Los papeles póstumos del club Pickwick (8 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Contenedle –gritó Mr. Snodgrass–, Winkle, Tupman...; no puede arriesgar su preciosa vida en una causa como ésta.

—Dejadme –dijo Pickwick.

—Sujetadle fuerte –exclamó Mr. Snodgrass.

Y gracias al esfuerzo de todos, fue Mr. Pickwick constreñido a sentarse en una butaca.

—Dejadle libre –dijo el desconocido de la chaqueta verde—. Aguardiente y agua... bravo anciano... valor exuberante... tome esto... ¡ah!... cosa soberbia.

Y después de haber comprobado la virtud de la bebida que había sido preparada por el hombre nefasto, aplicó el desconocido el vaso a la boca de Mr. Pickwick. El contenido desapareció inmediatamente.

Siguió una breve pausa; el agua y el aguardiente hicieron su efecto; la bondadosa fisonomía de Mr. Pickwick recobró en seguida su expresión habitual.

–No son dignos de que usted se ocupe de ellos –dijo el hombre nefasto.

–Tiene usted razón, sir; no lo son –replicó Mr. Pickwick—. Me avergüenza el haberme acalorado de esta manera. Acerque su silla a la mesa, sir.

El hombre nefasto se apresuró a complacerle; agrupáronse alrededor de la mesa, y una vez más reinó la armonía. Cierta irritabilidad mal contenida parecía esconderse en el pecho de Mr. Winkle, probablemente ocasionada por la temporal sustracción de su chaqueta..., aunque no es lícito suponer que tan nimia circunstancia puede despertar ni un leve movimiento de ira en el pecho de un pickwickiano. Con sólo esta excepción, el buen humor quedó restablecido, y acabó la velada con la misma cordialidad con que había empezado.

4. Día de campo y vivaqueo. Nuevas amistades. Una invitación al campo

Muchos autores abrigan no sólo una ligera, sino una verdaderamente condenable resistencia a reconocer los manantiales en que aprontan muchas de sus valiosas informaciones. No somos nosotros de esta opinión. Nosotros nos proponemos tan sólo desempeñar con rectitud absoluta nuestras funciones editoriales; y cualquiera que pudiera ser en otras circunstancias nuestra ambición por reclamar la paternidad de estas aventuras, el respeto a la verdad nos veda recabar otro mérito que el que corresponde a una ordenación juiciosa y a la narración imparcial. Los Papeles de Pickwick son como el Origen del Nuevo Río, y así podemos nosotros compararnos a la Compañía del Nuevo Río. La labor ajena ha acumulado ante nosotros un inmenso reservorio de hechos notables. Nosotros no hacemos más que difundirlos y comunicarlos en estilo llano, por medio de estos fascículos, al público sediento de conocer la historia pickwickiana.

Según este criterio, y procediendo resueltamente de acuerdo con nuestra determinación de declarar nuestra gratitud hacia las autoridades que hemos consultado, decimos francamente que debemos al libro de memorias de Mr. Snodgrass todos los datos reseñados en este capítulo y en el siguiente; datos que, una vez descargada nuestra conciencia, pasamos a detallar sin más comentarios.

Todos los habitantes de Rochester, así como los de las ciudades vecinas, se levantaron temprano al día siguiente en estado de la mayor excitación y algazara. En el campamento iban a tener lugar unas grandes maniobras. En ellas iban a tomar parte media docena de regimientos, los cuales habían de ser inspeccionados por la mirada de águila del comandante en jefe; habíanse levantado fortificaciones provisionales; iba a ser tomada la ciudadela e iba a hacerse estallar una mina.

Mr. Pickwick, según habrán podido colegir nuestros lectores por el breve extracto que hemos transcrito de su descripción de Chatham, era un admirador entusiasta del ejército. Nada más deleitoso para él, nada que mejor armonizase con la afición peculiar de cada uno de sus compañeros, que un espectáculo de esta naturaleza. Pronto estuvieron de pie, en consecuencia, y pronto se dirigieron al teatro de la acción, hacia el que marchaban en todas direcciones nutridos grupos de curiosos.

Todas las apariencias en el campamento denunciaban que la próxima ceremonia había de tener importancia y grandeza inusitadas. Varios centinelas hallábanse apostados con objeto de reservar el terreno que las tropas habían de ocupar; en las baterías veíanse criados que estaban guardando el sitio para las señoras; los sargentos corrían de acá para allá con los libros de registro, encuadernados en pergamino, debajo del brazo; el coronel Bulder, de gran uniforme y a caballo, galopaba primero de un punto a otro; luego revolvía su caballo entre la multitud, le hacía caracolear y dar corvetas, y entre tanto gritaba del modo más alarmante con voz estentórea, mostrando su rostro encendido, sin causa ni motivo que lo justificase. Los oficiales corrían en todas direcciones; comunicaban primero con el coronel Bulder, transmitían después las órdenes a los sargentos, y, por fin, desaparecían en grupo; y hasta los soldados asomaban por sus charolados cuellos, mirando con aire de solemnidad misteriosa que pregonaba de sobra lo excepcional del acto.

Mr. Pickwick y sus tres amigos, situados en la primera fila de la plebe, esperaban pacientemente el comienzo de los ejercicios. La multitud crecía por momentos, y los esfuerzos que tenían que hacer para conservar las posiciones que habían ganado bastaron para vincular su atención durante las dos horas que así transcurrieron. De pronto se dejó sentir un brusco empujón de atrás, que lanzó a Mr. Pickwick varias yardas hacia delante, con una presteza y agilidad notoriamente incompatibles con la habitual gravedad de su continente; inmediatamente después se dio la orden de «¡atrás!», y las culatas de los mosquetes, ora caían sobre los pies de Mr. Pickwick, ora amenazaban con aplastarle el pecho para garantir el cumplimiento de las órdenes. En esto, cierto ineducado caballero, después de empujar hacia un lado y de estrujar a Mr. Snodgrass hasta el límite resistible de la humana estructura, le preguntó que «hasta dónde se había propuesto empujarle»; y al expresar Mr. Winkle la honda indignación que le producía presenciar semejante atropello, un sujeto que a su espalda estaba le encasquetó el sombrero hasta los ojos y le pidió por favor que se metiera la cabeza en el bolsillo. Estas y otras cuchufletas parecidas, unidas a la inexplicable ausencia de Mr. Tupman (que había desaparecido de pronto y no se le veía por ninguna parte), hacían la situación de nuestros amigos más bien inquieta y desapacible que grata o deseable.

Al cabo de un rato cruzó por la multitud ese vago rumor compuesto de muchas voces que suele anunciar la llegada de lo que se estaba esperando. Todas las miradas se volvieron hacia el fuerte. Transcurrieron unos momentos de ansiosa expectación; viéronse aparecer las banderas flotando alegremente en el aire; relumbraron las armas bajo el sol, y columna tras columna se vertieron por la llanura. Hicieron alto las tropas en formación perfecta; corrió por las líneas la voz de mando; un chasquido general de los mosquetes acompañó a la presentación de armas, y el comandante en jefe, escoltado por el coronel Bulder y numerosos oficiales, aparecieron en el frente. Todas las bandas militares rompieron a tocar; los caballos, puestos de manos, reculaban y volteaban sus colas en todas direcciones; ladraban los perros, vociferaba la muchedumbre, y sólo se veía a uno y otro lado, hasta donde la vista alcanzaba, una larga perspectiva de rojas guerreras y blancos pantalones, completamente inmóviles.

Tan ocupado había estado Mr. Pickwick en caer de acá para allá y en desenredarse de las patas de los caballos, haciendo verdaderos milagros, que no tuvo ocasión de observar la escena que ante él se descubría hasta que pudo colocarse en la postura que acabamos de describir. No bien le fue posible asegurarse sobre sus piernas, su deleite y complacencia no tuvieron límites.

—¿Puede haber algo más hermoso ni más agradable? —preguntó a Mr. Winkle.

—Nada —respondió este caballero, que durante el cuarto de hora precedente había tenido a un hombrecillo sobre sus pies.

—Es un espectáculo verdaderamente noble y brillante —dijo Mr. Snodgrass, en cuyo pecho comenzaba a encenderse la llama de la poesía— este de ver a los bravos defensores de la patria dispuestos en brillante atavío ante los pacíficos ciudadanos; sus rostros centellean, no con belicosa fiereza, sino con civilizada jovialidad; sus ojos fulgen, no con el rudo fuego de rapiña o venganza, sino con suave luz de inteligencia y humanidad.

Mr. Pickwick compartió plenamente la intención de esta loa, aunque no pudo aprobarla en sus términos exactos, porque la suave luz de la inteligencia brillaba de un modo bastante débil en los ojos de los guerreros, y porque a la voz de «de frente», dada por los jefes, todos los espectadores vieron dirigirse hacia ellos varios miles de pares de telescopios, que les contemplaban osadamente y que estaban totalmente desprovistos de expresión.

—Estamos ahora en una situación admirable —dijo Mr. Pickwick, mirando a su alrededor.

La multitud se había ido apartando de ellos gradualmente y habían quedado casi aislados.

—Admirable —repitieron a una voz Mr. Snodgrass y Mr. Winkle.

—¿Qué van a hacer ahora? —preguntó Mr. Pickwick, ajustándose los anteojos.

—Yo... yo... me parece... —dijo Mr. Winkle, cambiando de color—; me parece que van a hacer fuego.

—¡Qué barbaridad! —se apresuró a decir Mr. Pickwick.

—Que sí... que me parece que sí —insistió Mr. Winkle un tanto alarmado.

—¡Imposible! —replicó Mr. Pickwick.

No había acabado de pronunciar esta palabra Mr. Pickwick, cuando la media docena de regimientos, enrasando sus mosquetes según un plano único, cual si todos apuntaran a un solo objeto y este objeto fuera el grupo de pickwickianos, rompió en la más espantosa y tremenda descarga que ha hecho vacilar jamás la tierra en su centro o a cierto anciano en el suyo.

En esta embarazosa situación, expuesto al fuego despiadado de balas sin plomo y agobiado por los movimientos de las tropas, un nuevo cuerpo de las cuales comenzaba a atacar por el lado opuesto, fue cuando Mr. Pickwick desplegó aquella perfecta sangre fría y aquel dominio de sí mismo que son atributos indispensables de las grandes mentalidades. Agarró a Mr. Winkle por el brazo, y colocándose entre éste y Mr. Snodgrass, les indujo a percatarse de que, aparte el peligro que corrían de ensordecer por el ruido, había un riesgo inmediato de ser cogidos por el fuego.

—Porque... porque... supongamos que uno de estos hombres tuviese, por equivocación, el plomo en su bala... —argüía Mr. Winkle, pálido ante la hipótesis que él mismo formulaba—. Ahora mismo he oído silbar algo en el aire... tan agudo... junto a mi oreja...

—Lo que debíamos hacer era echarnos de bruces, ¿no es verdad? —dijo Mr. Snodgrass.

—No, no ... ;ya pasó —dijo Mr. Pickwick.

Temblarían sus labios, palidecerían sus mejillas, pero no dejó escapar este hombre inmortal ni una sola manifestación de intranquilidad o de pavor.

Estaba en lo cierto Mr. Pickwick: el fuego cesó; pero apenas si tuvo tiempo para congratularse de la exactitud de su apreciación, cuando se hizo visible en toda la línea un rápido movimiento: el eco ronco de la voz de mando corrió a lo largo de ella, y antes de que ninguno de los tres caballeros pudiera adivinar el designio de la nueva maniobra, la masa de los seis regimientos, con bayoneta calada, cargó a paso redoblado hacia el preciso lugar en que los tres amigos se hallaban estacionados.

El hombre es un ser mortal, y hay un límite al que no puede llegar el valor humano. Mr. Pickwick miró un momento a través de sus anteojos hacia la masa asaltante; volvió grupas francamente, y... no diremos que huyera: primero, porque se trata de una noble expresión, y segundo, porque la figura de Mr. Pickwick no se adapta en modo alguno a este género de retirada...; se quitó de en medio tan deprisa como sus piernas podían llevarle; tan deprisa, que no pudo darse cuenta de lo ridículo de su situación, de un modo exacto, hasta más tarde.

La otra masa de tropas, cuya amenaza inquietara unos segundos antes a Mr. Pickwick, aprestábase a repeler el supuesto ataque de los asaltantes de la ciudadela; el resultado fue que Mr. Pickwick y sus dos compañeros se encontraron súbitamente encerrados entre dos líneas de gran longitud, avanzando la una a paso rápido, y esperando firme la otra el choque en actitud hostil.

—¡Eh, eh! —gritaron los oficiales de la columna asaltante.

—¡Echarse fuera! —les advirtieron los de la tropa estacionada.

—Pero ¿dónde vamos a ir? —clamaron los pickwickianos azoradísimos.

—¡Eh, eh, eh! —fue la única respuesta.

Hubo un momento de intensa confusión, pesado rumor de pasos, un violento choque, una risa contenida; los seis regimientos se hallaban a quinientas yardas, y las suelas de Mr. Pickwick mostráronse al aire.

Mr. Snodgrass y Mr. Winkle ejercitaron con notable habilidad una involuntaria voltereta, y cuando el último se sentaba en el suelo para contener con un pañuelo de seda amarilla la corriente de la vida que manaba de su nariz, la primera cosa que vio fue a su maestro, que, a cierta distancia, corría tras de su propio sombrero, el cual revoloteaba jugueteando allá en la lejanía.

Pocos momentos hay en la vida de un hombre en los que experimente más grotesco desconsuelo o en los que halle menos piadosa conmiseración que cuando persigue su propio sombrero. No poca sangre fría y un grado excepcional de prudencia se requieren para capturar un sombrero. Si se precipita, salta sobre él; si sigue táctica opuesta, se expone a perderlo para siempre. Lo mejor es conservar la serenidad frente al objeto perseguido; ser cauto y perspicaz; esperar hábilmente la oportunidad; marchar, acercarse poco a poco; hacer un rápido avance; atraparlo por el casquete y calárselo firmemente en la cabeza, y sonreír jovialmente al mismo tiempo, como si el protagonista juzgara el caso tan jocosamente como pudiera hacerlo otro cualquiera.

Corría un vientecillo sutil y juguetón, y el sombrero de Mr. Pickwick rodaba grácilmente a su impulso. Soplaba el viento, Mr. Pickwick resoplaba, y el sombrero rodaba, y rodaba alegremente como golfín en mar brava; y hubiera seguido rodando hasta salir del alcance de Mr. Pickwick si su carrera no se hubiera interrumpido providencialmente cuando ya se hallaba el caballero a punto de resignarse a su destino.

Extenuado Mr. Pickwick, como decimos, y a punto ya de abandonar la caza, fue a dar el sombrero violentamente contra la rueda de un coche que en línea con otros seis permanecía en el sitio hacia donde se habían dirigido los pasos de Mr. Pickwick. Advertido Mr. Pickwick de esta ventaja, saltó vivamente hacia delante, agarró la prenda, se la plantó en la cabeza y se paró a tomar resuello. No pasó ni medio minuto sin que oyera pronunciar su nombre por una voz que al punto reconoció ser la de Mr. Tupman, y alzando la vista, descubrió un espectáculo que le llenó de sorpresa y alegría.

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