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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (19 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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Así pues, durante toda la semana antes de Navidad, Georgia y Donny se escapaban de la
casa, con sus normas y su orden, y conducían por la granja desde medianoche hasta las cuatro
de la mañana
.

—De noche es absolutamente hermoso —comentó Donny, contemplando los campos, su
casa a una distancia próxima y una luz o dos más lejos, probablemente señalando la entrada
de las casas de sus vecinos. Bebió un poco de chocolate caliente de un termo, pues Georgia y él
cada vez eran más osados a la hora de llevarse de la cocina los ingredientes para una merienda
de medianoche. Su madre se percató de que faltaban cosas en la despensa pero lo achacó a la
semana de vacaciones
.

—Es desolador —replicó Georgia—. Asfixiante.

—Solo es una granja —dijo Donny—. Solo son tierras. Cosechas. Además, a ti te encanta
estar en casa de la abuela
.

—Eso es distinto —afirmó ella.

—¿En qué sentido? —Se limpió una gota de cacao con la manga.

Georgia tardó tanto en responder que Donny creyó que se había dormido.

—No lo sé —admitió—. Sencillamente es distinto.

—Ahora eres amable, pero no siempre eres así. Se lo haces pasar mal a mamá —comentó
Donny, y se metió tres galletas a la vez en la boca—. Os parecéis mucho las dos
.

—Eso no es verdad —se empeñó Georgia—. No me parezco en nada a ella. Y no vuelvas a
decir esto si quieres conducir
.

—Ahora podría hacerlo sin ti —dijo su hermano, que le ofreció una galleta.

—Puede ser. Pero no lo harás.

A nadie le gusta que le digan cuáles son sus límites; ni a Georgia le gustaba que Bess lo
hiciera ni a Donny que lo hiciera su hermana. Así pues, la víspera de Navidad, después de que
toda la familia regresara de una ceremonia religiosa en la iglesia presbiteriana, disfrutaran de
una fuente de tartaletas y mantecadas y se dieran las buenas noches, Donny decidió
emprender su aventura como conductor un poco antes de lo habitual y dejó a su hermana
mayor en casa. Georgia, que aún no estaba dormida, oyó el retumbo del vehículo y salió
corriendo al exterior con el tiempo justo de ver cómo se alejaba por el largo camino de entrada
y salía a la carretera vacía. Georgia nunca lo había dejado conducir fuera de la granja
.

—Esta noche es demasiado fría, habrá hielo —gritó a medias. Volvió rápidamente la mirada
de nuevo a la casa, no fuera que sus padres la oyeran, y echó a correr por el camino de entrada
,
con el abrigo aún desabrochado en tanto que las manos y las mejillas se le sonrojaban
rápidamente. ¡Maldita sea!, pensó. Donny va a salir a la carretera. ¡Mamá y papá se pondrán
frenéticos! Y es probable que Donny acabe muerto. Y entonces ya no tendré a mi hermano
pequeño
.

Por delante de ella vio las luces del coche que se encendían y se apagaban de manera
intermitente. Ese capullo está presumiendo, pensó. O haciendo trompos sobre el hielo de la
carretera. Corrió más deprisa y se imaginó que pasaba un camionero nocturno a toda
velocidad que, con las prisas para llevar una carga de muñecas Repollo a la juguetería antes de
Navidad, hacía pedazos a su hermano
.

Corrió todo el trecho de más de dos kilómetros con las manos fuertemente apretadas a los
costados y empezó a toser por culpa del aire frío. De todas formas, parecía que se acercaba a la
camioneta, con el estúpido de su hermano dentro. ¿Por qué?, se preguntó cuando se acercaba
,
y oyó el ruido del motor al intentar ponerse en marcha. Otra vez. Y otra
.

El coche se había calado. Donny había ahogado el motor, el vehículo estaba detenido en
medio de la carretera, perpendicular a los carriles. Estaba bloqueando toda la calzada
.

—Voy a patearte el culo —le dijo resoplando cuando abrió la puerta del vehículo; el aire
frío le helaba los pulmones y los dientes le castañeteaban. Dicho sea en su honor, Donny no
estaba llorando, pero parecía muy asustado
.

—No va —gimió—. Me estoy helando.

—Apártate, atontado —dijo ella—. Y deja de apretar el gas. ¡Jopé! ¿Qué es lo que te he
estado enseñando?

—No me acuerdo —contestó Donny—. Tengo demasiado frío.

Georgia miró de arriba abajo a su hermano, quien, con las prisas, había salido de la casa sin
un abrigo en condiciones, sin gorro ni guantes
.

—¿Llevas calcetines al menos? —le preguntó.

—No —gimoteó su hermano—. Tenía prisa.

—Ahora puede que no seas tan tonto como para salir solo —dijo ella al tiempo que se
despojaba de la chaqueta
.

—No voy a ponerme un abrigo de chica.

—Como no te lo pongas te ataré delante de la camioneta y te arrojaré al campo de Hansen —gruñó—. Bueno, tengo que esperar a que el motor se desatasque. Si has sido tan estúpido como para esperar dentro de un coche en mitad de la carretera también podrás volver corriendo a casa. ¡Y no hagas ruido!

—¿Que vas a hacer?

—Voy a esperar hasta que pueda arrancar el coche, devolverlo a casa y entonces me meteré
de nuevo en la cama, tonto. —Le sacó la lengua—. Vete a casa, Donny. —Más tarde, cuando
el coche volvía a estar en su lugar habitual fuera de la casa, Georgia cerró todas las puertas y
fue a comprobar cómo estaba su hermano pequeño, quien roncaba levemente en su cama con
las orejas aún coloradas por el frío. Exhausta y aliviada, ella se metió debajo de las mantas sin
quitarse la ropa
.

—Eh, Georgia —dijo Donny pellizcándole el dedo del pie para despertarla la mañana de
Navidad porque, en el piso de abajo, su madre se preguntaba en voz alta por qué tardaba tanto
en levantarse—. Si algún día necesitas que te lleve a algún sitio, llámame. Siempre iré a
recogerte
.

Once

—¡Mira cuántos jerséis en potencia! —exclamó Dakota mientras el vehículo avanzaba pegado a la carretera, describiendo curvas a través de unos prados llenos de ovejas blancas apiñadas con sus abrigos de lana que las protegían del frío y húmedo mes de diciembre.

—Ya llegamos a la ciudad —anunció Donny, que redujo la velocidad para trazar la curva de la carretera y entrar en la calle principal.

Dakota se empapó de las vistas de Thornhill: el salón de té, la iglesia, la tienda de ropa, deleitándose en la cómoda familiaridad de la ciudad en la que vivía su bisabuela. El día estaba un poco nublado y con niebla y, aunque técnicamente todavía había luz, daba la sensación de que se hubiese escondido el sol. Ocasionalmente, unas coronas de acebo decoraban las puertas de las casas, luces parpadeantes brillaban en varias ventanas, una serie de bombillas festivas cruzaban la calle principal en zigzag y una buena capa de nieve cubría el suelo a ambos lados de la calzada. El sur de Escocia estaba equipado para las fiestas.

Había dos lugares en el mundo en los que Dakota se sentía de lo más satisfecha: Walker e Hija y la acogedora casita de una planta de la bisabuela en aquella diminuta ciudad escocesa.

—Mi segundo hogar —le dijo a Donny.

—También para mí —contestó él, que enfiló el camino de entrada hacia la casa de la abuela, cuya pesada puerta de madera estaba abierta; esta ya se encontraba en el umbral, saludando con la mano derecha y sujetando un par de agujas con lo que parecía ser una bufanda a cuadros en la otra. Dakota corrió hacia la puerta para abrazar a su bisabuela, que llevaba el correspondiente uniforme de anciana: zapatos de tacón plano, chaqueta de punto roja y unos recientes rizos de permanente en la cabeza.

—Estás igual que siempre —exclamó Dakota mientras su tío empezaba a descargar maletas del coche—. Aunque me parece que te has encogido, abuela. Estás muy bajita.

—No voy a escucharte —dijo la anciana, a quien le gustaba hacerse la coqueta con las cosas de la edad aun cuando tenía noventa y muchos años cumplidos—. Estoy igual de alta que siempre. Más alta, incluso.

Dakota susurró algo al oído de la bisabuela, que escuchó y asintió con la cabeza. James detuvo el vehículo, del que descendieron Bess y Tom, y, tras unos momentos de saludos calurosos, la bisabuela empezó a dar instrucciones de quién tenía que ir adonde.

—Tenemos la casa llena, de eso no hay duda —anunció mientras los acompañaba a la sala de estar. La casa no había cambiado en años, con su estufa de carbón, los sofás azul marino de dos plazas, el papel pintado con rosas y la cocina, diminuta y soleada, con sus electrodomésticos blancos y el rincón que daba al jardín trasero, desde donde se alcanzaban a ver los campos de cultivo—. Tú te quedas conmigo, Dakota —dijo—. Tom y Bess se instalarán en la habitación de invitados, James y Donny tendrán que arreglárselas en el cuarto de costura. Hay un sofá cama en el que no creo que quepáis ninguno de los dos y una de esas camas hinchables. Nancy Reid fue a recogerla por mí a Edimburgo, a Jenner.

Bess frunció el ceño.

—Nancy me dijo que te saludara de su parte, Tom —dijo la anciana con ojos centelleantes—. Y a ti también, Bess.

—Una antigua novia —susurró Donny a James y Dakota—. A la abuela siempre le gusta meter cizaña.

—Pero debía de ser su novia hará como unos cuarenta y cinco años, ¿no? —preguntó Dakota.

—Como mínimo —contestó Donny—. Además, está casada y vive unas cuantas granjas más allá. La abuela solo lo hace para pinchar a mamá.

—No lo sabía —murmuró Dakota mirando a su tío con los ojos muy abiertos.

—La abuela es un ángel, Dakota —le dijo Donny en un susurro—, pero eso no significa que no haga de diablo alguna vez.

—Te estoy oyendo, Donald —dijo la anciana.

—Creo que vamos a tener una Navidad muy particular —comentó James a su hija, bajando notablemente la voz—. Y quiero hablarte de Sandra. Me he pasado la tarde discutiendo la venta de terrenos agrícolas para desarrollo urbanístico y lo que en realidad quería era hacer el viaje en coche contigo.

—Ya encontraremos el momento, papá, te lo prometo —repuso Dakota, que arrastró la maleta por el corto pasillo hasta el dormitorio de la bisabuela: la cama cubierta con la colcha floreada, almohadas con fundas blancas con un colorido ribete bordado y una manta de punto verde tirada encima de un viejo sillón que probablemente se había trasladado al dormitorio durante un arrebato de fiebre decorativa en 1957. Deshizo el equipaje rápidamente porque sabía que la bisabuela no toleraría que lo dejara todo en la maleta; colgó un vestido en el armario junto a la hilera de cinco blusas blancas, unos pantalones negros y un traje azul claro con bordes fruncidos. Colocó los jerséis en el espacio que le había hecho en el cajón, junto a sus chaquetas de punto pulcramente ordenadas en pilas de rojos, verdes o azules, y puso su pijama de recambio junto al camisón de la bisabuela, de color rosa pálido y manga larga. El cajón olía a gardenias por la fragancia que emanaba de una bolsita metida en un rincón. En definitiva, era un lugar acogedor, tal como debía de ser la casa de una bisabuela, pensó Dakota.

—Acabo de sacar las mantecadas del horno. —La anciana asomó la cabeza por la puerta en el preciso momento en que Dakota estaba metiendo su maleta, ya vacía salvo por unos pocos regalos, debajo de la alta cama de matrimonio—. Buen trabajo, jovencita. Ahora ven a comer algo.

El grupo, con las manos y la cara lavadas por orden de la bisabuela, se apiñó en la cocina después de traer más sillas del comedor. Las galletas, el queso cheddar y los cuencos de fruta en conserva salpicaban la misma mesa vieja y rayada en torno a la que Dakota se había sentado con su madre y con Catherine para tomar su primer té escocés, donde James y ella habían disfrutado de más de una charla durante los viajes que habían hecho a lo largo de los años para visitar a la bisabuela, en la que su tío Donny había desayunado con su hermana mayor cuando volaban hasta allí tras la época de la cosecha cada pocos años y donde, probablemente, en la que su abuelo de cabello cano había tomado su cena después de un largo día de aprender a sumar y ayudar con las ovejas y los campos.

—Supongo que debería haberlo sacado todo a la mesa del comedor —comentó la anciana—. Aquí no cabemos bien.

—No, abuela —dijo Dakota—. Está bien así. Es perfecto.

—Bien —repuso ella—. Hoy cenaremos pronto y luego nos iremos a la cama —señaló a James y a Donny con el dedo—. Nada de quedarse despiertos hasta tarde charlando. Vosotros dos tendréis que talar el árbol por la mañana. Dakota y yo lo elegiremos.

Todo el grupo marchó en tropel detrás de la bisabuela, que había salido del coche en cuanto este se detuvo y encabezó la marcha hacia la ciénaga llamada Flanders Moss.

—¿De verdad tenemos que cortar un árbol vivo, abuela? —preguntó Dakota con preocupación—, ¿No tienes uno artificial en el desván?

—¡Bah! —repuso la bisabuela con la boca fruncida—. La ciudad necesita despejar la ciénaga y sobran los árboles. Además, este año se me ha ocurrido que decoraríamos dos árboles, un árbol de chicos y otro de chicas. Otorga un poco más de clase poner dos árboles. No lo he hecho en mi vida.

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