Los papeles póstumos del club Pickwick (2 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Mr. Pickwick
se sentía sumamente agradecido por la noble, sencilla y franca explicación de su honorable amigo. Y solicitaba al punto que sus propias observaciones fuesen interpretadas según la construcción pickwickiana. (Rumores.)

Aquí termina la relación, e indudablemente también el debate, después de llegar a un acuerdo tan claro y satisfactorio. No tenemos referencia oficial de los hechos cuya narración hallará el lector en el siguiente capítulo; pero han sido cuidadosamente tomados de cartas y de otras fuentes auténticas tan evidentemente genuinas, que justifican la narración circunstanciada.

2. Primeros días de viaje, primeras aventuras nocturnas y sus consecuencias

Ese puntual cumplidor de todo trabajo, el sol, acababa de levantarse y de alumbrar la mañana del 30 de mayo de 1827 cuando Samuel Pickwick, surgiendo de sus sueños cual otro sol, abría la ventana de su cuarto y contemplaba al mundo que debajo de él se extendía. Goswell Street hallábase a sus pies; Goswell Street tendíase a su derecha, y hasta donde la vista alcanzar podía veíase a la izquierda Goswell Street, y la acera opuesta de Goswell Street mirábase enfrente. «Tales –pensaba Mr. Pickwick— son las limitadas ideas de aquellos filósofos que satisfechos con el examen de las cosas que tienen ante sí no descubren las verdades que más allá se esconden. Así, podía yo contentarme con mirar simplemente Goswell Street sin preocuparme en penetrar las ocultas regiones que a la calle circundan.» Y después de producir Mr. Pickwick esta hermosa reflexión, embutióse en su traje, y sus trajes en el portamantas. Los grandes hombres rara vez se distinguen por la escrupulosidad de su indumento; así, pues, la operación de rasurarse, vestirse y sorber el café pronto estuvo concluida, y una hora después, Mr. Pickwick, con su portamantas en la mano, su anteojo en el bolsillo de su amplio gabán y el libro de notas en el del chaleco, dispuesto a recibir cualquier descubrimiento digno de registrarse, llegaba a la cochera de San Martín el Grande.

—¡Cochero! –exclamó Pickwick.

—Aquí está, sir –articuló un extraño ejemplar de la raza humana, con cazadora de tela de saco y mandil de lo mismo, que con una etiqueta y un número de latón en el cuello parecía catalogado en alguna colección de rarezas. Era el mozo de limpieza–. Aquí está, sir. ¡Vamos, el primero!

Y hallado el cochero número 1 en la taberna donde había fumado su primera pipa, Mr. Pickwick y su portamantas fueron introducidos en el vehículo.

—¡A Golden Cross! –ordenó Mr. Pickwick.

—¡Nada, ni para un trago, Tomás! –exclamó malhumorado el cochero, dirigiéndose a su amigo el mozo, al arrancar el coche.

—¿Qué tiempo tiene ese caballo, amigo? –preguntó Mr. Pickwick, frotándose la nariz con el chelín que había sacado para pagar el recorrido.

—Cuarenta y dos –replicó el cochero mirándole de través.

—¡Cómo! –exclamó Mr. Pickwick llevando su mano al cuaderno de apuntes.

El cochero reiteró su afirmación primera. Mr. Pickwick miró fijamente a la cara del cochero; pero en vista de que los rasgos de ésta permanecieron inmutables, se decidió a consignar el hecho.

—¿Y cuánto tiempo le tiene usted trabajando cada vez? —inquirió Mr. Pickwick, para ampliar la información. –Dos o tres semanas –contestó el cochero.

—¡Semanas! —dijo asombrado Mr. Pickwick... y de nuevo salió el cuaderno de apuntes.

—Su casa está en Pentonwill, pero rara vez le llevamos allí, por lo flojo que está –observó el cochero con frialdad.

—¡Por lo flojo que está! —repitió vacilante Mr. Pickwick.

—En cuanto se desengancha se cae —prosiguió el cochero—; pero cuando está enganchado le tenemos bien tieso y le llevamos tan corto, que no es fácil que se caiga; y hemos puesto un par de ruedas tan anchas y hermosas, que en cuanto él se mueve echan tras él y no tiene más remedio que correr... no puede por menos.

Mr. Pickwick consignó en su cuaderno todas las palabras de esta información con propósito de comunicarlas al Club, como ejemplo singular de la tenacidad vital de los caballos bajo las más difíciles circunstancias. Apenas había terminado su anotación cuando llegaban a Golden Cross. Saltó el cochero y salió Mr. Pickwick del coche. Mr. Tupman, Mr. Snodgrass y Mr. Winkle, que se hallaban esperando impacientes la llegada de su ilustre jefe, le rodearon, dándole la bienvenida.

—Aquí tiene usted su servicio –dijo Mr. Pickwick, mostrando el chelín al cochero.

¡Cuál no sería el asombro de los doctos caballeros cuando aquel ente incomprensible arrojó la moneda al suelo y expresó con ademanes inequívocos su deseo de que se le permitiera luchar con Mr. Pickwick por la cantidad que se le adeudaba!

—Usted está loco –dijo Mr. Snodgrass.

—O borracho –añadió Mr. Winkle.

—O las dos cosas –resumió Mr. Tupman.

—¡Vamos, vamos! –gritó el cochero, haciendo ademán de combatir a puñetazos, marcando los movimientos como un péndulo–. ¡Vamos... con los cuatro!

—¡Aquí hay jarana! –gritaron media docena de cazurros—. Manos a la obra, Sam.

Y, vociferando alegremente, se agregaron al grupo.

—¿Qué es ello, Sam? —preguntó un caballerete con mangas de percal negro.

—¿Cómo que qué es ello? –replicó el cochero–. ¿Para qué quería mi número?

—Yo no quería su número –contestó Mr. Pickwick sin salir de su estupefacción.

—Entonces, ¿para qué lo ha tomado usted? –le interrogó el cochero.

—¡Pero si no lo he tomado! –gritó indignado Mr. Pickwick.

—¿Querréis creer –continuó el cochero, dirigiéndose al público–, querréis creer que un investigador va en un coche y no sólo apunta el número del cochero sino cada palabra que dice?

Un rayo de luz brilló en la mente de Mr. Pickwick: se trataba del cuaderno de notas.

—¿Pero hizo eso? –preguntó otro cochero.

—Claro que lo hizo –replicó el primero–. Y luego, a prevención de que yo le atacara, tiene tres testigos para declarar contra mí. Pero le voy a dar, aunque me cueste seis meses. ¡Vamos!

Y el cochero arrojó su sombrero al suelo, con notorio menosprecio de la prenda, arrancó los lentes a Mr. Pickwick y siguió el ataque con un puñetazo en la nariz a Mr. Pickwick, otro en un ojo a Mr. Snodgrass y, por variar, un tercero, en el vientre, a Mr. Tupman; luego empezó a maniobrar bailando en el arroyo; volvió a la acera y, por fin, extrajo del pecho de Mr. Winkle el poco aire que le quedaba; todo en media docena de segundos.

—¿Dónde habrá un policía? –preguntó Mr. Snodgrass.

—Ponedlos bajo las mangas –sugirió un vehemente panadero.

—¡Tendréis que sentir por esto! –amenazó Mr. Pickwick.

—¡Soplones! –gritó la concurrencia.

—¡Vamos! –gritó el cochero, que no había cesado en todo el tiempo de agitar sus puños.

El público allí reunido, que hasta entonces había permanecido como mero espectador de la escena, al enterarse de que los pickwickianos eran confidentes del fisco comenzó a encarecer rápidamente la conveniencia de apoyar la proposición del ardoroso panadero; y no hay que decir los actos de agresión personal que se hubieran cometido a no ser porque la trifulca quedó repentinamente interrumpida por la llegada de un nuevo personaje.

—¿Qué juerga es ésta? —preguntó un joven más bien alto, con verde cazadora, que emergió de improviso ante la cochera.

—¡Soplones! –gritó de nuevo la concurrencia.

—¡No somos tal cosa! —rugió Mr. Pickwick en un tono que hubiera llevado la convicción a cualquier circunstante desapasionado.

—¿No lo son ustedes... no lo son? –dijo el muchacho, dirigiéndose a Mr. Pickwick y abriéndose paso entre la multitud por el infalible sistema de separar a codazos a los elementos componentes de ella.

El docto caballero explicó en breves y apresuradas palabras la realidad del caso.

—Vengan, pues —dijo el de la verde cazadora, cargando casi a viva fuerza con Mr. Pickwick y charlando sin cesar—. Ea, número novecientos veinticuatro, recoja su servicio y márchese... Respetables señores... le conozco bien... imprudencias... Sir, ¿y sus amigos? ... Un error, ya se ve... no preocuparse... cosas que ocurren... hasta en las mejores familias... no hay que hablar de morir... un contratiempo... levantadlo... ponga eso en su pipa... el aroma... ¡maldita canalla!

Y con esta larga ristra de entrecortadas frases, pronunciadas con extraordinaria volubilidad, el extraño personaje se encaminó hacia la sala de espera de viajeros, seguido de cerca por Mr. Pickwick y sus discípulos.

—¡Mozo! —gritó el raro personaje, tirando de la campanilla con tremenda violencia—, ponga copas... aguardiente y agua, caliente y fuerte, y dulce, y mucho... ¿El ojo magullado, sir? ¡Mozo!, bistec crudo para el ojo del caballero...; nada como el bistec crudo para las erosiones, sir; el frío de un farol, muy bueno; pero un farol, no es posible... ¡Hay que ver pasarse media hora en la calle y pegar el ojo contra la columna del farol!... ¡Eh, muy bien! ¡Ah, ah!

Y el desconocido, sin tomar resuello, se echó de un trago como media pinta del líquido espumante y se repantigó en la silla tranquilamente, como si nada hubiera pasado.

En tanto que sus tres compañeros se ocupaban en expresar su gratitud al nuevo amigo, Mr. Pickwick examinaba el indumento y catadura de aquél.

Era de una estatura mediana; mas lo escurrido de su cuerpo y la largura de sus piernas dábanle apariencias de una altura mayor. La verde cazadora debía de haber sido una prenda elegante por los días en que se usaban largos faldones; mas era evidente que había servido a un hombre más bajo que el desconocido, pues las deterioradas y sucias mangas no llegaban a cubrirle las muñecas. Hallábase estrechamente abotonada hasta la barbilla, con riesgo inminente de estallar por la espalda, y un viejo trapo sin la menor forma de corbata rodeábale el cuello. Los raquíticos y negros pantalones mostraban aquí y allá ese reluciente brillo que pregona un uso prolongado, y ceñíanse estrechamente sobre un par de remendados y manchadísimos zapatos, como proponiéndose ocultar un par de medias blancas e impulcras que, no obstante, se veían perfectamente. Sus largos y negros cabellos se escapaban en ondas negligentes a cada lado del viejo sombrero de alas vueltas, y entre los bordes de los guantes y las bocamangas percibíanse las muñecas. Su rostro era enjuto y hosco, y un aire indescriptible de aviesa impudencia, junto con el de un perfecto dominio de sí mismo, envolvían al individuo.

Tal era el personaje que Mr. Pickwick contemplaba a través de sus anteojos (dichosamente recuperados), y al que, luego que sus amigos se hubieron cansado de hacerlo, comenzó a significar en términos selectos su agradecimiento por el reciente auxilio.

—De nada —dijo el desconocido, atajando rápido el cumplimiento—; basta... nada más; buen mozo ese cochero... bien manejaba sus cinco; pero yo que su amigo el de la chaqueta verde... que me ahorquen... si no le aplasto la cabeza... no dice ni pío... también al panadero... de fijo.

Esta incoherente arenga fue interrumpida por la entrada del cochero de Rochester, anunciando que iba a partir el
C
omodoro.

—¡El
Comodoro!
—dijo el intruso saltando de su asiento—. Mi coche... plaza tomada... una de exterior... dejo que paguen ustedes el aguardiente y el agua... no hay cambio para uno de cinco... mala moneda... la más baja de Brummagem... no puede ser... no... ¿eh?

Y sacudió su cabeza maliciosamente.

Mientras que esto sucedía, Mr. Pickwick y sus tres compañeros habían resuelto hacer en Rochester su primera escala, y después de participar al nuevo amigo que se dirigían ellos a la misma ciudad, convinieron en tomar los asientos de la trasera del coche, donde podrían viajar juntos.

—¡Arriba! —dijo el intruso, ayudando a Mr. Pickwick a subir al techo con tanta precipitación, que se vio materialmente comprometida la grave compostura del caballero. —¿Tiene equipaje, sir? —preguntó el cochero.

—¿Quién? ¿Yo? Paquete de papel marrón, nada más; el resto va por el agua... cajas de madera, clavadas... grandes como casas... pesadas, pesadas, terriblemente pesadas —replicó el intruso, mientras procuraba meterse en el bolsillo todo lo que podía de aquel paquete marrón que, por la traza, no debía contener más que una camisa y un pañuelo.

»¡Las cabezas, las cabezas... cuidado con las cabezas! —gritó el locuaz desconocido cuando atravesaban el medio punto que formaba la entrada del patio de carruajes por aquellos días—. Mal paso... peligrosa construcción... Hace días... cinco niños... madre... señora alta, comiendo sándwichs... olvidó el arco... ¡zas!... golpe... Niños miran alrededor... madre sin cabeza... sándwich en la mano... no había boca en que meterlo... Cabeza de una familia desaparecida... ¡Atroz, atroz! ¿Mira hacia Whitehall, sir?... Bello paraje... pequeña ventana... la cabeza de alguno se fue... ¿eh, sir?... no tuvo precaución bastante... ¿eh, sir?

—Estoy rumiando —dijo Mr. Pickwick— la extraña mudanza de las cosas humanas.

—¡Ah!, ya veo... un día se entra en palacio por la puerta, y al siguiente se sale por la ventana. ¿Filósofo, sir?

—Observador de la naturaleza humana, sir —dijo Mr. Pickwick.

—¡Ah, yo también! Muchos lo son cuando tienen poco que hacer y menos que ganar. ¿Poeta, sir?

—Mi amigo Mr. Snodgrass posee una fuerte vena poética —dijo Mr. Pickwick.

—Y yo —contestó el desconocido—. Poema épico... diez mil versos... revolución de julio... compuesto sobre el terreno... Marte de día, Apolo por la noche... cuelgo el hierro y pulso la lira.

—¿Estuvo usted presente en aquella gloriosa escena? —dijo Mr. Snodgrass.

—¡Presente! Ya lo creo; disparé el mosquete; disparaba con intención; me metía en la taberna... lo anotaba... vuelta a pegar... se me ocurría otra idea... a la taberna de nuevo... tinta y pluma... vuelta otra vez... pegar y tajar... hermosos tiempos
. ¿Sportsman,
sir? —dijo, volviéndose súbitamente a Mr. Winkle.

—Algo —respondió el caballero.

—Hermosa ocupación, sir, hermosa... ¿Perros, sir?

—Ahora, precisamente, no —contestó Mr. Winkle.

—¡Ah! Usted debía tener perros... hermosos animales... sagaces criaturas... Un perro mío, una vez... Pointer... sorprendente instinto... salí de caza un día... nos metimos en un vedado... silbé... parado el perro... silbé otra vez... Ponto... nada, sin moverse... como una piedra... le llamé: Ponto, Ponto; no se movió... petrificado... mirando a un cartel... miré hacia arriba, vi una inscripción... «El guarda tiene orden de matar a todos los perros que encuentre dentro del coto» ... no quería pasar... maravilloso perro... valioso perro aquel... mucho.

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