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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (20 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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—Dakota y yo decoramos el árbol todos los años cuando estamos en Pensilvania —terció Bess, que iba unos pasos por detrás pero no tanto como para no oírlas—, ¿Verdad, Dakota? Es muy especial.

—Sí, abuela —contestó Dakota, que se sintió extrañamente atrapada entre las dos mujeres aunque ninguna de ellas estuviera haciendo nada concreto. Parecía que todo el mundo requiriera su atención o quisiera contarle una historia. La anciana le había dicho que, aunque los chicos tuvieran que irse a la cama, eso no quería decir que no pudieran tener una pequeña charla, acurrucarse las dos en la cama y compartir historias sobre las fiestas durante la guerra. Cuando todo estaba racionado, y prácticamente se había terminado el azúcar, tuvo que hacer unas mantecadas diminutas para ponerlas en los calcetines de los chicos, que esperaban vacíos al pie de la cama.

—Cogí un jersey viejo de mi marido, deshice todos los puntos, volví a ovillar la lana y confeccioné zapatillas y mitones para mis chicos —le contó a Dakota—. Y luego vino mi vecina y me ayudó a arreglar una bicicleta vieja que Tom y su hermano podrían compartir. Ella era mecánica y yo tenía habilidad para la jardinería, y entre las dos mantuvimos nuestras granjas en funcionamiento mientras los hombres estaban en el extranjero.

Dijo que la bicicleta llenó de alegría a Tom, que declaró que iba a ir con ella hasta Alemania para traer a su padre a casa por Nochevieja.

—Es el Año Nuevo escocés —le explicó la anciana—. Era un gran acontecimiento en aquella época, cuando solíamos beber al son de las campanas y cantar
Auld Lang
Syne
. —Dakota se había arrebujado bajo las mantas y se había dormido escuchando la voz ligeramente aguda de su bisabuela cantando:
Should old acquaintance be forgot
,
and never brought to mind..
.

Por la mañana, volvía a estar a cargo de todo, como siempre.

—Allí está el bueno, Tom —gritó la bisabuela—. Tala ese pino silvestre tan elegante, ese alto que hay allí.

—Ese no cabrá por la puerta, abuela —insistió Dakota—. Mide más de tres metros.

—Sí que cabrá —replicó ella—. Ya encontraremos la manera. Porque ese es el que quiero. Vamos a hacerlo a lo grande. Talad, talad muchachos.

—Glenda —dijo Bess—. Esta tarde me gustaría ir a la tienda a comprar lo necesario para poder hacer unas tartaletas.

—Tengo tartaletas de frutas —repuso la anciana—. Creo que con eso ya nos arreglamos perfectamente.

—No, yo siempre las hago de mantequilla —dijo Bess—. Es
mi
tradición.

—Esas eran las favoritas de mamá —exclamó Dakota, que desvió la mirada de los hombres que jugaban a leñadores—. El tío Donny solía traernos una bandeja entera cuando venía a recogernos con la camioneta.

—Sí, ya lo sé —dijo Bess con total naturalidad—. Siempre las enviaba especialmente para Georgia.

El verano también estaba bien porque no ibas a la escuela, pero el buen tiempo solo
significaba un montón de quehaceres. Puesto que al entrar en el jardín de infancia se había
convertido oficialmente en una niña mayor, su lista de tareas también era más extensa. Así
pues, el invierno era mucho mejor porque en la granja reinaba la calma y porque Donny se
comportaba lo mejor que podía, no fueran a pillarlo haciendo alguna travesura. Cosa que
ocurría continuamente, como a menudo le hacía notar a su madre. Habría que notificárselo a
Papá Noel
.

—¿Vas a acercar la silla? —preguntó mamá, y Georgia estuvo encantada de complacerla
,
hinchando los carrillos mientras utilizaba todos los músculos del brazo para mover el mueble
unos centímetros, descansar y luego arrastrarlo un poco más. Aquel era su momento especial
,
solo para chicas, cuando Donny estaba echándose la siesta —le sugirió a mamá que debería
cerrar la puerta con llave para que no saliera— y las dos chicas Walker corrían a la cocina y
elegían recetas de un libro grande que había en la encimera. Y entonces se ponían a cocinar
juntas. Mamá era muy maniática, había que hacerlo todo en el orden adecuado y todas las
tazas y cucharas tenían que volver exactamente al lugar del que habían salido, pero a Georgia
no le importaba. A ella le gustaba ver la gran sonrisa en el rostro de su madre cuando hacía
algo bien
.

—Algún día tendrás una hija y podrá hacer tartaletas de mantequilla con nosotras todas
las navidades —dijo Bess mientras ayudaba a su hija a remover la harina, sin importarle
siquiera que Georgia derramara un poco sobre la encimera. Era agradable tener ocasión de
relajarse y entretenerse un rato con su hija. Pasaba gran parte del día corriendo por ahí y
haciendo todo lo posible por mantener la casa ordenada, hacer la comida e incluso ayudar a
Tom con las tareas de fuera de casa. Su vida hogareña había sido distinta, pues su madre era
desorganizada y olvidadiza, las comidas no siempre llegaban a la mesa y los niños se las
arreglaban solos. Bess no había querido repetir ese tipo de vida. Sin embargo, la idea de casarse
con un granjero ni siquiera se le había pasado por la cabeza estando soltera. Ella siempre se
había imaginado una vida en la ciudad, quizá hasta en un apartamento en la gran ciudad
,
donde cogería el tranvía para ir a hacer sus recados. En cambio, se enamoró de un atractivo
escocés de manos grandes quien solo había conocido la vida trabajando la tierra y cuya
intención era hacer lo mismo en la Pensilvania rural. Besaba bien. Esa fue la causa. La forma
en que besaba. Eso fue lo que condujo al matrimonio y a Georgia y Donny, que vinieron
después
.

—¿Cuántas tartaletas puedo comer? —preguntó Georgia, con los tirabuzones recogidos en
dos coletas altas. Debajo del delantal solo llevaba la camiseta, para evitar tener que lavar la
ropa, y la blusa blanca y la chaqueta de punto que su abuela le había enviado desde Escocia
estaban apoyadas en el brazo del sofá. A Georgia le encantaban las chucherías de punto que su
abuela no dejaba de enviar por correo desde el Reino Unido, las muñecas de rostro blando y las
manoplas multicolor con cordón
.

Bess nunca había aprendido a tejer, no quería sentarse con su suegra y que le enseñara. Ella prefería su propia compañía, su propia casa, donde era la que estaba al mando. Donde mantenía las cosas de tal forma que pudiera manejarlas.

—Una tartaleta ahora y otra más tarde —respondió Bess, mirando a la hermosa criatura
que era toda suya. Había dado a luz a un ángel. A dos ángeles. Y tenía ganas de decir:
«Cómete las que quieras», pero por encima de eso lo que quería era ser una buena madre. Quería hacer lo correcto, dar ejemplo—. Mañana es Navidad y también tendremos dulces.

—Quizá pueda comerme dos ahora, ¿no? —preguntó Georgia mirando el horno con
anhelo
.

—No lo sé —dijo Bess—. Ya veremos. —Oyó a Donny, que se estaba impacientando en su
habitación, hacer ruidos y sabía que como no actuara deprisa se pondría a gritar. Una buena
madre no permitiría que se perturbara la paz y la tranquilidad
.

—Ya sé —dijo Georgia—. Hagámoslas todos los años. Entonces siempre podré comer
algunas
.

—Sí —repuso Bess, que se inclinó para oler disimuladamente el dulce aroma del pelo de su
hija—. Eso es lo que haremos, entonces. Las hornearemos juntas todos los años
.

Doce

El olor a canela consiguió despertar a Dakota, que abrió un ojo y vio que el lado de la cama de la bisabuela estaba vacío. La habitación todavía se hallaba a oscuras. Respiró hondo imaginando el pan de jengibre o los bollos que debían de estar en el horno, se estiró y a continuación recorrió el pasillo de puntillas en pijama. La puerta del cuarto de costura estaba entornada y vio a su padre en el sofá cama, con los pies sobresaliendo por el borde, profundamente dormido todavía.

—¿Qué hora es, abuela? —preguntó al detenerse en la cocina, inclinándose para echar un vistazo por la puerta del horno donde vio unos panecillos que subían y se doraban.

—Es de mañana —respondió la anciana; aún llevaba una bata de estar por casa y unas zapatillas de punto—. Aunque fuera sigue en penumbra. No hay tiempo que perder la víspera de Navidad. Mañana van a venir los primos y necesitamos bollería recién hecha.

Dakota bostezó, lamentando no poder volver a la cama y meterse de nuevo debajo de la manta de punto que había a los pies, pero al ver a su anciana bisabuela fregando los platos se acercó lentamente al fregadero para ayudarla. Extendió los brazos para abrazarla, apoyando el mentón en lo alto de su suave cabello blanco.

—Vale, toma un abrazo —dijo la abuela, y le devolvió un apretón a Dakota—. ¿Qué piensas, cariño?

—Nada —contestó Dakota mientras se servía un poco de té de la tetera que sabía que la abuela habría preparado antes de hacer cualquier otra cosa. Le añadió una generosa cucharada de azúcar y un chorrito de leche. Se apoyó en la encimera, tomó un largo sorbo y luego otro en tanto que la abuela dejaba el trapo de cocina y la miraba fijamente por encima de la montura de sus gafas.

—¿Nada? —la incitó.

—Está claro que la abuela Bess y tú no os lleváis bien —comentó Dakota para intentar cambiar de tema—. Siempre os estáis gruñendo.

—¡Bah! —dijo la bisabuela como si espantara una mosca—. Lo que pasa es que somos dos viejas, nada más. Tenemos costumbres muy arraigadas. Creo que con los años nos hemos suavizado bastante.

—No tanto —comentó Dakota.

—Es un poco maniática —admitió la anciana—. Es probable que esté enojada porque le gusta que las cosas se hagan a su manera y ahora estamos en mi casa.

—A mí siempre me trata bien —dijo la joven.

—Tal como debe ser —repuso la bisabuela, que volvió a llenarle la taza a Dakota y luego hizo lo mismo con la suya—. ¿Es eso lo que estabas pensando?

—¡Oh, abuela, estoy estresada! —exclamó Dakota, que no necesitó que la anciana insistiera mucho más. Se moría de ganas de hablar desde que llegó—. Están sucediendo demasiadas cosas. Peri tiene una oferta de trabajo y no sé qué hacer para seguir en la escuela y mantener la tienda de mamá con éxito. Luego papá tiene una nueva novia, una de verdad, con la que va en serio, y yo intento hacer como si nada, pero lo cierto es que me fastidia. ¿Por qué ahora? ¿Por qué en Navidad?

—¿Y por qué no?

—Porque, porque... —farfulló Dakota—. No lo sé. Por un lado quiero que sea feliz. En mi imaginación. Pero me los encontré al entrar a la casa, abuela, y se estaban besando. Fue... muy perturbador. Quiero decir que... no es como tú que no te casaste con nadie cuando tu esposo murió.

—¿Casarse? ¿Tu padre va a casarse?

—No, no que yo sepa —confesó Dakota—. Lo que quiero decir es que tú no saliste con nadie después de quedarte viuda. Sencillamente sabías que tuviste el único amor y ya está.

—¿Ah, sí? —dijo la anciana, retrepándose en su asiento.

—¿Saliste con alguien?

—Ah, no, ni con un solo hombre —contestó la bisabuela con una mueca—. Y el hecho de quedarme en casa sin compañía nunca me hizo sentir menos sola. ¿Te das cuenta?

Dakota se levantó para sacar los panecillos del horno y le indicó con señas que no se moviera. Entonces, al ver que la harina ya estaba fuera, cogió un bol metálico para preparar algo.

—¿Pastel de frutas? —preguntó, a sabiendas de que la bisabuela tenía intención de hacerlo aquella misma tarde. Pero desde que llegaron sus invitados se la veía un poco cansada y no había ninguna necesidad de que se pasara toda la mañana de pie. Dakota haría los pasteles y después pasaría a las galletas azucaradas, las favoritas de su padre. Esperaba tener ocasión, más tarde, de echarse una siesta.

—¿Cómo crees que se sentiría mamá al respecto? —preguntó con cautela, dándole la espalda a la bisabuela mientras cortaba la mantequilla y la añadía a la harina.

—Si estuviera viva se pondría hecha un basilisco —respondió la anciana—. Pero como está en otra parte, lo comprenderá.

—¿Puedo contarte una cosa extraña? —preguntó Dakota—. Últimamente me he sentido enojada con papá por todo ese asunto de hace tanto tiempo. Lo de romper con mamá y dejarnos solas. —Dejó de mezclar, las manos cubiertas de harina—. Y no sé por qué.

—Tras su vuelta, nada de lo que sucedió pudo cambiarse, ¿sabes? —dijo la anciana—. La enfermedad de tu madre fue lo que solíamos llamar «una de esas cosas». Pero a mí me parece que cuanto más mayor te hagas, cuanto más te acerques a la edad de tu madre, más comprenderás cómo podía haberse sentido. Tal vez puedas apreciar su perspectiva, y sus heridas.

Dakota se acercó a la abuela.

—Bueno, y ahora ¿qué? —dijo.

—¿Quién sabe? —repuso la anciana—. No hace falta que ya lo tengas todo calculado. Solucionarás una cosa y luego vendrá otra. Y después será más fácil. Y luego más difícil. Es un flujo constante de cambios y decisiones. Dakota, la tienda es solo un lugar. Tu madre era mucho más que su negocio.

—Eso no me dice lo que tengo que hacer, abuela —comentó Dakota.

—No —coincidió ella—. Pero siempre puedes contar con tu familia. Ahora date prisa y vístete. Tenemos un día largo por delante y me vendría bien un poco de ayuda para ir a ver a tu bisabuelo. Lo hago todas las vísperas de Navidad.

Dakota se puso unos vaqueros y un jersey suave, se calzó las botas de campo, cogió un abrigo grueso y acompañó a la bisabuela al cementerio.

Dakota echó un vistazo a las lápidas.

—No es precisamente mi idea de la Navidad, abuela —comentó—. Es un poco morboso.

—Supongo que no es más que una vieja costumbre —explicó la anciana, quien se apoyaba en Dakota más pesadamente que en la última visita mientras caminaban por la nieve—. Las fiestas pueden resultar difíciles con todos esos recuerdos de otros tiempos. De hace mucho tiempo.

Al cabo de un rato, la abuela se detuvo frente a una lápida cuadrada con el apellido «Walker» grabado y los nombres de los miembros de la familia inscritos uno debajo del otro. Dakota vio el nombre de su madre, Georgia Walker; a continuación el de su bisabuelo.

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