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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (28 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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—Esto también es cierto —coincidió Anita, que hizo un gesto admonitorio con el dedo a Catherine.

—Así pues, en nombre de mi madre y en el mío propio, digo: brindo por vosotras dos y vuestros respectivos prometidos, estén donde estén ahora. Os deseo toda la felicidad. Os la merecéis. Y si me permitís que lo diga... ¡ya iba siendo hora, señoras!

Dakota alzó la copa y todas las invitadas hicieron lo mismo, felicitando a las novias.

El grupo saboreó la última noche de otro año memorable y observaron cómo la multitud se reunía abajo, en Times Square.

—Venid aquí, chicas —gritó K.C., haciendo señas para que todas se acercaran a la enorme ventana panorámica—. Ha llegado el momento.

Aunque se encontraban muchos pisos por encima, oyeron al millón o algo así de individuos gritando en la calle, señalando la cuenta atrás para el descenso de la bola del reloj en la plaza y el inicio oficial de un nuevo año.

—Nueve, ocho, siete, seis...

Las mujeres en pijama se sumaron a los gritos, algunas con los brazos en torno a la cintura de las demás y bailando mientras contaban.

—Cinco, cuatro, tres, dos... ¡Feliz Año Nuevo!

Dakota se quedó mirando a las mujeres que se daban besos en la mejilla, se abrazaban y brindaban con champán. Ella alzó su copa pero se quedó atrás, observando. Había planeado hacer muchas cosas en el transcurso del pasado año pero tenía que admitir que, tras 365 días, no había logrado hacerlo todo. Como el libro de patrones, por ejemplo. O empezar las reformas. Suspiró.

—Traslada lo que todavía sea relevante a la lista de propósitos de este año —susurró Anita, que se acercó por detrás de su querida Dakota y le pasó el brazo por la cintura—. Serías una trabajadora milagrosa si consiguieras hacer todo lo que quieres.

—Sigues leyendo el pensamiento.

—O tal vez sea que todas las mujeres sentimos lo mismo —dijo Anita mirando los copos blancos que resaltaban contra la ventana—. Mira, la nieve ha llegado al fin. Justo a tiempo para llevarse lo viejo y trasladarnos a lo nuevo.

Diecisiete

La nieve había estado cayendo durante toda la noche, pintando con una nube blanca la ciudad y a sus juerguistas de Año Nuevo. Anita y Sarah habían echado un sueñecito en el dormitorio de la
suite
del hotel en tanto que la fiesta de pijamas se alargaba hasta altas horas, para asegurarse de estar bien descansadas para la boda y la posterior recepción. Catherine, que se empeñó en que todas las mujeres probaran un poco de la mascarilla de concha de ostra de Lucie, al final se quedó dormida en el sofá.

—No puedo creer que estemos por fin en el día de la boda —dijo Dakota, que se había quedado levantada con Lucie, K.C. y Peri. Darwin las había plantado hacía un buen rato, pues a duras penas podía mantenerse despierta pasada la media noche. «Es por los niños», explicó Lucie. «Hasta que no tienen unos seis años no hay quien duerma.» Dakota sabía que sus compañeros de clase, como verdaderos proveedores de tartas nupciales, habían alquilado un vehículo para transportar los pasteles individuales que habían estado decorando con crema de mantequilla y pasta
fondant
casi todo el día anterior. Lo único que Dakota tenía que hacer ahora era mantener a las novias bajo control. Aparte de acordarse de llevar un equipo de emergencia con laca de uñas para las carreras de las medias, pastillas de menta para el aliento, peines, laca para el pelo, tiritas y pañuelos de papel.

—No olvides llevar unos tampones para Catherine —dijo K.C.—. Nunca se sabe cuándo puede haber una pequeña sorpresa.

—Bien pensado —asintió Dakota, que lo sumó a su lista mental—, ¿Tus bodas fueron como esta, K.C.?

—Más parecidas al amago de boda de Anita del mes de octubre, diría yo —contestó K.C.—. Mucho ruido para nada.

—Bueno, y ¿qué pasa con Nathan? —preguntó Lucie mientras Darwin roncaba ruidosamente a su izquierda—. Quiero que sepáis que yo siempre culpaba a Dan cuando oía este ruido a través de las paredes. Pero no, por lo visto es nuestra profesora la que tiene el tabique desviado.

—Nathan va a causar problemas —dijo Dakota—. Ha hecho lo mismo en todos los intentos anteriores.

—Creía que sus hijos iban a acompañarla por el pasillo, ¿no? —comentó Peri.

—Esos son Benjamin y David —explicó Dakota—. Nathan no va a hablarles más. Es lo que dice Anita.

—Se va a echar atrás otra vez —dijo K.C.—. Vamos a decirlo. Todas tenemos miedo.

—La única advertencia de Marty para la despedida de soltera fue que me asegurara de que no había hombres, sobre todo que se llamaran Nathan, y que mantuviéramos en secreto el lugar de la fiesta —comentó Peri—. En la última tentativa de boda la acosó sin descanso la noche anterior.

—Esto ya no es una boda —dijo Dakota—. Es una misión secreta.

—Bueno, ¿y ahora ¿qué? —preguntó Lucie—. Anita siempre está ahí cuando la necesitamos. Tenemos que estar ahí para ella.

—Podríamos colarnos en la habitación de Nathan y cambiar la hora de los relojes para que se pierda la ceremonia —sugirió Peri.

—¿Sabes dónde se aloja? —preguntó K.C. con entusiasmo—. Porque yo sé forzar una cerradura.

—No —respondió Peri—. Solo era una idea.

—Podríamos cambiar el lugar de la boda y no decirle nada —dijo Dakota.

—Vale —repuso Lucie—. No es que sea muy difícil. Perderíamos a la mitad de los invitados por el cambio de dirección y al resto por la nieve.

—Esperad —terció K.C.—. No cambiemos el emplazamiento. Hagamos que el servicio de automóviles lo lleve a otra parte...

—Se ha contratado un servicio de automóviles para toda la familia —confirmó Dakota—. Como dama de honor estoy al tanto de estas cosas, pero no sabría deciros el nombre de la empresa.

—Pero yo sí —dijo K.C.—. Porque Marty me hizo encargar los coches para todas vosotras esta noche. Apuesto a que son la misma gente.

—Esto no está bien, chicas —comentó Peri—. ¿Lo sabéis? Anita quiere que esté allí.

—Oh, y estará allí —aseguró K.C.—. Solo lo haremos llegar
tarde
. Y puede que Nathan Lowenstein se sirva de toda clase de artimañas cuando está a solas con su mamá, pero no estoy tan segura de que quiera quedar como un idiota delante de toda su familia.

—Se ha pasado de la raya —comentó Lucie—. ¿Recordáis el falso infarto? —Hizo ver que se desmayaba.

—¿De verdad creéis que Nathan va a ponerse de pie nada menos que delante de un rabino y gimotear porque su madre va a casarse? ¿En una sala llena de gente dispuesta a enfrentarse a él? No lo creo, chicas —dijo K.C.—. Esta vez El club de los viernes va a tener su boda. Voy a llevar ese dichoso vestido elegante que Peri insistió en que comprara y a comer más pasteles de los que me correspondan.

—Hice algunos más de chocolate negro solo para ti —le dijo Dakota.

—¡Esta es mi chica! —repuso K.C.—. Y ahora pásame el bolso. Necesito encontrar el nombre de esa empresa de automóviles.

Un cuarteto de cuerda tocaba en el amplio y hermoso espacio alquilado en la Biblioteca y Museo Morgan mientras los invitados iban entrando en fila y ocupando sus asientos, los cuales estaban dispuestos formando un semicírculo con un pasillo en medio. Al fondo de la sala había un cenador blanco en cuyo interior se había extendido algodón orgánico para formar el
huppah
, el tradicional dosel bajo el cual se casaban las parejas judías, como Anita y Marty. Un juez de paz uniría también en matrimonio a Catherine y a Marco bajo el mismo cenador.

—Esto es todo un espectáculo —murmuró K.C. que merodeaba por la entrada—. Dos matrimonios, dos fes, dos novias, dos novios. Dos de todo.

—Pero solo una dama de honor —dijo Dakota, que se acercó a K.C. con su vestido plateado sin tirantes. Llevaba un chal de punto muy fino, parecido al encaje, sobre los hombros—. Anita está preguntando por Nathan. ¿Qué debo decirle?

—Que está de camino —contestó K.C.—. Luego dile que ya está en su asiento.

—Esto es un engaño —masculló Dakota—. No está bien.

—Es manipulador —replicó K.C.—. No es lo mismo en absoluto.

—¡Ella quiere verle antes! —Dakota se sentía muy incómoda.

—No se te da muy bien este juego, pequeña —dijo K.C.—. Dile que Nathan estaba hablando con el rabino y no quisiste interrumpir. Luego ve a ver a Catherine y mantente ocupada.

Dakota se remangó un poco la falda del vestido para ir a hacer precisamente lo que le decían y entonces distinguió a su padre por el rabillo del ojo. De su brazo, tal como le habían advertido, iba su acompañante: Sandra Stonehouse. Dakota se volvió justo a tiempo de ver a su padre con esmoquin y a su amiga que, ataviada con un vestido rojo de manga ranglan y un chal negro muy fino, sonreía en su dirección. Dakota se acercó.

—Hola, Sandra —dijo, y le tendió la mano—. Me alegro de verte.

Una expresión de alivio cruzó el rostro de Sandra.

—Tu padre está muy orgulloso de ti —le dijo—. Siempre presume de hija.

—Bueno, de ti también dice cosas buenas —repuso Dakota, que empezó a sentir esa opresión que la embargaba siempre que pensaba en su padre con otra persona que no fuera su madre—. Discúlpame.

Se abrió paso a la fuerza entre una multitud ansiosa y emocionada que expresaba sus mejores deseos, una mezcla uniforme que comentaba lo mucho que se acordaban de ella y de cuándo se vieron por última vez y una variedad de presuntos caballeros que examinaban su figura... ¡incluso los mayores!

—Así sabes que eres adulta —le dijo Peri, que la alcanzó y se quedó a su lado con una caja blanca bastante grande bajo el brazo—. Cuando te miran como material para una cita en lugar de como a una hija.

—Es un poco asqueroso —comentó Dakota.

—Bueno, estás estupenda con este vestido —repuso Peri—. Y yo ayudé a Anita con tu estola.

—Un diseño original —dijo Dakota—. Cuando seas famosa voy a venderlo en eBay.

—Naturalmente —contestó Peri, que dejó que Dakota pasara primero cuando entraron en el espacio en el que se encontraba Catherine, rodeada de un equipo de artistas del cabello y el maquillaje.

—¡Oh, gracias a Dios que estáis aquí! —dijo Catherine—. Tengo un nudo en el estómago. —Llevaba un vestido sin espalda de color marfil con trazas de salvia y unas lentejuelas brillantes que ribeteaban el generoso escote en pico y el borde de la falda acampanada. Llevaba la media melena rubia peinada con un recogido suelto en el que docenas de diminutas flores blancas y cristales salpicaban su cabello.

—Pareces una estrella de cine —comentó Peri—. Estás muy chic.

—Podría resultar demasiado ordinario —dijo Catherine—, ¿En qué estabas pensando, Dakota? ¿Por qué no prestaste atención cuando les dije que hicieran el escote más profundo? Me gusta la piel, chicas, pero, ¿y si resulta que enseño demasiada?

—Puedes ponerte mi chal —ofreció Dakota, que se lo quitó de los hombros.

—¡Caramba! —exclamó Catherine mirando a Dakota con su vestido sin tirantes—. Parece que tuvieras al menos... bueno, que fueras más mayor de lo que yo querría. Y ahora, escúchame. Vete a casa con tu padre al terminar la velada. Esta noche vas a recibir muchas atenciones. De modo que vuelve a ponerte este chal y sujétatelo con un pasador o algo. Si alguien va a dejar al descubierto sus atributos mejor que sea yo.

—Estás muy guapa, Catherine, de verdad —le dijo Dakota mientras se volvía para colocar su estola de punto—. Incluso me atrevería a decir que es de muy buen gusto.

—Son los nervios —determinó Peri, que le entregó una caja de tamaño considerable a Catherine—. Te he traído un regalo de parte de Anita y Sarah. Quizá haga que te sientas mejor.

Retiró la tapa y dejó al descubierto una capa color marfil con capucha, abierta por delante, con un ribete tejido en seda similar al del acabado del cuello esmoquin del vestido de novia de Anita.

Catherine levantó la capa con cuidado y se la puso sobre los hombros; la capucha formaba una especie de charco en torno al cuello.

—Mira —le enseñó Peri—, tiene un ojal a un lado que podemos enganchar con esta finísima cadena. No cubre la parte delantera de tu vestido pero pareces más... tapada, de algún modo.

—La llevaré —anunció Catherine—. Ya me descocaré después de la ceremonia.

Dakota sacó su regalo para Catherine del bolso de mano de Peri Pocketbook que llevaba.

—¡Tachán! —exclamó, y dejó caer algo en la mano de Catherine—. Ponlo en el lazo que envuelve tu ramillete.

—¿Qué es? —preguntó Peri mirando la palma de Catherine.

—Es un préstamo —contestó Catherine—. La aguja de mariposa de Georgia.

—La llevé a la joyería para que la pulieran —dijo Dakota—. Ha quedado muy chula.

—Le hubiese encantado estar aquí, ¿verdad? —comentó Catherine—. Solo que hubiera alucinado al verte con este vestido. ¿Estás segura de que lo eligió Anita?

—No. Lo elegí yo misma.

Catherine bajó la vista a su muñeca para ver qué hora era y entonces cayó en la cuenta de que en todo el día no llevaría reloj.

—Comprueba la hora —dijo—, ¿Eso no forma parte de tus obligaciones? ¿No estamos a punto de empezar?

—Sí —contestó Dakota.

—¿Cómo está Anita?

—Bien. —Dakota vaciló.

—No me digas que se está echando atrás otra vez —dijo Catherine—. Apenas puedo respirar con este vestido.

—Bueno, está esperando a Nathan, lo que ocurre es que él no está aquí.

—Y ¿dónde está ese infame? —preguntó Catherine.

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