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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (12 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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Después de un buen rato de la llegada de Twiss, el muchacho Fermín, previa llamada, entraba en el gabinete de su señor. Jovellanos y Twiss desayunaban sobre el escritorio, rodeados de docenas de libros, algunos abiertos para su estudio de la lengua inglesa. Les informó que ya había avisado al médico Domingo Morico de los peligros que corría con el mercurio; cosa, por otra parte, que él ya conocía por propia experiencia. Dijo también que el médico se había pasado la tarde y casi toda la noche por los tejados y azoteas del hospital, tratando de cazar gatos con una cuerda a modo de horca. Cosa que provocó algunos comentarios jocosos por parte de los comensales acerca de los experimentos y las víctimas del hombrecillo.

Para concluir su informe, Fermín habló sobre lo que ocurría en las calles. Era domingo, pero aun así había más gente de lo habitual por ellas, sobre todo en torno a la catedral. Las gradas que rodeaban al gigantesco templo por tres lados estaban atestadas de curiosos. Todo el mundo quería ver el entierro del padre Mateo Berrocal. Era la primera vez en Sevilla que se enterraba a alguien sin su cabeza. El muchacho, con su viva imaginación andaluza, aseguró a unos atentos Jovellanos y Twiss que notaba que había duendes invisibles por el aire, que vuelven loca a la gente con hechos extraordinarios.

—Amo, todo esto tiene mal fario... —aseguró el muchacho con cara de honda aprensión—. No se puede dejar una cabeza por ahí suelta...

—Te tengo dicho que no hagas caso de las supersticiones de la gente vulgar —le medio recriminó su amo—. Has de acostumbrarte a usar tu mente con lógica y racionalidad. Si no lo haces así, toda tu vida serás esclavo de tus instintos y siervo de otros hombres. ¿Has entendido?

—Sí, señor alcalde... —contestó Fermín sin mucha convicción.

El muchacho ya salía por la puerta cuando Jovellanos volvió a hablarle.

—Fermín... —El aludido se paró y giró la cabeza—. Ayer tarde no te pude encontrar para que llevases el recado al médico Morico. Te ha tenido que dar el recado esta mañana doña Amelia. ¿Se puede saber dónde te habías metido?

—Por ahí...

—Sabes que no debes ir a determinados lugares. Es por tu bien...

El muchacho asintió sombríamente y se fue sin decir nada más. Jovellanos explicó a Twiss que Fermín era huérfano, o al menos un pilluelo de la calle sin padres conocidos. Hacía siete u ocho meses que había pasado por su tribunal a causa de pequeños hurtos en los mercados, con apenas diez años. Antes de castigarle había preferido tomarle a su servicio y acogerle en su casa, a pesar de lo que dijeran los maledicientes. Estaba aprendiendo a leer y los primeros números; con gran provecho, pues era muy espabilado. Sin embargo, todavía no había olvidado todas sus viejas costumbres, y a veces desaparecía para ir a encontrarse con las pandillas que antes frecuentaba.

—Yo hago lo que puedo, Twiss... —se lamentó Jovellanos—. Tal vez ahora ya estaría en una inmunda nave de la cárcel aprendiendo a matar, si no atravesado por una cuchillada en una calleja cualquiera.

—Me gustaría conocer esa cárcel por dentro... —musitó Twiss pensativo.

—Allí no hay nada de provecho que ver.

La calesa llegó del Alcázar a media mañana. Los recogió y tomó el camino de regreso hacia la parte monumental de la ciudad. Comprobaron que, en efecto, las estrechas calles estaban atestadas de viandantes, de modo que se hacía difícil avanzar con el carruaje. Por doquier se tropezaban con largas filas de monjas con sus blancos griñones al aire, con bandas de chiquillos correteando, con vendedores ambulantes, con aguadores, con grupos de mozos vestidos como mejor podían. Pero advirtieron también, conforme se iban acercando a la catedral en dirección a la calle de Placentines, que el flujo de mucha gente ya provenía de ella. Parecía que el entierro multitudinario del padre Mateo hubiese concluido. La gente que salía del patio de los Naranjos por sus puertas del Perdón y de Oriente así lo confirmaba.

En el cruce de la calle Mármoles con la calle Abades, prácticamente a la sombra de los tejados del palacio arzobispal, el gentío se hizo más denso, y para colmo algunas carrozas señoriales pugnaban por abrirse paso en sentido contrario, de modo que la marcha de la calesa parecía el andar de un hombre tullido. En esto que Twiss, abstraído en sus pensamientos y mirando al exterior, se vio atraído por una figura femenina que creía reconocer. Iba acompañada de otra mujer más alta; ambas vestidas por sendos guardapiés, peinetas y toquillas, todo de negro. Al aproximarse la calesa a ellas, Twiss pudo ver, a través del fino encaje que cubría la parte superior del rostro de la mujer más baja, los ojos verdes de Juana de Iradier. Pero ya no eran los ojos que le habían hechizado en Toledo, o que le habían hecho reír en la Posada de Baviera, vivarachos, picaros e insolentes, sino que de ellos se desprendía una mirada mortecina y triste.

Juana cruzó su dolor con el rostro de un sorprendido Twiss, que pasaba despacio frente a ella, e intentó acercarse al carruaje. Pero sus pasos fueron inmediatamente contenidos por los fuertes brazos de su dueña. Mientras que doña Irene sujetaba a Juana contra el pequeño rincón que formaban una pared y la reja de una ventana, ajenas ambas al flujo de la gente, la calesa poco a poco se alejaba de ellas. Twiss se revolvió bruscamente y se asomó por el ventanuco trasero del coche. Lo último que vio fueron unos ojos verdes llenos de indefensión, a punto de derramar lágrimas en lo que se antojaba una súplica de ayuda.

—¿Pasa algo? —preguntó Jovellanos.

Twiss volvió su cabeza hacia el interior, sin su habitual expresión flemática.

—No sé si pasa... —comentó misterioso.

El palacio arzobispal estaba situado al este de la catedral, separado de ella por la calle de Placentines. Jovellanos había preferido acudir a la comida con la suficiente antelación para que Twiss tuviera tiempo de admirar sus tesoros artísticos, en especial su biblioteca, llena de preciosos manuscritos medievales. Se apearon de la calesa frente a su puerta principal, que se abría al oeste, a pocos pasos de la torre de la Giralda. Los custodios de la puerta reconocieron al Alcalde del Crimen y les facilitaron la entrada. Una vez recorridas varias salas, adonde confluían pequeñas capillas y las oficinas de la curia, debían atravesar un estrecho patio, de donde partía una escalera que daba subida a la biblioteca. Pero, al ir a salir al patio, Jovellanos se detuvo de repente como retenido por manos de aire. Twiss siguió la dirección de su mirada dubitativa.

Al otro extremo del patio, sobre un banco de mármol pegado a la escalera, había una masa roja con una pizca de amarillo. Twiss se fijó mejor, hasta que de entre el sol invernal que calentaba el banco distinguió a un hombre mayor sentado, vestido con amplia saya roja, tocado de un bonete del mismo color. Sin duda era el cardenal Francisco de Solís. A su lado, charlando con él, había una mujer de falda de color rojo también, abrigada con un casaquín amarillo ajustado a su cintura, con mangas y bordes de piel. Estaba tocada por un pequeño sombrero adornado con plumas; su peinado era natural, al estilo heleno tan de moda, de un cabello rubio crespo y leonado. Twiss se la imaginó por un instante con la peluca empolvada, y de inmediato reconoció en ella a Mariana de Guzmán, la bella damisela que había debatido con Jovellanos en la tertulia.

Jovellanos por fin se decidió a continuar, y con él Twiss. El cardenal y Mariana les vieron acercarse. Un arrebol pareció que pasaba por la tez pálida de la mujer, como si el sol hubiese arrojado sobre ella un destello de matiz rosa. Al darle la luz de frente en los ojos, su azul se apreciaba todavía más claro, como el de un cielo lejano por donde asomasen nubes difusas. Mariana se levantó y ayudó a Solís a incorporarse. Los caballeros recién llegados saludaron cortésmente. Jovellanos besó el anillo del cardenal, y a continuación se inclinó ante la dama. Twiss hizo sendas reverencias a ambos. A continuación Jovellanos realizó las preceptivas presentaciones. No tardó en explicar que parecía que se habían encontrado de casualidad, pues pasaban por allí y a aquella hora a fin de que el caballero Twiss conociese la biblioteca. También parecía que los otros estaban de casualidad en aquel patio, ya que la joven tenía entre sus manos un pequeño libro muy viejo, aunque finamente encuadernado; sin duda que prestado con anterioridad.

—Me congratulo de verle en esta casa, señor Twiss, y me place que se interese por las joyas espirituales que contiene —dijo Solís con una voz muy bien modulada— No podía dejar que un viajero tan intrépido como usted, entretenido en otros asuntos más mundanos, y por ello de carácter desagradable, pasase por Sevilla sin conocer el arzobispado y la hospitalidad de su administrador terrenal.

—Le doy las gracias por su atención... —le contestó Twiss, atento a la sutileza de sus palabras.

También Jovellanos comprendió que Solís ya estaba al corriente de la colaboración que le prestaba el inglés, como no podía ser de otra forma, y trató de explicarse.

—Eminencia, cualquier ayuda me viene bien. Y la del señor Twiss es excelente.

—Señor alcalde... —dijo el viejo cardenal fijándose en la herida de su frente—. Por Dios bendito, ¿qué le ha pasado?

Jovellanos se azaró por un momento; no le gustaba ser el centro de la atención por cosas que él considerase fútiles. Por una fracción de segundo vislumbró como una mueca de pesar cruzaba por el rostro de Mariana, pero fue de reojo, sin capacidad para asir mejor la naturaleza de ese sentimiento.

—Nada de importancia, Eminencia. Es el producto de un pequeño incidente callejero.

—¡Ah..., las calles, las calles...! Cuántos problemas... —comentó Solís llevándose las manos entrelazadas al mentón—. Pero ya hablaremos sobre todo ello en el almuerzo. ¡Ea! Me temo que no sea una comida tan festiva como quisiera nuestro invitado inglés, y como nos gustaría a todos nosotros, por supuesto. Vivimos días aciagos. Nunca hasta hoy había celebrado un funeral tan concurrido como el del padre Mateo.

Mariana de Guzmán se dirigió directamente a Jovellanos, sin mirar a nadie más, con los ojos bien altos a pesar de hallarse ante la máxima autoridad eclesiástica de la ciudad, de España toda tras el Primado de Toledo. Era hija de su tiempo, cuando el recato, valor cardinal que se creía propio de la mujer honesta, se había eclipsado para dar paso al despejo, la audacia y la desenvoltura para hablar sin trabas a los hombres, sin agachar el rostro por muy duro que fuese el semblante que se encontrase.

—Señor Jovellanos, además de la trágica muerte del padre Mateo, hay otro asunto delicado referente a la Iglesia que también preocupa a Su Eminencia. Espera que, asimismo, despierte su máximo interés...

Twiss se dio cuenta de que con ese tono, innecesariamente provocativo, ella trataba de velar un sentir quizá opuesto, y que se advertiría con un trato normal, pero que no se podía permitir dejar traslucir.

—¿Eminencia...? —preguntó Jovellanos esperando una explicación—. Por lo que esté en mis manos...

En ese momento un clérigo hizo su aparición por una de las puertas y, comprobado que su presencia no pasaba desapercibida, se quedó aguardando bajo su umbral. Solís asintió con la cabeza.

—¡Ah, hijo mío...! —exclamó ofreciendo su anillo de nuevo a Jovellanos, el cual besó, y después a Mariana—. Ahora tengo que ir a rezar el Ángelus, pero estoy seguro de que mientras tanto la dulce Mariana se lo explicará mejor que yo. Preocupaciones por todas partes... También me inquieta, señor Twiss, la suerte que puedan correr los católicos de esa colonia llamada Maryland. Llegan tristes noticias de aquellas tierras. ¿Cree que se les perseguirá?

Twiss se despidió con una inclinación, momento que aprovechó para contestar.

—Intuyo que el destino de los católicos de Maryland no dependerá de su religión, sino de su lealtad a la Corona inglesa...

El cardenal se alejó despacio y salió del patio seguido del capellán. Minutos después llegaron allí los tañidos de la campana de la Giralda encargada de tocar el Ángelus.

Mariana explicó a los dos caballeros el otro asunto que tenía preocupado el ánimo de Su Eminencia. Lo hizo por medio de un parlamento muy rebuscado y oblicuo, intentando no ofrecer ningún flanco demasiado cordial. Esta señorita, porque era soltera, cuando las muchachas de su edad ya criaban algún hijo, pertenecía a una de las familias nobles de más abolengo del reino. Era hija del marqués de San Bartolomé del Monte —antiguo maestro en jurisprudencia de Jovellanos—, que sonaría a un título más de no ser por el apellido que lo sustentaba. Su casa formaba parte de la gran familia de los Guzmanes, a los que, junto con los Alba y acaso los Medinaceli, ni el rey les podía hacer sombra.

A eso de la una y media, los invitados se sentaron a la mesa del cardenal. No había menos de doce personas para comer, cosa que a nadie sorprendía, conociendo al anfitrión. Aparte de Su Eminencia y Mariana, sentados a un extremo, y de Jovellanos y Twiss, acomodados en el otro, se encontraban también el canónigo magistral de la catedral, varios capellanes, algunos hidalgos y un niño, sin duda de familia principal, pupilo del propio Solís. Les servían una legión de camareros y pajes, que iban y venían sin cesar por la espléndida sala.

Jovellanos sospechaba que el cardenal les había invitado ante todo para tratar del asunto escabroso que estaba en la mente de todos, y que así lo haría delante de toda aquella gente. Pensó que esos otros invitados serían de su absoluta confianza para su anfitrión, pero que ellos deberían andarse con tiento. El Santo Oficio contaba con muchos
familiares
—colaboradores y delatores— de oídos ávidos que podrían hacerse con información, y, de resultas, las pesquisas se podrían ver entorpecidas. Una mirada cruzada con Twiss le dijo que su maestro de inglés también pensaba lo mismo.

Al principio la conversación se desarrolló por temas insustanciales. El cardenal se lamentó ante Twiss de no haber podido conseguir patatas para servir en la comida, ese extraño alimento subterráneo que había salvado a Prusia del hambre en la guerra de los Siete Años, y que, según él creía, era también muy apetecido por los ingleses. Twiss quitó toda la importancia a ese asunto, aclarando que los verdaderamente adictos a la patata eran los irlandeses, fervientes católicos. El viejo prelado se congratuló de que un alimento tal no mermase la fuerza de la verdadera fe.

Después Solís se detuvo especialmente en temas referentes a las Indias, suponiendo que Twiss, que no ha mucho había estado en ellas, colmaría toda su curiosidad. No en vano su difunto hermano José había sido virrey de Nueva Granada, y se interesaba con deleite por todo lo que aconteciera en aquellas apartadas tierras. Por desgracia —aclaró Twiss—, no había anclado en las costas meridionales del Caribe. Una vez satisfecho de las explicaciones del inglés, Solís se centró en Jovellanos.

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