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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (22 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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Metió la mano en su bolsa de labores, cogió las agujas circulares dejando la mayor parte del jersey en el interior para que el gato no se sentara encima y empezó a tejer los puntos uno tras otro. Ni siquiera estaba segura de que su padre lo reconociera, tampoco de que supiera que Georgia lo estaba haciendo para él. Pero, tal como había dicho Anita, su madre había planeado terminarlo, tenía intención de dárselo a James aquella Navidad si no se hubieran interpuesto las complicaciones de la operación del cáncer. Y ahora Dakota iba a hacer el trabajo por ella.

El gato saltó a su regazo, maulló para llamar su atención y empezó a darle a las agujas con las patas. Dakota le dio un beso en lo alto de su cabeza color naranja y lo bajó al suelo.

Resultaba tranquilizador estar sola en la calma de la diminuta casa de muñecas de su bisabuela. Escuchar solamente el tictac de un reloj y tejer con el resplandor de las luces del árbol de Navidad. Pensó que no habían dejado galletas para Papá Noel y recordó aquella ocasión en que estuvo cortando zanahorias en rodajas para los renos con su tío Donny y había dejado un puñado en la ventana de la granja en Pensilvania.

Cuando era pequeña siempre se lo pasaba bien en Navidad. Aun siendo vagamente consciente de que Bess y Georgia no conectaban, nunca tuvo la sensación de que tuviera nada que ver con ella. No se trataba de que tuviesen discusiones violentas, sino solo una especie de tensa formalidad cuando hablaban la una con la otra. Dakota hacía caso omiso, contenta con deambular por ahí con el abuelo Tom, charlar con las vacas blancas y negras y observar a la abuela Bess estirar la masa para las tartaletas. Los olores, las rutinas, las mismas viejas costumbres de las mismas fiestas de siempre, todo ello era lo que hacía que el día fuera especial. Y Georgia, aunque se hallaba presente, solía esfumarse la víspera de Navidad.

Dakota imaginó que aquel día se estaba comportando como su madre, sin duda, terminando una prenda de última hora la noche antes de Navidad. Dakota sabía que Georgia nunca tuvo mucha energía para sus propios proyectos porque estaba demasiado ocupada creando para los demás. Y aun así siempre tenía algo hecho a mano esperando bajo el árbol, incluso algo tan simple como un pasador metido en una flor hecha de punto que Dakota pudiera lucir en el pelo.

Decidió que haría el jersey y luego se sentaría con su padre para hablar de Sandra Stonehouse. Y pensó que esta vez haría preguntas. Y que escucharía abiertamente sus respuestas.

Dakota terminó una vuelta, cambió las agujas de mano y volvió a empezar. Pensó que probablemente Peri estaría echando un último vistazo a la tienda Walker e Hija antes de bajar corriendo las empinadas escaleras con la maleta de mano rebotando tras ella para parar un taxi a toda prisa y mirar de forma obsesiva en su teléfono móvil cómo transcurrían los minutos, esperando contra todo pronóstico no perder su vuelo. ¿Cómo funcionaría todo si Peri se marchaba a París? ¿Qué sacrificios tendría que hacer Dakota?

Pensó que, más de lo que había previsto, podría acabar como su madre.

—Estás aquí. —Dakota volvió la cabeza y vio a Bess con una fina bata de estar por casa de algodón de pie en la puerta de la sala—. Creía que nos habíamos olvidado de apagar el árbol —dijo, y se acercó a sentarse junto a su nieta.

—Estoy haciendo un regalo —explicó Dakota—. Para papá.

—¿No estás cansada?

—Necesito hacer esto —dijo—. Es de mamá. Quiero decir que lo estaba haciendo cuando... bueno, ya sabes.

Bess desvió rápidamente la mirada, luego tomó aire y retomó la conversación.

—A tu madre le gustaba crear, ya lo creo. En este sentido no era como yo —dijo Bess—. Esa tienda era estupenda. Lo cierto es que no la vi hasta el día del funeral. Nunca tuve motivos para ir. Y sin embargo ¡había tanto que ver! Todas esas lanas de colores, y en una calle con tanto tráfico... Casi me atropella un coche al cruzar.

—No eres una chica de ciudad, abuela —dijo Dakota—. No pasa nada.

—Bueno, no siempre tuve ganas de vivir con las vacas, eso te lo puedo asegurar —replicó Bess—. Hubo un tiempo en que tuve aspiraciones de vivir en la ciudad.

—Entonces puede que mamá lo sacara de ahí —dijo Dakota, que seguía trabajando en su labor—. Tú le diste la idea cuando era pequeña.

—¿Te refieres a cuando todavía me escuchaba? —Bess reflexionó—, Puede ser. Algunas noches solía contarle historias si no estaba demasiado cansada. Llevar una granja supone mucho trabajo; es muy, muy duro. Y tenía dos hijos y un marido que también requerían atención. Nunca me pareció que pudiera darme el lujo de aflojar el ritmo.

—Yo me siento así muchísimas veces —coincidió Dakota.

—Bien, en tal caso deja que te dé algunos consejos —dijo Bess—. No tengas tanto miedo al desorden en la vida. Yo siempre lo tuve. Preocupada porque tenía trabajo extra. O porque no me sentía valorada. Pero, ¿sabes qué? El desorden no desaparece en ningún momento. El mundo no se detiene si te tomas un descanso. Y lamento no haber sido más pesada y haber encontrado la forma de congraciarme con tu madre.

—Las cosas no estaban tan mal, abuela —comentó Dakota, que extendió la mano hacia ella para tranquilizarla. No recordaba haber tenido una conversación con Bess si no estaban realizando alguna tarea las dos juntas. Ella no era como Anita, dispuesta a escuchar mientras tomabas un café, o como su bisabuela, que siempre sabía qué decir. Bess era más distante, y aun así Dakota se dio cuenta de que en aquellos momentos la mujer también quería formar parte de las cosas. Lo que ocurría era que no sabía cómo encararlas.

—Tampoco estaban tan bien, Dakota —replicó Bess—. Me he pasado años reconsiderando mi relación con mi hija y finalmente creo haberlo entendido. Primero voy a escuchar y después abriré la boca.

—¿Y no es un poco... esto... no supone mucho esfuerzo ahora mismo, abuela?

—A veces sí y a veces no —contestó Bess—. Me ayuda a recordar algunas de las discrepancias que teníamos tu madre y yo, a intentar verlo ahora desde su punto de vista. Hay días en los que alcanzo una nueva comprensión de manera muy clara y siento que de algún modo la conozco mejor. Esto me convierte en una vieja un poco rara, ¿no es verdad?

Dakota se encogió de hombros.

Bess alargó el brazo para que Dakota dejara de tejer.

—Me pasé la vida conteniéndome, pensando que era lo más seguro —prosiguió Bess—. Pero déjame que te diga que mantener a las personas a un brazo de distancia no hace que las quieras menos, y no hace que las cosas sean más fáciles cuando ocurre algo. Solo significa que pierdes la oportunidad de llegar a conocerlas.

Recuérdalo, Dakota. Siempre es más fácil ir a lo tuyo, pero no siempre es lo mejor.

—¿Quieres aprender a tejer, abuela?

—Tal vez ya sea demasiado vieja —respondió Bess—. Lo más probable es que suponga un derroche de energía.

—¡Qué va! —dijo Dakota—. Es una manera de pasar un rato juntas.

—Pero estamos en mitad de la noche —recordó Bess, y frunció los labios.

Dakota se inclinó hacia ella.

—Vive un poco —susurró, y a continuación buscó en su bolsa de labor un par de agujas de bambú muy grandes.

—Estas son del 35 —dijo Dakota—. Son como las ruedas de apoyo de las bicicletas.

Bess tomó las agujas entre los dedos, Dakota dejó a un lado su labor y, con los brazos en torno a su abuela, le mostró el movimiento para coger los puntos. Entonces hizo un nudo corredizo, montó unos cuantos, hizo varias vueltas y, mano sobre mano, le enseñó a su abuela cómo tejer. Al cabo de unos instantes, Dakota volvió a tomar sus agujas circulares y las dos mujeres permanecieron sentadas en amigable silencio.

Tom entró tranquilamente en el salón con su cabello gris de punta.

—Son las dos y media, Bess —dijo en tono severo—. Ni siquiera has venido a la cama.

—Ya lo sé —contestó Bess, que se sentía más relajada de lo que había estado en siglos—. Pero Dakota me está enseñando a hacer punto.

—Esto es nuevo —comentó él, que sabía que su esposa se había negado a aprender de su madre y que luego esperó, sin decir una palabra, a que su propia hija se ofreciera a enseñarle. Cosa que no ocurrió nunca.

—No se le da mal —comentó Dakota—. Le he montado los puntos y está haciendo su primera bufanda.

—¿Ah, sí? —dijo Bess—. No me había dado cuenta. Bueno, podría haber sido un regalo para ti, Tom Walker, si te ocuparas de tus asuntos.

—Estoy terminando un regalo para papá —le explicó Dakota, que finalmente alzó el bulto del jersey para sacarlo de la bolsa, la espalda casi entera unida a sus agujas circulares. La raya turquesa que descendía a lo largo le daba un aspecto aún más retro que antes.

—Es un punto muy bonito —comentó Bess—. Pero el color... Parece un tanto desfasado.

—¡Dios mío! —terció Tom mirando la labor con detenimiento—. Estoy seguro de que he visto eso antes. ¿Deshiciste la manta de tu madre para hacerlo?

—¿Cómo dices? —preguntó Dakota—. No era una manta. Simplemente lo encontré entre sus proyectos inacabados.

—Son las prendas sin terminar, Tom —le aclaró Bess—. Dakota me ha estado enseñando las particularidades del punto. Me encanta.

—Ya lo veo —dijo Tom, asombrado por el comportamiento de su esposa. Le recordó un poco a cuando era joven. Señaló la labor de Dakota—. Esto tiene forma de manta.

—Es parte de un jersey, abuelo. Haces las distintas piezas y las unes todas, ¿sabes? Aunque fue casi imposible encontrar este turquesa pálido —explicó Dakota—. No creo que este color tenga mucha demanda. Por lo que tuve que buscar de verdad. Porque mamá no tenía mucha lana de más para esta pieza. Lo cual no es propio de ella en absoluto, ella siempre reservaba la cantidad adecuada de lana para lo que fuera que estuviera haciendo.

En aquel momento, Tom tuvo la seguridad de que ya había visto esa muestra anteriormente.

—A mí me parece que lo utilizó para algo más importante —dijo—. Y estoy bastante seguro de que está en una de las cajas que James nos mandó a casa después del funeral.

—Nunca miré lo que había —admitió Bess—. Pero tal vez debería hacerlo.

Georgia guardaba las vueltas en un tarro de cristal. Era su plan de ahorro casero que
supuestamente tenía que darle de sobra para comprar regalos de Navidad para Dakota
.

—Es un bebé —había dicho su madre por teléfono cuando Georgia alardeó de sus
esperanzas—. Ni siquiera lo sabrá
.

No obstante, Georgia fue recogiendo los peniques y monedas de diez centavos, aunque en
ocasiones tenía que meter la mano en el tarro cuando andaba corta de dinero para comprar
pañales. O cuando Dakota sufrió un resfriado y tuvo que pagar por un jarabe rosado que la
criatura escupía cada vez que se lo daba. Su intención siempre era la de devolver lo que había
cogido, pero nunca le sobraba lo suficiente para compensar la diferencia. Con todo, consideró
que su plan financiero había sido un éxito cuando a mediados de diciembre enrolló las
monedas en papel y las cambió en el banco por treinta y siete dólares
.

Anita se ofreció para quedarse con Dakota por la tarde y Georgia disfrutó de la libertad de
pasar ese rato sola, paseando por la calle sin la pesada bolsa con los pañales colgada del
hombro. Fue a tres tiendas de juguetes para comparar precios, apretó las muñecas parlantes y
admiró las pilas de juegos que llegaban hasta el techo. Parecía haber muchísimos más juguetes
que cuando ella era pequeña, y no daba la impresión de que hubiera pasado tanto tiempo
,
pensó Georgia. Sin embargo, al final regresó a casa con el mismo dinero que cuando había
salido, lo metió cuidadosamente en el cajón de los calcetines y le dio las gracias a Anita por
vigilar a su Dakota
.

—No pude decidirme —explicó—. Quiero comprarle algo adecuado.

—Estaría contentísima con una caja de cartón —dijo Anita, haciéndole cosquillas a
Dakota—. Apenas tiene un año y medio. Cualquier cosa colorida le llamará la atención, y
luego pasará a otra, no lo dudes
.

—Ya lo sé —repuso Georgia, que no estaba del todo convencida—. Pero el año pasado solo
le compré un sonajero. Es muy poca cosa
.

—Bueno, sin duda te trajiste la juguetería entera —comentó Anita, que señaló con la
cabeza la pila que había en el rincón
.

—Entre mi padre y tú, Dakota no se va a quedar sin juguetes —dijo Georgia.

—Y tu madre —añadió Anita, y Georgia meneó la cabeza—. Estoy segura de que empujó
el carrito por el pasillo del hipermercado. No creo que tu padre sepa tanto de Barbies como tú
te crees
.

Más tarde, cuando la niña echaba la siesta, Georgia sacó su diario. Siempre tenía una
libreta, de un color distinto para poder diferenciarlas, en la que lo anotaba todo, desde sus
pensamientos secretos hasta sus ingredientes favoritos para la pizza. Los viejos cuadernos
llenos estaban guardados en una caja en el armario junto a algunas fotos, sus anuarios del
instituto y alguna que otra porquería de la época de James. Purgar su vida pasada, eso era lo
que debía hacer aquella Navidad, pensó. Llevó una silla al dormitorio con cuidado de no
despertar al bebé y se encaramó para bajar la caja de lo alto del armario. Había muchos
recuerdos de su vida con el padre de su hija
.

Cogió una carta sin abrir que él le había enviado por correo y alzó el sobre contra la luz
para ver si podía leer algo a través del papel. No había nada legible, por supuesto. Georgia
metió el meñique por debajo del extremo de la solapa, desafiándose a abrir la carta
.

—No —dijo, y volvió a echar el sobre en la caja—. Si tuviera una chimenea la quemaría —declaró, recordando que su padre, Tom, les había enseñado a ella y a Donny a quemar sus cartas a Papá Noel en la chimenea, tal como había hecho él las navidades de su niñez en Escocia.

Georgia revolvió el resto del contenido y se encontró una aguja de hacer punto partida en
dos trozos desiguales. ¡El jersey! Eso era lo que tenía. Ahora que él se había largado con viento
fresco no iba a terminarlo, por lo que podía hacerle algo a la niña con la lana que quedaba. No
hacía falta que su hija supiera lo que había querido hacer con esa lana, y ella no tenía
intención de decírselo. En cambio, iba a tener una manta de punto de rayas beige y turquesa
de lo más exclusiva, mejor que la de cualquiera. Se agachó y metió la mano bajo la cama para
coger una bolsa de basura en la que tenía unos cuantos proyectos esperando y en el fondo de la
cual estaba el jersey. Consideró deshacer lo que había hecho ya pero optó por dejarlo tal cual
estaba, una pieza inacabada que existía como recordatorio de la estupidez de creer en un
futuro antes de que fuera cierto
.

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