre sí...

—Le aseguro que esas dos damas son parientes mías.

—Lo mismo dice ese italiano de Casanova. Por lo visto, las mujeres de media Europa están emparentadas con él. Y llevaría razón, si no fuese porque no ha pasado por la vicaría con ninguna...

Twiss rió brevemente, pero no por las cosquillas que Juana trataba de infligirle.

—¿Y usted qué? Vázquez, Silva, yo..., ¿y cuántos más?

—Yo soy decente, caballero. Lo hago por necesidad, no por amor.

Pero qué demonio era esa mujer, volvió a pensar Twiss.

No hacía ni una semana que la había visto en plena calle totalmente desfigurada de pavor; toda opuesta a la criatura alegre y casquivana que había conocido, y eso le había alarmado. En cuanto pudo, al día siguiente, Twiss se acercó a la Posada de Baviera, pero le dijeron que la Malagueña ya no se hospedaba allí. Entonces dedujo que, ya que era actriz, quizá la encontraría en el teatro El Coliseo. Y no se equivocó.

En el teatro El Coliseo todavía seguía ensayándose el
Tartufo
de Moliere, pospuesto su estreno por Francisco de Bruna debido al asesinato del padre Mateo. En su opinión, y estaba seguro de que Olavide le respaldaría, había que esperar a que determinados ánimos se aplacasen en Sevilla. A los actores les daba más o menos igual, puesto que el asistente, su protector, seguía pasándoles la bolsa mientras tanto. Cuando Twiss se presentó en el teatro solo encontró a mozos, criados y algún que otro buscón que malvivía de adular a los actores. Había cuatro de estos en el escenario, que parecían seguir las indicaciones de uno de ellos, un tal Antonio Barral, un gran actor amigo de Olavide del que había oído hablar muy bien.

Durante un par de minutos, de pie en la cazuela semicircular, Twiss estuvo observando la escena. Era aquella en la que el ingenuo Orgon se esconde bajo la mesa mientras su esposa Elmira seduce al hipócrita Tartufo —Barral—. Cuando Elmira, que no era otra que Juana, estaba a punto de caer en los brazos del malvado y feo Tartufo, se dio cuenta de que la contemplaba Twiss. Entonces echó para atrás de un empujón a Barral, que se quedó con las ganas de besarla, bajó corriendo del escenario y, ante la estupefacción de todos los presentes, se arrojó llorando a colgarse de los hombros del único espectador de la calle.

Ya a solas en un cuartucho del mismo teatro, lleno de vestimentas, disfraces y otros objetos del atrezo, Juana explicó entre lágrimas su situación a Twiss.

Era muy desgraciada por culpa de su esposo Silva, ese malandrín siempre embozado. Silva le pegaba por capricho o cuando estaba borracho, y por no darle más dinero del que ella podía conseguir. Por fortuna, se había ido de Sevilla perseguido por sus acreedores del juego —sonrió amargamente Juana—; pero por desgracia —afirmó entre sollozos—, se había vuelto a Málaga, a apoderarse de su pequeña hija de tres años al cuidado de su abuela. Únicamente le cabía el consuelo de su ama doña Irene, y de don Gregorio Vázquez, al que había conocido en la tertulia del Alcázar. Gregorio Vázquez era un rico comerciante de sal, de las salinas de San Fernando, que, a cambio de un poco de cariño, le había cedido su casa en la ciudad. Vázquez en realidad vivía en Cádiz, aunque mantenía casa en Sevilla, pero ahora se encontraba de viaje en la Corte por negocios. Ahora que le faltaba su protector Olavide, ella, una desventurada mujer, tenía que vivir de la caridad de ese buen hombre tan resalado —gimió Juana—. Así era su triste vida.

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